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Authors: Irving Wallace

La Palabra (66 page)

—Desde hace tiempo he estado planeando concurrir, como representante de nuestra república monástica de Monte Atos, a un concilio eclesiástico de la Iglesia Ortodoxa Griega, que será presidido por mi superior y amigo, Su Santidad, el Patriarca de Constantinopla. Es imperativo que yo asista a las sesiones junto con los metropolitanos de la Iglesia. Debemos hacer cualquier esfuerzo por unir más a nuestros cerca de ocho millones de fieles. La sesión de apertura del concilio se llevará a cabo en Helsinki dentro de siete días, y yo debo salir de Atenas rumbo a Helsinki dentro de cinco.

El viejo abad se puso en pie lentamente. Randall pensó que seguramente escondía una sonrisa detrás de su espesa barba.

—Así es que, señor Randall —continuó el abad—, he estado considerando la posibilidad de salir de aquí un día antes, dentro de cuatro días, para hacer una breve desviación. Después de todo, podría decirse que Amsterdam queda en camino a Helsinki, ¿verdad? Sí, iré allá para examinar el papiro original y decirle si se trata de un milagro o de un engaño… Ahora, señor Randall, debe descansar antes de la cena. Estamos preparando para usted nuestra especialidad favorita. ¿Ha probado el pulpo cocido alguna vez?

Randall había esperado que, al regresar a Amsterdam y a su empleo en el «Hotel Krasnapolsky» tres días después, encontraría a George L. Wheeler y a los otros cuatro editores furiosos por haberse ausentado sin el consentimiento de ellos.

En cambio, la reacción de Wheeler lo había tomado completamente por sorpresa.

En realidad, Randall había vuelto la noche anterior (había salido del Monte Atos al amanecer del lunes y había llegado a Amsterdam en la noche del martes) y había querido enfrentarse a Wheeler de inmediato, para continuar con la escena impostergable que le esperaba con Ángela Monti. Pero el viaje de regreso, la pérfida bajada de la montaña a horcajadas sobre una mula, la travesía en la lancha privada y luego en el vapor costero, el vuelo en avión de Salónica a París, el transbordo, el vuelo a Amsterdam y el recorrido en taxi desde el Aeropuerto Schiphol hasta su hotel, había sido más agotador que el viaje de ida.

Había regresado a su
suite
sucio, tambaleándose de fatiga y sin ánimos de enfrentarse a Wheeler o a Ángela. Estaba demasiado exhausto incluso para tomar una ducha. Se había dejado caer en la cama, quedándose dormido hasta la mañana siguiente.

Al dirigirse a su oficina en el «Krasnapolsky», había decidido que aún no estaba listo para discutir con Ángela. Primero lo primero, se dijo a sí mismo. Debían hacerse dos pruebas de fe; una acerca de la validez de la Palabra, y otra acerca de la honestidad de Ángela. Y era importante enfrentarse primero a la de la Palabra.

Desde el cuarto de recepción de las oficinas de los editores, Randall había hecho una llamada interna a Ángela, la había saludado, había ignorado su calurosa bienvenida y le había explicado que estaría ocupado con los editores todo el día (puesto que él sabía que en realidad no lo estaría y no quería verla cuando regresara a su oficina, le había pedido que hiciera una investigación en la Netherlands Bijbelgenootschap, la Sociedad Bíblica). En cuanto a una cita para esta noche, había estado evasivo. Le dijo que quizás estaría todavía ocupado, pero que él la avisaría.

Una vez hecho eso, se dirigió a la oficina de Wheeler preparado para lo peor, pero se llevó una sorpresa.

Impulsivamente, había hablado de un hilo, sin dar al editor oportunidad de que lo interrumpiera, diciéndole dónde había estado y qué había hecho durante los últimos cinco días.

Wheeler lo había escuchado con interés benigno y le había respondido de una manera casi congratulatoria.

—No, no me preocupa el que usted haya descuidado su trabajo publicitario. A ninguno de nosotros le molesta. Creo que es mucho más importante que usted se convenza a sí mismo de que nada malo sucede aquí. Después de todo, no podemos esperar que se entregue de lleno a la venta de un producto, a menos de que crea en él totalmente.

—Gracias, George. Una vez que el abad Petropoulos haya visto y autenticado el fragmento, estaré totalmente convencido.

—Ésa es otra cosa por la que podría yo decir que le estamos sumamente agradecidos. Siempre quisimos sacar a Petropoulos de su ermita, simplemente para que él también comprobara la traducción, pero nunca pudimos lograrlo. Usted tuvo éxito donde nosotros fracasamos, así que sólo podemos estar agradecidos por su iniciativa. No es que jamás hayamos tenido dudas acerca del papiro, pero será un adorno el tener al abad dentro de nuestro proyecto, y un placer el ver que él despeje la última duda que a usted le queda.

—Es muy bondadoso de su parte, George. Compensaré el tiempo perdido y estaremos listos para el día del anuncio.

—El día del anuncio. Todos nos sentiremos mucho mejor cuando eso haya pasado ya. Mientras tanto, aunque tengamos que permanecer cautelosos, creo que ya todos podremos respirar mejor.

—¿Por qué? —inquirió Randall.

—En cuanto al asunto de Hennig, tenemos ya un plan factible para protegerlo del chantaje de Plummer; y con respecto al Judas de la oficina, ese hijo de puta de Hans Bogardus, lo hemos despedido. Lo echamos fuera de aquí en cuanto regresamos de Maguncia.

—¿De veras?

—Bueno, hizo un escándalo y nos amenazó con descubrir lo que supuestamente sabe, tal como lo hizo con usted, y nos advirtió que informaría a De Vroome y a Plummer acerca del tal error fatal, y que ellos nos arruinarían en el instante en que la nueva Biblia saliera al público. Le dijimos que adelante, que lo intentara, pero que los esfuerzos de sus amigos de nada servirían, porque una vez que vieran la Biblia se darían cuenta de que era invencible. Sea como fuere, echamos a Bogardus.

Jamás había estado tan impresionado. Que los editores no hubieran temido a Bogardus y que estuvieran deseosos de recibir al abad Petropoulos para que examinara el pergamino, casi había restaurado por completo la fe de Randall en el proyecto. Había una última petición que hacer.

—George, tengo la fotografía del Papiro número 9 en mi portafolio…

—No debería andar acarreando por ahí algo tan preciado. Debería guardarla bajo llave en su archivo a prueba de fuego.

—Lo haré, pero antes quisiera compararla con el fragmento original del papiro que está en la bóveda. Querría ver si el original es más fácil de leer. Es decir, me gustaría saber qué es lo que tendrá el abad para trabajar.

—¿Quiere echarle un vistazo al original? Por supuesto, si eso lo va a hacer feliz. No hay problema. Déjeme telefonear al señor Groat a la bóveda y decirle que saque el original y lo tenga listo. Luego bajaremos al sótano para que usted pueda verlo. Le advierto que no habrá mucho que ver. Es casi imposible descifrar algo en un pedazo antiguo de papiro, a menos que uno sea un experto, como Jeffries o Petropoulos. Sin embargo, sentirá usted una gran emoción simplemente al contemplarlo… un pedazo de manuscrito del año 62 A. D. que contiene las palabras, las verdaderas palabras que escribió el hermano de Jesús. Será una experiencia que querrá contarles a sus nietos algún día. Muy bien, déjeme localizar al señor Groat, y luego iremos abajo.

Todo esto había ocurrido antes de las diez de la mañana.

Ahora, a las diez con ocho minutos, Randall y Wheeler bajaban con el ascensor hacia el sótano del «Hotel Krasnapolsky», donde una bóveda especialmente construida salvaguardaba los tesoros que habían hecho de Resurrección Dos y el Nuevo Testamento Internacional una realidad.

El ascensor automático hizo una parada suave y la puerta se abrió. Randall siguió a Wheeler dentro del sótano, donde contestaron el saludo del oficial de seguridad que se hallaba armado y sentado en una silla plegadiza.

Caminaron estruendosamente a través del piso de cemento del lóbrego sótano, enviando con los tacones reverberaciones a través del pasaje subterráneo. Al dar vuelta a una esquina hacia un segundo corredor, avistaron un deslumbrante cuadrado de luz fluorescente que brillaba desde el distante fondo.

—La bóveda —explicó Wheeler.

Al acercarse al cuadrado de luz, Randall pudo distinguir la enorme puerta de la bóveda, a prueba de fuego, con su cerrojo plateado y su disco de combinación de seguridad, en blanco y negro, que se hallaba entreabierta. De pronto, del hueco de la bóveda emergió la figura rechoncha de un hombre que cruzó la puerta y se apresuró a encontrarlos.

Asombrados, Randall y Wheeler se detuvieron, mientras Randall miraba con la boca abierta al hombre cuyo plano tupé estaba desacomodado y cuyos bigotes de cepillo le bailaban sobre la boca. Se trataba del señor Groat, el celador de la bóveda, que corría con la chaqueta abierta, dejando entrever la funda de su revólver.

Patinando, se detuvo frente a ellos, con tantos jadeos que no podía articular las palabras que quería decir.

Wheeler lo agarró de los hombros.

—Groat, ¿qué demonios sucede?

—Mijnheer Wheeler
! —gritó Groat—.
Help! Ik ben bestolen! Politie
!

Wheeler lo sacudió fuertemente.

—¡Maldita sea, hombre, hable en inglés!
Spreek Engels
!

—Auxilio… necesitamos ayuda —jadeó el rechoncho holandés—. Me… nos.., han robado. ¡La Policía, debemos llamar a la Policía!

—Maldita sea, Groat, este lugar está lleno de policías —dijo Wheeler enojado—. ¿Qué sucedió? Contrólese y dígame qué es lo que ha ocurrido.

Groat tuvo un ataque de tos que finalmente logró controlar.

—El papiro… el Papiro número 9… falta… ¡Ya no está! ¡Lo han robado!

—¡Usted está loco! ¡No puede ser! —bramó el editor.

—Lo he buscado por todas partes… por todos lados —susurró Groat—. No está en la gaveta que le corresponde… tampoco está en las otras gavetas… no está en ninguna parte.

—No lo creo —interrumpió Wheeler—. Iré a ver.

Wheeler caminó apresuradamente, seguido por el aterrorizado celador.

Randall los siguió lentamente, tratando de comprender lo acontecido.

Al llegar a la puerta abierta de la bóveda, Randall escudriñó la cámara a prueba de fuego y robo. Tenía por lo menos seis metros de fondo y tres de ancho, y estaba construida de hormigón reforzado con acero. Había unas hileras de gavetas metálicas que, según había oído Randall, estaban recubiertas con asbesto. Cuatro lámparas fluorescentes colocadas en el techo de hormigón brillaban sobre una larga mesa rectangular, cubierta con una superficie de mate blanco, donde yacían aproximadamente una docena de oblongos de vidrio plano.

La atención de Randall se concentró en la actividad de Wheeler y el celador de la bóveda.

Groat iba tirando hacia fuera una tras otra de las anchas gavetas cubiertas con vidrio, mientras Wheeler examinaba lo que contenían. Los dos se movían de una gaveta a otra, y el editor se veía cada vez más frustrado y apoplético.

Preguntándose si podría existir algún otro lugar dentro de la cámara donde el papiro se pudiera haber traspapelado, o incluso escondido, Randall examinó la bóveda una vez más. Había dos respiradores en lo alto del muro izquierdo debajo de los cuales, a la altura de los ojos, había una serie de discos e interruptores eléctricos, que sin duda servían para controlar la humedad de los invaluables y quebradizos papiros. El piso de piedra estaba limpio.

Randall retrocedió cuando el editor, con el rostro oscuro y preocupado, y el estupefacto y corpulento celador se encaminaron hacia él.

—Es imposible, pero Groat tiene razón —gruñó Wheeler—. Ha desaparecido al Papiro número 9.

—¿Cómo ése? —preguntó Randall incrédulamente—. ¿Qué hay con los demás? ¿Todavía están aquí?

—Sólo ése —dijo Wheeler, temblando con una mezcla de ira y frustración—. Todo lo demás está en su lugar. —Abriéndose camino entre Randall y Groat, fue a inspeccionar la cerradura de la enorme puerta de acero—. No hay señales, ni pintura descascarillada. No ha sido forzada.

Randall se dirigió al celador.

—¿Cuándo fue la última vez que usted vio el Papiro número 9?

—Ayer por la noche —dijo el atemorizado Groat—, cuando cerré la bóveda para irme a casa. Todas las noches, antes de irme, reviso cada una de las gavetas para asegurarme de que cada espécimen esté en su lugar y estudiar la condición en que se encuentra, para saber si el aparato humedecedor está preservando adecuadamente los fragmentos.

Wheeler se dio la vuelta.

—¿Ha venido alguien de visita desde anoche?

—No, nadie —dijo Groat—, hasta que usted y el señor Randall llegaron.

—¿Y qué me dice de los guardias que Heldering mantiene en este lugar? —quiso saber Randall.

—Es imposible para ellos —dijo el celador—. No tendrían manera alguna de entrar. No saben la intrincada combinación de seguridad.

—¿Quién conoce la combinación? —preguntó Randall.

Wheeler se interpuso entre los dos.

—Yo le puedo decir quién tiene acceso. Sólo somos siete personas. Groat, por supuesto, Heldering y los cinco editores: Deichhardt, Fontaine, Gayda, Young y yo mismo. Nadie más.

—¿Pudo alguien haber robado la clave de la combinación? —dijo Randall.

—No —contestó Wheeler llanamente—. La combinación nunca se ha escrito sobre papel. Todos la sabemos de memoria. —Movió la cabeza—. Esto simplemente no pudo suceder. Es increíble. Es el misterio más extraño al que me haya enfrentado jamás. Tiene que haber una solución sencilla. Repito que no pudo suceder.

—Pero sucedió —dijo Randall— y, por coincidencia, falta precisamente el fragmento de papiro que nos interesa, el que bajamos a ver.

—Me importa un bledo de qué papiro se trata —interrumpió Wheeler—. No podemos permitirnos el lujo de perder un solo fragmento. Dios mío, esto podría ser un desastre. Ni siquiera somos dueños de los papeles. Pertenecen al Gobierno italiano. Son tesoros nacionales. Después de que el arrendamiento caduque, tendremos que devolverlos. Y esto no es lo peor. Lo peor de todo es que deberemos tener todos los papiros originales para respaldar y comprobar la validez de nuestro Nuevo Testamento Internacional.

—Especialmente el Papiro número 9 —dijo Randall en voz baja—. Ése es el que está en duda.

Wheeler frunció el ceño.

—No hay nada que esté en duda.

—Plummer y De Vroome afirmarán ante el mundo que éste sí lo está, y por consecuencia toda la Biblia, a menos de que el abad Mitros Petropoulos lo pueda ver y nos dé la respuesta.

Wheeler se golpeó la frente con la palma de la mano.

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