La Palabra (27 page)

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Authors: Irving Wallace

Randall se apresuró hacia donde estaba Darlene.

—Mira, querida, hay alguien a quien tengo que ver en el bar unos minutos. Es un asunto de negocios; sube y desempaca. Estaré contigo en un instante.

Ella comenzó a protestar, pero luego desistió de buena gana, y acompañó a los maleteros que llevaban su equipaje hacia el ascensor. Randall volvió con el encargado.

—¿Dónde está el bar? —preguntó.

El encargado lo dirigió hacia la izquierda a través del vestíbulo, añadiendo:

—Lleva una flor en el ojal.

Randall se encaminó hacia el bar y entró. Era un salón acristalado y espacioso. A través de la ventana se divisaba un restaurante al aire libre, directamente debajo, donde algunas parejas estaban desayunando al sol. Adelante, más allá del vidrio, podía verse una parte del canal y una barcaza surcando el agua. Sobre el exótico mostrador, y escudándolo parcialmente, había un emparrado cubierto de enredaderas, en tanto que un decorativo tapete tejido cubría la parte inferior. Randall lo rodeó. El camarero, un jovial holandés, estaba tarareando y secando vasos.

Randall escudriñó el iluminado salón. A tan temprana hora sólo había dos clientes. Cerca de él, un hombre grueso sorbía un jugo de naranja y estudiaba cuidadosamente una guía. Al fondo, acomodado en una silla tapizada de azul, en una mesa al lado de la adornada ventana, estaba un hombre joven y bien vestido. Una flor adornaba su solapa. El enemigo.

Randall empezó a cruzar el salón.

El enemigo era un dandy.

Cedric Plummer tenía cabello oscuro, delgado y opaco, peinado hacia los lados para encubrir una zona calva. Tenía brillantes ojos de hurón sobre su huesuda nariz, mejillas sonrosadas y una pequeña barba tipo Van Dyke. Su tez era de un color blanco como ostra. Lucía un enjoyado fistol sobre una corbata marrón, y vestía un traje a rayas angostas de corte conservador. Un enorme anillo de turquesa casi le cubría el dedo de una mano. No era ningún periodista de puños luidos, pensó Steven.

Divisando a Randall, el corresponsal del
Courier
dejó a un lado el periódico que había estado leyendo, descruzó las piernas e inmediatamente se puso de pie para atenderlo.

—Me siento honrado, señor Randall —dijo con una voz chillona, mientras su sonrisa mecánica revelaba unos dientes grandes y salientes, como de conejo—. Siéntese, por favor, señor Randall. ¿Puedo ofrecerle un trago? Yo necesitaba urgentemente un Bloody Mary, pero usted tome lo que…

—No, gracias —dijo Randall ásperamente. Tomó asiento y Plummer se dejó caer en la silla frente a él—. Sólo dispongo de un minuto —resumió— Acabo de llegar y registrarme.

—Ya lo sé. Lo que tengo que discutir con usted no nos llevará más de un minuto, créame. ¿Leyó mi mensaje?

—Lo leí —dijo Randall—. Estuvo muy bien urdido para hacerme venir aquí.

—Exacto —dijo Plummer con su sonrisa insalubre—. Precisamente, mi querido amigo. El que yo supiera que llegaba usted hoy, que supiera que usted se haría cargo del puesto de relaciones públicas en el «Gran Hotel Krasnapolsky», que supiera que usted colaboraría en Resurrección Dos… todo llevaba la intención de despertar su curiosidad y merecer su respeto. Estoy encantado de haberlo logrado.

Randall detestó a ese hombre.

—Está bien, ¿qué quiere?

—Su colaboración —dijo Plummer.

—¿Cómo?

—Señor Randall, debe resultarle obvio que yo tengo a mi disposición fuentes de información dignas de crédito. No resultó problemático enterarme de su nombramiento para este trabajo, de su visita a Londres, de su hora de llegada aquí. En cuanto a Resurrección Dos… Bueno, como fuego inicial lancé mi artículo exclusivo publicado en el
Courier
el día de ayer. Seguramente que usted lo leyó.

Randall se mantuvo tranquilo, deliberadamente tamborileando con los dedos sobre la mesa. No habló.

—Muy bien, desempeñe usted su papel de norteamericano rudo y callado —dijo Plummer—. Pero sea práctico. No puede pretender publicar toda una Biblia (o un Nuevo Testamento) y tener a cien o doscientas personas involucradas en su producción sin que tarde o temprano se sepa el secreto. La verdad se descubre siempre, mi querido amigo; usted lo sabe. Mis asociados están familiarizados con toda la gente que entra y sale de sus oficinas en el Dam. Sé mucho… demasiado, acerca del proyecto de ustedes.

Randall empujó su silla hacia atrás.

—Si ya lo sabe usted, entonces no me necesita a mí.

—Un momento, por favor, señor Randall. No juguemos. Admito que todavía no lo sé todo, pero lo sabré… lo sabré mucho antes de que ustedes estén preparados para lanzar oficialmente la noticia. Cuando conozca el contenido de su Biblia, sabré exactamente lo que necesito saber. Se lo garantizo, dentro de dos semanas tendré todos los detalles, conoceré todos los hechos. Pero me encuentro dentro de un negocio altamente competido, señor Randall. Debo ser el primero en publicar la historia completa… y en exclusiva. Y lo seré. Sin embargo, su cooperación puede ahorrarme una gran cantidad de esfuerzos y me ayudaría a apresurar mi exclusiva. Entienda esto; todo lo que yo deseo es tener la historia. Cuando la tenga me declararé en favor de su Resurrección Dos… Esto es, siempre y cuando usted haya cooperado.

—¿Y si yo no coopero?

—Bueno, podría resentirme, y lo que yo escribiera para el público podría reflejar mi ánimo —un tono de grosería se insinuaba en su voz—. Usted no querría eso, ¿verdad? Por supuesto que no. Bien, yo he estudiado sus antecedentes, señor Randall; principalmente por lo que hace a la clientela que su firma de relaciones públicas ha manejado en los últimos años. Usted parece ser un hombre con sentido comercial de los negocios y carente de sentimentalismos hacia las personas y organizaciones que ha representado. No aparenta dejarse inhibir o asfixiar ante una moralidad petulante o ridícula. Si los clientes le pagan, usted los acepta. Eso implica mayor poder para usted. Resulta de lo más admirable —Plummer hizo una pausa—. Señor Randall, nosotros (mis asociados y yo) estamos dispuestos a pagar.

Randall sintió deseos de golpearlo, de borrar la sonrisa estúpida y afectada de esa cara blanca como una ostra. Pero se contuvo, porque había algo que quería saber.

—Están preparados para pagar —repitió Randall—. ¿Pagar por qué? ¿Qué es lo que quieren?

—Bien, muy bien. Yo sabía que usted sería sensato. ¿Qué es lo que quiero? Quiero ver las primeras pruebas de las páginas de ese… ese Nuevo Testamento supersecreto. Usted no tendrá problemas para conseguirlas. Nadie más en el «Krasnapolsky» podría ser tan adecuado. Usted podría continuar con la preparación de su propio lanzamiento a su debido tiempo. Yo solamente quiero darle un golpe a la competencia. Estoy preparado y tengo la suficiente autoridad para hablar de negocios con usted. ¿Qué me dice, señor Randall?

Randall se puso en pie.

—Le digo… que se vaya al diablo, señor Plummer.

Steven giró sobre sus talones y rápidamente se dirigió hacia la salida, pero no sin antes oír el alarido de despedida de Plummer:

—¡No me iré al diablo, amigo mío, sino hasta mucho después de que haya yo puesto al descubierto a Resurrección Dos… y estoy seguro de hacerlo, absolutamente seguro… tan seguro como lo estoy de que usted y su ridículo proyecto serán los que se irán al diablo en quince días!

Después de arreglar que Darlene, pese a sus objeciones, se fuera sola en una excursión en autobús por Amsterdam durante el día, y en otra por los canales, a la luz de las velas, por la noche, Randall telefoneó a George L. Wheeler diciéndole que iba en camino al «Hotel Krasnapolsky». También le informó del inesperado encuentro con Plummer, el periodista británico, lo que atrajo un cúmulo de angustiadas preguntas por parte del editor. Colgando el auricular, Randall se aprestó para ingresar al protegido y misterioso retiro desde el cual funcionaba Resurrección Dos.

Ahora, mirando atentamente a través de la ventanilla trasera de la limusina «Mercedes-Benz» que entraba a la zona abierta, tendida de una plaza, Randall escuchó a su chófer holandés y rechoncho de mediana edad, quien con voz ronca le había dicho llamarse Theo:

—El Dam. Nuestra plaza central. Es nuestro eje, con las calles principales de Amsterdam, saliendo de él, como los rayos de una rueda.

Ésta era una de las pocas vistas de Amsterdam que Randall reconoció por completo. Claramente la recordaba de su viaje anterior, además de que Darlene acababa de refrescarle la memoria al leerle algo acerca del Dam, de un folleto de la KLM, hacía quince minutos. Al centro de la plaza había dos islas de personas. Una estaba alrededor del Monumento a la Liberación, que los holandeses habían hecho para conmemorar a sus compatriotas muertos durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando lo había visto algunos años antes, en los escalones del monumento abundaban estudiantes de aspecto extravagante y de todas las nacionalidades, que generalmente fumaban marihuana durante el día y a menudo habían sido sorprendidos copulando allí por la noche. Esta mañana había igualmente muchos jóvenes turistas recostados sobre los escalones, como siempre, pero se veían más vivos y estaban absortos en las conversaciones que sostenían unos con otros, o leían tranquilamente bajo el sol de la incipiente mañana. En las cercanías se encontraba la segunda isla del Dam; un rectángulo de cemento semejante a un parque sin césped, con un organillo, un espectáculo de títeres y un puesto de helados rodeado de niños. Aquí, numerosos ciudadanos de mayor edad descansaban en los bancos o daban de comer a las palomas.

—A la izquierda, el Koninklijkpaleis —agregó Theo con voz rasposa tras el volante. Obedientemente, Randall inspeccionó el enorme palacio real, que ocupaba todo un lado de la plaza—. Nuestro santuario, como la Abadía de Westminster de los ingleses —continuó Theo— Construido sobre un pantano, así que debajo hay trece mil pilotes de madera. La reina no vive allí. Ella vive fuera de la ciudad. Sólo usa el palacio para recepciones oficiales; ocasiones de Estado.

—¿Tiene el palacio un recinto especial para el trono? —preguntó Randall.

—¿Recinto del Trono?
Troonkame? Ik versta het niet
—entonces comprendió—.
Ja, ja, ik weet wat u zeqt. Natuurlijk, wij hebben het
.

—Theo, ¿puede hacerme el favor de hablar en…?

—Excuse, excuse —dijo rápidamente el chófer—. Recinto del Trono.., sí, absolutamente; por supuesto tenemos uno… una inmensa sala para ceremonias… salón muy hermoso.

Randall sacó de su bolsillo un bloc de notas amarillo y anotó unas cuantas palabras. Acababa de tener su primera idea publicitaria desde su llegada a Holanda. La sometería a prueba con sus jefes. Nuevamente comenzaba a sentirse bien.

—Al frente, de Bijenkorf —anunció Theo.

Randall reconoció la tienda de departamentos más grande de Amsterdam, de Bijenkorf o Beehive, un manicomio de clientes, de seis pisos de alto. En ese momento, docenas de compradores cruzaban en torrentes las cromadas puertas giratorias.

—Allí, al lado de la tienda, donde usted va —dijo Theo—. El «Kras».

—¿El qué?

—El «Gran Hotel Krasnapolsky», donde están sus oficinas. Nadie puede decir ese nombre con facilidad, así que para nosotros es el «Kras». Un sastre polaco, A. W. Krasnapolsky, abandonó su taller de sastrería y puso allí, en la Warmoesstraat, en 1865, un café con vino y pasteles a la Mathilde, hechos por su cuñada. Después puso un salón de billar y después el Wintertuin, el invernadero. Luego compró casas de todo el rededor y puso pisos extras, haciendo cien cuartos para un hotel. Hoy, trescientos veinticinco cuartos. El «Kras». Mire, allí está el señor Wheeler; lo está esperando.

En efecto, George L. Wheeler estaba esperando debajo del dosel de vidrio que se proyectaba sobre la acera.

Cuando Randall descendió de la limusina, Wheeler saltó para estrecharle la mano.

—Qué bien que llegó sano y salvo —dijo Wheeler—. Lamento mucho que haya tenido ese desagradable encuentro con Plummer. No puedo imaginarme cómo diablos supo él que usted estaba en Amsterdam.

—Más vale que lo averigüemos —dijo Randall con preocupación.

—Sí, más vale. Es una de las cosas de las que nos encargaremos hoy. Se lo advertí a usted; son astutos, no reparan en esfuerzos ni en gastos para destruirnos. Pero no se preocupe, estaremos preparados —Wheeler gesticuló aparatosamente sobre el hombro de Randall y añadió—: Aquí lo tiene. El «Kras». Nuestra fortaleza durante por lo menos un mes más; tal vez dos.

—Se ve como cualquier hotel de lujo.

—Preferimos que así sea —dijo Wheeler—. Hemos alquilado una pequeña parte de la planta baja para reuniones del cuerpo completo de colaboradores, y nuestros empleados pueden hacer uso de todos los servicios de comida y bebida a precios reducidos… el Bar Americano, el Palm Court y el Salón Blanco para cenar. Sin embargo, Resurrección Dos tiene en realidad su barricada arriba, en los pisos primero y segundo. Hemos tomado esas plantas completas, primordialmente porque de esta manera podemos mantenerlas seguras. Para el trabajo de publicidad, Steven, le hemos asignado a usted y a su equipo, dos salas de conferencias arriba, en el primer piso. Su oficina privada será el Zaal F, con un cuarto secretarial contiguo. Tendrá usted dos cuartos más… en realidad son cuartos del hotel, los números 204 y 205. No los hemos convertido en oficinas. Allí es donde podrá recibir o entrevistar a las personas en privado. También pueden servirle para recluirse si es que desea tranquilidad para pensar o dormir una siesta; aunque dudo que vaya a tener mucho tiempo para siestas durante ese mes.

—Yo también lo dudo —concordó Randall—. Bien, ¿por dónde empezamos?

—Por entrar —dijo Wheeler tomando a Randall por el brazo, pero sin moverse de su lugar—. Una cosa más. Tenemos varias entradas aquí sobre la Warmoesstraat. Puede usted usar cualquiera de ellas. Puede utilizar la entrada principal del hotel, que está detrás de nosotros; pero si lo hace, siempre correrá el riesgo, al cruzar el
lobby
, de toparse con alguien como ese Plummer saliendo del Prinses Beatrix Lounge o del Prinses Margriet Zalen o del Bar Americano, y de que lo demoren o lo acosen antes de que llegue usted a los ascensores. Claro está que, cuando salga usted del ascensor, será inspeccionado por nuestros guardias de seguridad. A decir verdad, Steven, preferiría que cualquier persona con tarjeta roja usara otra entrada.

—¿Qué quiere decir con eso de tarjeta roja?

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