La Palabra (26 page)

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Authors: Irving Wallace

Randall se preguntaba si Wheeler y los demás habrían visto el artículo de Plummer en primera plana, y en tal caso, cuáles habrían sido sus reacciones. Se preguntaba también si debería mencionar la entrevista cuando se encontrara con Wheeler, que estaría esperándolo con un automóvil en el aeropuerto de Schiphol. Dedujo que estaba perdiendo el tiempo; por supuesto que Wheeler y los otros sabrían ya acerca del artículo de Plummer.

Cinco minutos después, el avión aterrizaba suavemente sobre una de las pistas, rodando hasta la terminal. Randall y Darlene salieron a través de la pasarela móvil cubierta. De pie sobre la acera móvil, recorrieron una distancia de casi tres campos de fútbol, hasta llegar a la aduana. El letrero de vidrio amarillo sobre la computadora electrónica de manufactura italiana, que decía SOLARI 5, guió a Randall hacia el lugar donde recogería su equipaje, que en ese momento llegaba sobre la banda transportadora. El uniformado oficial holandés de aduana llegó cruzando el piso de mosaico. Su semblante franco sonreía alegremente a Randall y Darlene.

—¿Americanos? —revisó sus cuestionarios aduanales—. Ah, señor Randall, los estábamos esperando. Por favor, pasen.

Mientras seguían al maletero, Darlene suspiró con alivio.

—Temía que me quitaran todos mis cigarrillos.

Al entrar a la sala de llegadas, Randall se sintió momentáneamente desubicado. Parecía como si estuviera en una pequeña jaula de vidrio, rodeada por una jaula más grande.

Darlene lo cogió de la manga de su chaqueta deportiva.

—¿Cambiamos nuestro dinero? —preguntó ella, señalando una máquina automática de cambio de moneda.

—Wheeler se encargará de eso —contestó él—. ¿Dónde diablos estará? —Randall hizo señales a una muchacha de rostro radiante que vestía un conjunto azul marino y guantes blancos de la KLM—. ¿Dónde podríamos encontrar a un «migo que está esperándonos?

Ella los condujo hacia la más cercana de las cuatro puertas que llevaban hacia fuera a través de la pared de cristal.

Wheeler, grande y ruidoso, ya se encaminaba hacia ellos a zancadas.

—¡Bienvenidos a Amsterdam! —vociferó. Luego, bajando la voz, dijo—: Quiero que conozcan al presidente de nuestro consejo de editores, el director de Resurrección Dos; un distinguido editor religioso de Munich… insistió en acompañarme…

Randall se percató de la presencia de otra persona que empequeñecía a Wheeler; un digno caballero de por lo menos un metro noventa y tres de estatura. El caballero se había quitado el sombrero, revelando una cabellera plateada y lustrosa y delineando su redonda cabeza. Usaba anteojos sin aros sobre sus inquietos ojos, tenía una nariz puntiaguda y dientes grandes y amarillentos.

—El doctor Emil Deichhardt —anunció Wheeler, presentando a Steven Randall y a Darlene Nicholson.

El doctor Deichhardt hizo el gesto de besar el dorso de la mano de Darlene sin tocarla con los labios y luego cubrió la mano de Randall, saludando con un apretón parecido a un zarpazo; después, con un inglés algo gutural, pero muy correcto, dijo:

—Nos complace mucho tenerlo en Amsterdam, señor Randall; con usted, nuestro equipo está completo. Ahora podremos presentar al mundo entero, de la manera más efectiva posible, nuestro esfuerzo de tantos años. Sí, señor Randall; su reputación le precede.

Wheeler los instó a salir de la sala de llegadas.

—No
tenemos tiempo que perder —dijo—. Lo llevaremos directamente al «Hotel Amstel», el mejor de la ciudad, donde la mayoría de nuestros ejecutivos están hospedados. Tan pronto como haya usted desempacado, diríjase a nuestro cuartel general. Queremos que se oriente, que conozca a parte del personal clave. Después de eso… ¿a la una, Emil?… almorzará usted con los cinco editores, así como con sus consejeros en teología… también ellos estarán presentes, excepción hecha del doctor Jeffries, quien llegará dentro de unos cuantos días. Óigame, su telegrama prometía un golpe maestro; la casi certeza del reclutamiento de Florian Knight. Más tarde tendrá que decirme cómo se las arregló. Usted
es
un vendedor, ¿o no? Ya llegamos; éste es el auto.

Frente a una enorme maceta de flores, la flamante limusina «Mercedes-Benz» esperaba en la calzada. El chófer holandés tenía abiertas ambas puertas. Randall siguió a Darlene hacia el asiento posterior, y el doctor Deichhardt subió con ellos. Wheeler se acomodó en el asiento delantero.

Dejaron atrás la gigantesca torre de control por radar de Schiphol, pasaron por una moderna e irreconocible estatua negra, siguieron a través de un túnel profusamente iluminado, y pronto alcanzaron la carretera hacia Amsterdam. Wheeler y Deichhardt sostuvieron una charla trivial, fundamentalmente en relación con los planes editoriales, y a veces se dirigían a Darlene para comentar acerca del paisaje; pero Randall apenas los escuchaba.

Prefirió contenerse, conservar sus energías antes de que la extrañeza del lugar ajeno, la gente nueva y su primer día se precipitaran sobre él.

Fue un recorrido de treinta minutos hasta Amsterdam. El día era cálido; la campiña y los nuevos conjuntos residenciales estaban bañados por el sol.

Una fábrica de la IBM surgió a la vista, y después abandonaron la carretera. Se veían letreros que pasaban instantáneamente a través de la ventanilla letreros que decían JOHAN HUIZINGALAAN, POSTJESWEG, MARNIXSTRAAT y, en una esquina muy transitada, uno que decía ROZENGRACHT.

Randall oyó que Deichhardt se dirigía a Darlene.

—Estamos cerca de la casa de Anna Frank. Este canal tiene cuatro metros más de altitud que el aeropuerto. ¿Sabía usted que el aeropuerto (a decir verdad, la mayor parte de la ciudad), está bajo el nivel del mar? Estos holandeses son muy industriosos. Rozengracht…
gracht
quiere decir canal y, para su información,
straat
y
weg
quieren decir calle… y
plein
, una palabra con la que se familiarizará, significa plaza; como Thorbeckplein, que quiere decir Plaza Thorbecke.
Bitte
, ¿ve usted el tranvía delante de nosotros? ¿Ve usted la caja pintada de rojo en la parte trasera?

Randall, mirando hacia delante, observó el angosto tranvía pintado de color crema que les había hecho aminorar la velocidad.

—Eso es un buzón —continuó Deichhardt—. Los habitantes de Amsterdam corren para depositar su correspondencia en la parte trasera del tranvía. Cómodo, ¿verdad?

El «Mercedes» dio la vuelta y prosiguió por Prinsengracht, y pronto continuó por la ribera del río Amstel. Randall observaba los turísticos botes panorámicos de baja eslinga y techo de cristal que abundaban en los canales; miraba también a los holandeses que abarrotaban las calles en sus bicicletas, motocicletas y autos compactos, la mayoría de los cuales eran «DAF», de manufactura holandesa, o «Fiat» o «Renault». Randall sintió como si él fuera transitando dentro de un tanque, y contempló cómo iban pasando las casas de ladrillo con recios gabletes. Parecía como si antes nunca hubiera estado allí.

Estaban circulando sobre un puente de dimensión considerable, disminuyendo el chófer la velocidad para dar vuelta hacia la izquierda.

—Por fin hemos llegado —dijo Wheeler desde el asiento delantero—. Profesor Tulpplein, número uno; ésa es la dirección. El «Hotel Amstel», que está junto al pequeño callejón sin salida, es uno de los establecimientos más refinados de Europa. Su edificio del siglo XIX es elegante. Cuando la Reina Juliana y el Príncipe Bernardo celebraron su vigesimoquinto aniversario de bodas, recibieron a la realeza de todo el continente aquí mismo, en el «Amstel». Ahora le tenemos una sorpresa Steven. El doctor Deichhardt y yo le hemos conseguido la mejor
suite
del hotel, la
suite
real; la que usa la reina cuando la necesita. El doctor Deichhardt y yo estamos hospedados en cuartos de servicio, comparados con el suyo.

—Gracias, pero no debieron hacerlo —dijo Randall.

—Bueno, en realidad no somos tan altruistas, ¿verdad, Emil? —Wheeler guiñó un ojo al editor alemán y luego le dijo a Randall—: Existe un método que explica nuestro sacrificio. A partir de este instante sólo una cosa tiene importancia, por encima y más allá de la suprema necesidad de secreto absoluto: su preparación para la más gigantesca campaña promocional de toda la historia. Nosotros suponemos que, a partir del momento en que la noticia se haga pública, usted tendrá que recibir a cientos de representantes de la Prensa y la televisión internacionales. Queremos que los reciba como si tanto ellos como usted fuesen de la realeza, para lo cual este ambiente regio resultará muy impresionante y atractivo. Así es que usted tiene la
suite
real de la reina, que abarca los números 10, 11 y 12. La señorita Nicholson tiene una habitación adyacente. De cualquier forma, esperamos que esta escenografía lo pondrá de humor creativo, a efecto de que comience usted de inmediato.

—Haré todo lo que pueda —dijo Randall.

Se habían estacionado frente a la escalinata de piedra, los pilares y la puerta revolvente del «Amstel». El portero sostenía abierta la puerta trasera del automóvil, mientras el chófer depositaba el equipaje sobre la acera.

Randall había descendido de la limusina y estaba ayudando a Darlene a bajar cuando Wheeler le hizo un ademán. Randall se agachó nuevamente dirigiendo su atención hacia el interior del automóvil.

—Ya están registrados, Steven —dijo Wheeler—. Puede usted recoger en la administración el correo que le habíamos remitido aquí, pero no debe haber mensajes locales. Excepción hecha del aduanero del aeropuerto (que había sido alertado para dar paso inmediato a una persona muy importante que estábamos esperando) nadie más sabe que usted está en Amsterdam. Fuera de Resurrección Dos y algunos de los empleados del hotel, nadie sabe ni tiene por qué saber que usted está en la ciudad y relacionado con nosotros. Esto es de vital importancia. Si esta información se filtrara, hay ciertos elementos que harían cualquier cosa…
cualquiera
(esconderse en su suite, intervenir su teléfono, sobornar a los camareros), para obtener de usted lo que fuera posible. En calidad de nuestra futura voz pública, usted es el más vulnerable de todos nosotros. Recuerde eso siempre y dígale a su… su secretaria…

—Ella no sabe nada —dijo Randall—. Por lo que hace a las precauciones, a partir de este instante soy un hombre invisible.

—¿Puede estar listo en cuarenta y cinco minutos? —preguntó Wheeler—. Enviaremos el auto para que lo recoja. Le diré qué: telefonéeme antes de salir de su suite; yo estaré esperándolo a las puertas del «Krasnapolsky» para hacerlo entrar. Tenemos por delante muchas cosas que hacer.

Randall se quedó observando mientras la limusina «Mercedes» lentamente daba la vuelta a la curva del callejón (los autos de alquiler y los vehículos privados de los huéspedes del hotel estaban estacionados al centro de la curva) y luego desaparecía de la vista. Darlene y los porteros que llevaban el equipaje ya habían entrado en el hotel, así que Randall se apresuró tras ellos.

Dentro del vestíbulo, hizo una pausa momentánea para captar en detalle todo cuanto le rodeaba. Más allá del tapete oriental que cubría el mármol estaba una magnífica escalera alfombrada en color café que conducía a un descansillo, del cual continuaban las escaleras en dos direcciones hacia una especie de
mezzanine
que se podía ver desde abajo. A la derecha, los dos porteros estaban esperando con el equipaje, y cerca de ellos, en un pasillo abovedado, Darlene estaba examinando una exhibición de bolsos de mano que había en un aparador iluminado. Inmediatamente a la izquierda de Randall estaba la pequeña mesa de recepción, junto a la cual se hallaba el mostrador del cajero, donde los dólares podían cambiarse por florines y desde el cual se remitían los telegramas.

Randall se acercó a la mesa de recepción.

—Soy Steven Randall —dijo—. Creo que ya he sido registrado.

El encargado hizo una pequeña inclinación.

—Sí, señor Randall. Hemos estado reteniendo su correspondencia —respondió, entregándole un paquete de gruesos sobres, a los cuales Randall echó un vistazo.

Oficina, oficina, oficina, todos venían de Randall y Asociados en Nueva York; de Wanda Smith, Joe Hawkins, y uno de Thad Crawford, triplemente grueso, que indudablemente contenía el borrador del contrato con Cosmos Enterprises.

Randall estaba marchándose cuando el encargado lo llamó:

—Señor Randall, casi olvidaba esto que había en su apartado. Un mensaje para usted…

—¿Un mensaje?

Randall estaba intrigado. Las últimas palabras de Wheeler le resonaban todavía en los oídos: «No debe haber mensajes locales… nadie sabe ni tiene por qué saber que usted está en la ciudad.»

—Un caballero lo dejó aquí hace una hora. Le está esperando en el bar.

El encargado le entregó el mensaje, que estaba en forma de tarjeta de visita. Randall miró con atención el nombre delicadamente grabado en el centro de la tarjeta: CEDRIC PLUMMER, ESQ., y en la esquina inferior izquierda: LONDON. A la derecha, manuscritas en tinta morada, las palabras: «A la vuelta.»

Randall giró la tarjeta. El mensaje estaba escrito con una caligrafía nítida y decía:

«Estimado señor Randall… Saludos. Buena suerte con Resurrección Dos. Ellos en verdad requieren de asesoría en relaciones públicas. Le ruego venga a verme en el bar para discutir brevemente un asunto urgente de interés mutuo. Plummer.»

¡Plummer!

Perplejo, Randall se guardó la tarjeta en el bolsillo. Claramente evocaba (como si todavía fuera la noche anterior) la primera plana del
London Daily Courier
. Exclusiva de Nuestro Corresponsal, Cedric Plummer. Amsterdam, junio 12. La entrevista con el reverendo Maertin de Vroome acerca del rumor de una nueva Biblia.

¿Cómo diablos sabía Plummer que llegaría a Amsterdam hoy? Y en el mensaje de Plummer, algo que éste no había mencionado en su nota de anoche: el nombre en clave de Resurrección Dos…

Randall lo tomó con serenidad, aunque momentáneamente había sentido pánico. Su instinto de supervivencia le había indicado que telefoneara a Wheeler inmediatamente, pero Wheeler no estaría todavía en su oficina. El siguiente impulso que sintió fue el de refugiarse en la soledad y la seguridad de su suite. Al mismo tiempo, sabía que no podría esconderse ahí indefinidamente.

Comenzó a tranquilizarse. Cuando había un enemigo, uno debía afrontarlo con toda la apariencia de fortaleza y, de ser posible, aprovecharlo. Prevenido, armado de antemano. Además, sentía curiosidad por conocer la cara del enemigo.

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