Authors: Irving Wallace
—Demasiado grande, demasiado lleno, demasiada música de cuerda —sus rasgos, normalmente rígidos, se suavizaron—. El Atlantique es más íntimo —se quitó sus anteojos de carey—. ¿No le gustaría algo más íntimo?
Estaban en un reservado del Cabaret de l'Atlantique, cerca de una minúscula pista de baile donde un solitario pianista francés tocaba
Mélancolie
, la obsesiva canción parisiense. Ambos estaban terminando un segundo escocés con hielo, y Randall se sentía relajado.
Conforme sostenían su pequeña charla, Randall disfrutaba una vez más del Cabaret de l'Atlantique, que se había convertido en su refugio favorito a bordo del S. S.
France
. Estaban sentados entre las dos barras. La barra-cantina era la que estaba arriba y enfrente, apartada en un rincón oscuro. Tres o cuatro pasajeros estaban sentados sobre sendos banquillos, y el apuesto camarero, que lucía el porte de una estrella de la Comédie Française, estaba atendiendo a uno de los parroquianos, identificando a su solicitud las banderas en miniatura de todas las naciones que decoraban el muro de esa barra. Detrás de Randall estaba la barra de alimentos, en forma de herradura, que abría a la medianoche y donde un típico
chef
francés servía a los noctámbulos sopa de cebolla, salchichas y otras delicias similares.
—De cualquier manera, Steven, a las seis de la mañana atracaremos en Southampton —Randall escuchó decir a Naomí—. Después de la revisión de pasaportes, desembarcaremos para pasar la aduana a las ocho. No sé si el señor Wheeler tendrá lista una limosina con chófer para llevarnos a Londres, o si tendremos que tomar el tren en la Estación Victoria. Una vez que lleguemos a Londres, a usted lo registraremos en el «Hotel Dorchester». El señor Wheeler y yo permaneceremos en la ciudad sólo el tiempo suficiente para llevarlo al Museo Británico y presentarlo a los doctores Jeffries y Knight. Cuando estemos seguros de que usted ya está debidamente instalado, nosotros nos iremos. Tenemos que llegar a Amsterdam cuanto antes. Usted puede quedarse con los doctores Jeffries y Knight, formularles cualquier pregunta que desee, grabar sus respuestas, y permanecer hasta el día siguiente para agregar lo que usted requiera, antes de seguirnos hacia Amsterdam. Estoy segura de que encontrará muy interesantes las sesiones con esos caballeros.
—Eso espero —dijo Randall. Los dos tragos le habían hecho sentirse a gusto, y él quería continuar así. Llamó al camarero, y le preguntó a Naomí—: ¿Tomamos otra?
Ella inclinó la cabeza, asintiendo afablemente.
—Yo te acompaño todo el tiempo que tú quieras.
Randall ordenó la siguiente ronda y enfocó su atención nuevamente hacia Naomí, preguntándole:
—Esos británicos con los que tengo que reunirme… ¿Hay algo que deba yo saber acerca de sus antecedentes y sus funciones precisas en Resurrección Dos?
—Sí, más vale que te ponga al corriente… antes de que me deslice debajo de la mesa.
—No parece que estés…
—Nunca parece que me haya tomado yo una copa —dijo Naomí—. Nunca bebo. Pero estoy empezando a sentirme atolondrada. Sea como fuere, ¿dónde estábamos? Sí. Primero, el doctor Bernard Jeffries. Él es uno de los teólogos más importantes del mundo; un experto en las lenguas del siglo primero en Palestina… Tú sabes, el griego, que utilizaban los romanos de la ocupación; y el hebreo, que usaban los líderes de las sinagogas judeopalestinas; y el arameo, una forma de hebreo, que tanto la gente común como Jesús hablaban. Jeffries es un hombre grisáceo, de cabeza pequeña y rasgos abruptos, usa un bastón de Malaya y tiene cerca de setenta años de edad… es un viejo adorable; decano de la Escuela de Estudios Orientales de la Universidad de Oxford. Para ser más exacta, Jeffries ostenta el título de Catedrático de Hebreo, y es, además, Director de la Honorable Escuela de Teología. En resumen, él es lo mejor que existe en su ramo.
—¿Son las lenguas su ramo?
—De hecho, es mucho más que eso, Steven. Jeffries no es sólo un filólogo. Es, además, papirólogo; es un experto en las Sagradas Escrituras y las religiones comparativas. Él encabezó el comité internacional que tradujo los documentos de Petronio y Santiago. Ya te lo dirá él mismo. Sin embargo, pese a que él es el decano, no será tan importante en tu vida como su protegido, el doctor Florian Knight.
La tercera ronda de tragos había llegado y Randall brindó con Naomí, chocando su vaso de escocés contra el de ella; ambos bebieron.
—Ahora bien —resumió Naomí—, el doctor Knight es otra cosa. Él es lo que en Oxford llaman un asociado bajo tutelaje; es decir, que él prepara (o ha estado preparando) la mayoría de las conferencias y cátedras del doctor Jeffries en la Escuela de Estudios Orientales. Knight fue seleccionado por el propio doctor Jeffries para convertirlo en su sucesor. El doctor Jeffries debe jubilarse a los setenta años de edad (para convertirse en profesor emérito) y entonces, creemos nosotros, al doctor Knight se le otorgará el nombramiento de Catedrático. De cualquier forma, el doctor Florian Knight es tan diferente del doctor Jeffries como el día lo es de la noche.
—¿Cómo es eso?
—En apariencia, en temperamento, en todo. El doctor Knigth es uno de esos precoces y excéntricos genios ingleses. Es muy joven para ser lo que es. Tal vez tiene unos treinta y cuatro años. Su apariencia es muy similar a la de Aubrey Beardsley. ¿Has visto alguna vez un retrato de Beardsley? Corte de pelo a lo Buster Brow, ojos hundidos, nariz aguileña, labio inferior prominente, grandes orejas y largas y delgadas manos. Bien, ése es el doctor Florian Knight. Además, tiene una voz chillona, maneras templadas, y es nervioso, aunque es una absoluta maravilla en lenguas y erudición acerca del Nuevo Testamento. Así que lo que sucedió fue lo siguiente: Hace dos años, el doctor Jeffries necesitaba a alguien que se encargara de sus investigaciones (y que participara en su comité de traducciones) en el Museo Británico, donde tienen invaluables códices primitivos del Nuevo Testamento. Él hizo los arreglos para que al doctor Knight se le concediera una licencia en Oxford, y pudiera mudarse a Londres y trabajar en el museo como lector…
—¿Lector? ¿Qué es un lector?
—Es el nombre que los británicos dan a los investigadores. De cualquier forma, mañana conocerás al doctor Knight, y luego él te acompañará a Amsterdam como uno de tus consultores. En él encontrarás una valiosísima fuente de material que podrás utilizar en la preparación de tu campaña de publicidad. Estoy segura de que te llevarás bien con él; aunque, oh, sí, hay una pequeña dificultad. El doctor Knight está bastante sordo (una desgracia, en una persona tan joven) y utiliza un audífono, del cual está muy consciente y que a menudo lo hace tornarse quisquilloso. Pero te las arreglarás con él; te lo ganarás. Creo que tú eres bueno para eso.
Naomí levantó su vaso vacío y lanzó a Steven una mirada inquisitiva.
—Okey
—dijo Randall—. Yo también aguanto otro.
Steven comenzó a hacer señales hacia la barra hasta que el camarero lo vio y se dio por enterado de la nueva orden, y luego devolvió su atención a Naomí Dunn, cuyo recogido cabello castaño, complexión oscura, nariz recta y labios delgados todavía le daban un aire de severidad. Sin embargo, de alguna manera, después de tres escoceses sus ojos grises eran más tolerantes, y su aspecto delicado y relamidamente religioso había cambiado. Su curiosidad acerca de ella había crecido. Naomí nada había revelado acerca de sí misma, como mujer, en los casi cinco días de travesía. Steven se preguntó si finalmente descubriría algo.
—Basta de negocios, Naomí —dijo él—. ¿Podemos hablar de algo más?
—Si tú gustas. ¿De qué quieres hablar?
—Primero de mí, y de lo que yo te parezco. Esta última observación que hiciste… Dijiste que pensabas que no tendría problemas para ganarme a Florian Knight; dijiste que creías que yo era bueno para eso… ¿Qué se supone que quieres decir con eso? ¿Es sarcasmo?; ¿es un cumplido?
Antes de que Naomí pudiera responder, el camarero apareció y sirvió los nuevos escoceses, retirando los vasos vacíos.
Cuando el camarero se había ido, Naomí sostuvo su vaso pensativamente, y luego levantó la cabeza.
—La primera vez qué te vi no me interesaste mucho. Estaba prejuiciada desde antes de conocerte. Detesto a los publicistas, porque vienen de un mundo falso y fantasioso. Juegan al prestidigitador con el público. No sustentan nada verdadero ni honesto.
—Eso es verdad, casi siempre.
—Bien, ahí estabas tú, demasiado exitoso, demasiado arrogante, demasiado desinteresado en los seres humanos. Simplemente te odiaba. Parecías tan superior a nosotros… como si sólo fuéramos un puñado de estúpidos y locos religiosos.
Randall no pudo evitar una sonrisa.
—Es curioso —dijo él—. La primera vez que te vi sentí que te desagradé… por ser un simple seglar, sin devoción, sin sentido misionero —hizo una pausa—. Bien, ¿y todavía piensas lo mismo acerca de mí?
—Si todavía lo pensara, no podría hablar como lo he hecho —dijo ella con candor—. El encontrarme junto a ti en este viaje me ha dado otra perspectiva de tu persona. Por una parte, siento que estás avergonzado de tu vocación.
—En cierto sentido eso es verdad.
—Y he pensado que eres más vulnerable y sensible de lo que al principio hubiera imaginado. En cuanto a mi observación en el sentido de que eres capaz de ganarte a Knight, puesto que eres bueno para eso… lo dije como un cumplido. Tú puedes ser encantador.
—Gracias; brindaré contigo por eso.
Ambos bebieron lentamente.
—Naomí, ¿cuánto tiempo has estado con Wheeler en Mission House?
—Cinco años.
—¿Qué hacías antes?
Ella cayó en un breve silencio, y luego lo miró directamente.
—Era monja, monja franciscana, durante… durante dos años. Me llamaban Hermana Regina. ¿Te asombra?
Estaba más que asombrado, pero trató de no demostrarlo.
Dio un gran sorbo a su vaso, con la mirada todavía fija sobre ella, y se percató de que en todas sus recientes e inesperadas fantasías de desvestirla (puesto que era tan estirada y relamida), siempre la había imaginado en un largo hábito de monja, antes de desnudarla.
Randall no contestó a la pregunta; en cambio, inquirió:
—¿Por qué lo dejaste?
—No tuvo nada que ver con la fe. Soy tan religiosa como siempre lo he sido… Bueno, casi. Fue simplemente que yo no nací para la rutina estricta y la disciplina severa del convento. De hecho, una vez que tomé mi decisión (esto significó el mandar una carta al Papa solicitando una dispensa, la cual me fue concedida automáticamente), pensé que mi regreso al mundo secular sería fácil. Después de todo, yo no estaba sola. Hay alrededor de un millón doscientas mil monjas esparcidas por todo el mundo, y en el año en que yo renuncié a la vida religiosa fui sólo una de las siete mil que también dimitieron. Pero fue difícil… el reingreso a la crisis. Ya no más rutinas ni reglas disciplinadas. Ya no más oraciones, actividades, vestidos, comidas, períodos de soledad, todo está prescrito. De la noche a la mañana tuve que pensar por mí misma, llenar mis propios días, dejar de sentirme desnuda al vestir faldas muy cortas, acostumbrarme a los juegos masculinos. Yo me especialicé en el idioma inglés durante mis años universitarios, antes de ingresar en el convento, y después me pareció natural el dedicarme a alguna actividad editorial. El empleo en Mission House me sentó muy bien. Así que tú verás que…
Naomí se vio interrumpida por una chillona voz que llegaba desde la puerta del cabaret.
—¡Ahí estás! —era la voz de Darlene Nicholson que, vistiendo un ajustado pullover que destacaba la prominencia de su busto y unos apretados pantalones, entró rápidamente dirigiéndose hacia ellos.
—Te he estado buscando por todas partes —le dijo a Randall—. ¿Todavía estás trabajando?
—Acabo de terminar —dijo Randall—. Anda, acompáñanos con un trago.
—No, gracias; todavía estoy cruda de anoche. Me asombra que tú no lo estés, querido.
—Yo estoy bien…
—Sólo quería decirte dónde voy a estar —dijo Darlene, buscando en su bolso el programa del día—. Van a exhibir esa simpática película que disfrutamos tanto el mes pasado; la que vimos en la Tercera Avenida, ¿te acuerdas? Ésa que trata de la muchacha joven que se involucra con un hombre casado que se ostenta como viudo.
—Ah, sí —dijo Randall desanimadamente.
—Pensé que me gustaría verla de nuevo —Darlene examinó el programa—. Maldita sea, hace cuarenta y cinco minutos que empezó. Bueno, supongo que alcanzaré el final. De todas formas ésa es la mejor parte —metió el programa en su bolso, se agachó y dio a Randall un húmedo beso en la boca— Nos veremos cuando vayamos a cambiarnos para la cena.
Ambos esperaron hasta que Darlene se había ido. Randall tomó su vaso y miró a Naomí, incomodado.
—Pues sí, Naomí, ¿me estabas diciendo…?
—Olvídalo. Ya te he dicho suficiente —Naomí bebió lo que le restaba de escocés y estudió a Randall durante algunos segundos—. Tal vez me exceda yo con esto, pero siento curiosidad acerca de algo.
—Adelante.
—Siento curiosidad por saber lo que un hombre como… como tú… ve en una chica como Darlene —antes de que él pudiera contestar, ella prosiguió—. Yo sé que no es tu secretaria. También sé que ella no ha usado su camarote en este barco ni una sola vez. Supongo que ha sido tu… ¿cuál es la palabra adecuada?… amante, tu amante durante algún tiempo.
—Sí, sí es. Yo he estado separado de mi esposa durante dos años, y conocí a Darlene seis meses después de mi separación. Ahora ella vive conmigo.
—Ya veo —Naomí apretó los labios. Sin siquiera mirarlo, agregó—: ¿Hay algo más que el mero atractivo del sexo joven y fresco?
—Me temo que no mucho. Darlene y yo podemos resolver la brecha generacional solamente en la cama. Pero, bueno, ella es una chica decente y siempre es agradable tener a alguien que le haga a uno compañía.
Naomí empujó su vaso hasta la orilla de la mesa.
—Podría aguantar otro trago —dijo.
—Yo también. Nos vamos a sentir muy bien esta noche.
—Yo ya me siento bien.
Randall ordenó una vez más, y casi inmediatamente tuvieron la nueva ronda frente a ellos.
Sorbiendo su escocés, Randall miró a Naomí por encima de los anteojos.
—Yo… yo quería preguntarte algo personal. ¿Cómo te fue con los hombres después de que dejaste el convento?