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Authors: Irving Wallace

La Palabra (23 page)

—Supongo que tengo que estar de acuerdo con usted —concedió Randall.

—Puede usted tener la seguridad de que en esto yo tengo la razón —dijo amigablemente el doctor Jeffries—. Porque si alguna vez alguien ha trabajado bajo circunstancias propicias para un colapso mental, ese hombre es Florian Knight.

Randall frunció el ceño.

—¿Bajo cuáles circunstancias?

—Bueno, durante todos esos largos meses, al pobre muchacho nunca se le dijo con precisión en qué estaba trabajando. Recuerden ustedes que se nos exigió guardar el secreto. Y a pesar de que tanto el doctor Knight como nuestros otros lectores eran tan dignos de confianza como sus superiores, se nos había advertido claramente que mientras menos personas supieran acerca del descubrimiento de Ostia Antica, sería mejor; así es que ocultamos la verdad frente al doctor Knight y los demás.

Randall se encontraba totalmente perplejo.

—Pero, ¿cómo pudo él trabajar para ustedes si ni siquiera le mostraron los fragmentos recientemente descubiertos?

—Nunca le enseñamos, ni a él ni a nadie,
todos
los documentos. Le asignamos al doctor Knight ciertos fragmentos cruciales para que trabajara en ellos, y otros versículos o frases diferentes a otros colaboradores. Yo le dije al doctor Knight que tenía algunos fragmentos de un códice apócrifo del Nuevo Testamento, y que planeaba escribir algo acerca de ellos. Me vi forzado a ocultarle la verdad. Los trozos de material que le di estaban tan incompletos, eran tan difíciles, tan confusos, que él debe haberse preguntado de qué se trataba todo eso. Sin embargo, fue lo suficientemente discreto como para nunca interrogarme al respecto.

Randall comenzaba a intrigarse.

—¿Me está usted diciendo, doctor Jeffries, que su investigador, Florian Knight, nada sabe acerca de Resurrección Dos? —Le estoy diciendo que él nada sabía… hasta ayer por la tarde. Cuando vine de Oxford para reunirme con él, para prepararlo en su calidad de asesor de usted en Amsterdam, creí que finalmente podía revelarle la verdad total. Claro está que la Biblia ya está imprimiéndose, y para que Florian le fuese realmente útil a usted, tuve que revelarle absolutamente todo acerca del trascendental descubrimiento del profesor Monti. Ésa es la razón por la cual vine aquí a la oficina y le hablé, por primera vez, acerca del Evangelio según Santiago y del Pergamino de Petronio. Debo decir que Knight estaba anonadado.

—¿Anonadado? ¿En qué sentido…?

—Hummm… pasmado sería más exacto, señor Randall. Estaba pasmado; se quedó sin hablar y, finalmente, se puso extremadamente excitado. Usted comprende. Para él, la Biblia lo era todo en la vida. Una revelación como la que yo le hice…
puede
ser abrumadora.

La curiosidad de Randall se había despertado por completo.

—¿Y después de eso se enfermó?

—¿Qué? No, no se enfermó en mi presencia…

—Pero, ¿después de que lo dejó usted se fue a su casa, y entonces se sintió enfermo?

El doctor Jeffries estaba jugueteando nuevamente con sus bigotes.

—Sí, supongo que eso es lo que ocurrió. Íbamos a reunirnos una vez más para cenar. Quería discutir con él, detalladamente, el nuevo nombramiento como su asesor, pero poco antes de la cena recibí ese misterioso telefonema de la señorita Hughes. Knight no podría asistir a la cena, ni podría hacerse cargo de su nueva tarea. Su médico se oponía a que siquiera lo reconsiderara. Lo que es más, no podría recibir una sola llamada durante una o dos semanas. —El doctor Jeffries sacudió la cabeza—. Muy mal, muy mal; es desconcertante, pero resultaría inútil tratar de saber algo más, cuando menos por ahora. Ya no podemos contar con Florian Knight. ¿Qué haremos? Supongo que sólo tenemos una alternativa: encontrar un sustituto —Jeffries se dirigió a Wheeler—. Tengo dos o tres lectores más que han trabajado para nosotros. Son jóvenes estables. Supongo que podríamos mandar a uno de ellos con el señor Randall y esperar que funcione. Desgraciadamente, ninguno de ellos es tan experto como el doctor Knight.

Wheeler se incorporó gruñendo, y Naomí también se puso de pie.

—Detesto conformarme con quien no es el mejor, profesor —dijo Wheeler—. Supongo que es inevitable, pero es tanto lo que está en juego que simplemente debemos obtener la mejor información posible, y presentar nuestro Nuevo Testamento Internacional de la manera más estimulante. Bien, apenas tengo tiempo para alcanzar mi avión a Amsterdam. Les diré qué; ¿por qué no discuten Steven y usted acerca de los posibles sustitutos de Knight? Steven puede quedarse… está alojado en el «Hotel Dorchester». Tal vez pueda entrevistar a los otros candidatos y elegir uno mañana mismo.

El doctor Jeffries se levantó para escoltar al editor y a Naomí hasta la puerta.

—Pésima suerte, pero haré lo que pueda para ayudar —prometió el doctor Jeffries—. Que tengan un buen viaje; pronto me reuniré con ustedes en Amsterdam.

Wheeler suspiró.

—Sí; muy mal eso de Knight. Bueno, hagan lo que puedan… Y, Steven, llámeme mañana. Avíseme cuándo llega. Enviaré un auto a recibirlo.

—Gracias, George.

Randall estaba de pie, esperando, cuando el doctor Jeffries regresó a la oficina.

—Hummm… este asunto de un reemplazo… tendré que pensarlo un poco. Será muy difícil conseguir al hombre adecuado. Permítame reflexionar; tal vez haga yo unas cuantas preguntas por aquí y por allá. Podríamos discutirlo más objetivamente por la mañana y tomar alguna decisión. ¿Le parece bien?

—Perfectamente —dijo Randall. Estrechó la mano del profesor y, mientras caminaban hacia la puerta, preguntó casualmente—. A propósito, doctor Jeffries, esta novia del doctor Knight (Valerie Hughes se llama, ¿verdad?), ¿acaso sabe usted dónde vive?

—Me temo que no. Sin embargo, ella trabaja en el departamento de libros de Sotheby and Company… Usted sabe, la casa del almoneda que está en la calle New Bond. A decir verdad, recuerdo que en alguna ocasión Florian me dijo que allí fue donde la conoció. Él siempre ha frecuentado ese lugar para ver los nuevos materiales bíblicos que ponen a la venta, con la esperanza de encontrar alguna ganga. Él es coleccionista de estos materiales, hasta donde sus ingresos se lo permiten. Sí, en Sotheby es donde conoció a esa joven. —El doctor Jeffries abrió la puerta de la oficina—. Si está usted desocupado, señor Randall, y le apetece cenar con alguien, me encantaría que nos reuniéramos en mi club.

—Muchísimas gracias, doctor Jeffries. Tal vez en otra ocasión. Hoy estaré ocupado… será mejor que vea yo a algunas gentes esta tarde y por la noche.

A las cuatro y media de la tarde, Steven Randall llegó a su destino en la calle New Bond.

Entre una tienda de antigüedades y un expendio de periódicos de W. H. Smith & Son estaban las puertas dobles que conducían a la casa de subastas más antigua del mundo. Arriba de la entrada estaba la cabeza de basalto de una diosa solar egipcia. Randall había leído que la arcaica pieza había sido subastada en una ocasión, pero que nunca había sido recogida por su comprador, así es que finalmente los propietarios la colocaron sobre su puerta de entrada y la usaron como su emblema. Debajo de la diosa había un letrero que indicaba que allí era Sotheby & Co., y a ambos lados del nombre de la compañía estaba el domicilio, con un número 34 y un número 35.

Randall entró apresuradamente, cruzó el pasillo con piso de mosaico y el tapete con una leyenda tejida (SOTHEBY 1844), y pasó a través de las puertas interiores. Tomando el pasamanos de madera, empezó a ascender la escalera alfombrada de verde hacia la Nueva Galería.

Arriba, los salones de exhibición estaban atestados de gente, y parecían estar poblados únicamente por hombres. Había un grupo de ellos alrededor de una colección de joyas, y muchos otros estaban estudiando con lupas los artículos sueltos. Había guardias de uniformes azules y galones dorados paseando entre los concurrentes, quienes sostenían abiertos los verdes catálogos mientras observaban las pinturas que pronto serían subastadas. Un caballero anciano estaba examinando varias monedas raras en una vitrina abierta.

Randall buscó alguna mujer entre los empleados, pero no vio a ninguna. Comenzaba a preguntarse si el doctor Jeffries no se habría equivocado acerca del empleo de Valerie Hughes, cuando se dio cuenta de que alguien le hablaba.

—¿Puedo ayudarle, señor? —Su interlocutor, de mediana edad, con un ligero acento londinense, era una especie de oficial, enfundado en una larga levita gris—. Soy uno de los conserjes. ¿Hay algo en particular que desee usted ver?

—Hay
alguien
a quien quisiera ver —dijo Randall—. ¿Trabaja aquí una tal señorita Valerie Hughes?

La cara del conserje se iluminó.

—Sí, sí, ciertamente. La señorita Hughes está en el Departamento de Libros, inmediatamente después del Salón Principal de Subastas. ¿Me permite mostrarle el camino?

Caminaron a través de un salón adyacente que tenía las paredes tapizadas con fieltro rojo y estaba lleno de visitantes.

—¿Qué es lo que hace la señorita Hughes en Sotheby? —preguntó Randall.

—Es una chica muy lista. Durante algún tiempo fue recepcionista en el mostrador del Departamento de Libros. Cuando un particular trae un lote de libros para ponerlos a la venta, lo atiende una recepcionista. Ella, a su vez, convoca a uno de nuestros ocho expertos en libros para que establezca el valor, ya sea de cada uno de los libros o de todos en conjunto. Evidentemente, la señorita Hughes sabía de libros raros tanto como nuestros más documentados expertos, así que cuando hubo una plaza disponible, a ella la promovieron al puesto de experta en libros. Éste, señor, es el Salón de los Libros.

Era una sala de subastas de tamaño regular, con bustos de Dickens, Shakespeare, Voltaire y otros inmortales adornando la parte superior de los estantes. Los propios estantes estaban atiborrados con paquetes de libros que pronto se pondrían a la venta. En el centro de la pieza había una mesa en forma de U, a la cual se sentaban los principales compradores durante las subastas; en el extremo abierto de la mesa había una tribuna de madera para el subastador. A un lado de la tribuna se encontraba un escritorio tipo Bob Cratchit, con un banco alto, para uso del dependiente encargado de cobrar el dinero a los mejores postores.

Randall se percató de la presencia de dos hombres de edad avanzada y una mujer joven que estaban clasificando libros; tal vez preparando los nuevos catálogos.

—La llamaré —dijo el conserje—. ¿Quién le digo que la busca?

—Dígale que Steven Randall, de los Estados Unidos. Dígale que soy amigo del doctor Knight.

El conserje fue a llamar a Valerie Hughes. Randall lo observó murmurándole al oído y luego vio cómo ella levantaba confusamente la mirada. Finalmente, la señorita Hughes inclinó afirmativamente la cabeza y puso a un lado su libreta de notas. Mientras el conserje desaparecía de la sala, ella se dirigió a Randall, quien caminó apresuradamente para encontrarla a la mitad del camino, junto a la mesa en forma de U.

Ella era pequeña y regordeta, tenía el cabello corto y áspero, anteojos exageradamente grandes, nariz y boca graciosas y tez aterciopelada.

—¿Señor Randall? —preguntó ella—. No… no recuerdo que el doctor Knight lo haya mencionado jamás.

—El doctor Knight escuchó mi nombre por primera vez ayer, de boca del doctor Bernard Jeffries. Acabo de llegar de Nueva York y yo soy quien tenía que reunirse con el doctor Knight y trabajar con él en Amsterdam.

—Oh —dijo ella llevándose la mano a la boca. Parecía asustada—. ¿Lo envió el doctor Jeffries?

—No, él no tiene idea de que estoy aquí. Yo averigüé dónde trabajaba usted y me propuse verla por mi propia cuenta. Me presenté como un
amigo
del doctor Knight porque en verdad deseo ser su amigo. Necesito su ayuda, y la necesito mucho. Yo pensé que si me acercaba a usted y le explicaba qué es lo que pretendo hacer y cuánto me interesa la colaboración del doctor Knight…

—Lo lamento mucho; es inútil —dijo ella tristemente—. El doctor Knight está demasiado enfermo.

—No obstante, escúcheme. Estoy seguro de que él le ha hablado acerca del… del proyecto secreto… Bien, supongo que no hay peligro en mencionarlo por su nombre… Resurrección Dos… del cual se enteró apenas ayer…

—Sí, algo me dijo —admitió ella tentativamente.

—Entonces, escúcheme… —dijo Randall con apremio.

En voz baja comenzó a hablarle de sí mismo y de su profesión. Le explicó cómo fue que Wheeler lo había involucrado en el proyecto y le habló acerca de la llamada telefónica que el doctor Jeffries hizo al barco la noche anterior. Asimismo, le informó del asombro del doctor Jeffries durante la junta de esta tarde y de la desilusión sufrida a causa de que Knight no pudiera asumir su nueva tarea. Randall continuó hablándole de la manera más persuasiva, sincera y amable que le fue posible.

—Señorita Hughes —concluyó Randall—, si Florian Knight está en realidad tan gravemente enfermo como usted lo aseveró ante el doctor Jeffries, entonces, créame, ya no la molestaré con este asunto. ¿Está
realmente
tan enfermo?

Valerie miró fijamente a Randall, y sus ojos se comenzaron a llenar de lágrimas tras aquellos grandes anteojos.

—No, no es eso —dijo ella con voz entrecortada.

—Entonces, ¿puede usted decirme qué es?

—No puedo; en verdad no puedo, señor Randall. Le he dado mi palabra, y Florian lo es todo para mí.

—¿No cree usted que él se interesaría en Resurrección Dos?

—Lo que importa no es lo que yo crea, señor Randall. Si de mí dependiera, lo tendría dentro del proyecto en dos minutos, puesto que ése es justamente el tipo de actividad que a él le gusta. Eso es lo que a él le interesa más que ninguna otra cosa en la vida, y para lo cual es tan eficiente. El ver terminado este trabajo le ayudaría también a él, pero yo no puedo decirle qué es lo que más le conviene.

—Puede intentarlo.

Valerie sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y se lo llevó a la nariz.

—Oh, no sé; no sé si me atreveré.

—Entonces, permítame que yo lo intente.

—¿Usted? —dijo ella asombrada ante tal sugerencia—. Yo… yo dudo que Florian reciba a alguien.

—Él no recibiría al doctor Jeffries, para lo cual podría tener sus razones; pero yo soy alguien más. Yo respeto al doctor Knight
y
lo necesito.

Valerie le guiñó un ojo.

—Supongo que no hay nada que perder —dijo ella con titubeos—. Yo desde luego quiero que él esté con usted en Amsterdam, por su propio bien —la actitud de decisión se reflejó en su rechoncho rostro—. Sí —agregó—. Trataré de hacer que lo reciba. ¿Tiene usted papel y lápiz?

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