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Authors: Irving Wallace

—Mire, nadie se va a molestar. Ellos saben que yo soy el responsable de que el abad se encuentre aquí. Entre y dígales que es muy importante.

—No puedo, señor Randall. Las órdenes del doctor Deichhardt fueron precisas. No quieren que se les interrumpa.

Exasperado, Randall cambió de táctica.

—Está bien, ¿cuánto tiempo estará ahí el abad?

—El doctor Deichhardt lo acompañará al aeropuerto dentro de cuarenta y cinco minutos.

—Bueno, yo estaré ahí de vuelta en menos de media hora. ¿Puede usted tomar un mensaje y encargarse de que el abad Petropoulos lo reciba en el instante en que salga de la junta?

—Por supuesto.

—Dígale… —Randall reflexionó acerca del recado, y luego lo dictó lentamente—: Dígale que Steven Randall quisiera verlo brevemente antes de que parta para Schiphol. Dígale que le agradeceré que fuera a mi oficina. Dígale que deseo… darle de nuevo las gracias personalmente, y despedirme de él. ¿Está claro?

La secretaria lo había anotado todo. Satisfecho, Randall colgó y luego salió apresuradamente a buscar un taxi.

Veinticinco minutos más tarde, Randall había regresado al primer piso del «Hotel Krasnapolsky», ansioso por mostrarle al abad Petropoulos la confusa fotografía del Papiro número 9.

Había entrado a su oficina y se preparaba para recibir al abad, cuando se dio cuenta de que no estaba solo.

En el otro lado del despacho se hallaba George L. Wheeler, un Wheeler que Randall jamás había visto. La rubicunda y redonda cara del editor estaba desprovista de su habitual disfraz de alegre vendedor. Wheeler estaba furioso. Su robusto cuerpo avanzó y se plantó frente a Randall.

—¿Dónde diablos ha estado usted? —ladró Wheeler.

Intimidado por la inesperada agresividad de su patrón, Randall titubeó.

—Bueno, quería reunir algunas fotografías publicitarias y…

—No me salga con estupideces —dijo Wheeler—. Yo sé dónde ha estado. Fue a ver a Edlund. Acaba de estar allí.

—Así es. Hubo un incendio en su cuarto oscuro y nosotros…

—Ya estoy enterado de ese maldito incendio. Sólo quiero saber qué andaba usted haciendo de curioso por allá. Usted no fue a conseguir ningunas fotografías publicitarias. Fue allá porque sigue jugueteando con el Papiro número 9.

—Tenía algunas dudas más y quería comprobar algo.

—Con Edlund. Y como él no lo pudo ayudar, entonces decidió molestar nuevamente al abad Petropoulos —dijo Wheeler con disgusto—. Pues bien, yo he venido a decirle que no va a ver al abad, ni hoy ni nunca. Hace diez minutos que salió al aeropuerto. Y si usted tiene la simpática idea de ponerse en contacto con él en Helsinki o en el Monte Atos para que le dé una respuesta, olvídelo. Le pedimos que no vea a nadie ni hable con nadie, incluyendo a nuestro personal, acerca de nada que tenga que ver con el Evangelio según Santiago, y él estuvo completamente de acuerdo. También el abad desea proteger la obra de Dios, tanto de aquellos que están dentro como de quienes están fuera y que quieran crear problemas.

—Mire, George, yo no estoy tratando de crear problemas. Sólo quiero reasegurarme de que todo lo que respaldamos es auténtico.

—El abad está satisfecho de su autenticidad, y nosotros también. Así que, ¿qué diablos está usted tratando de hacer?

—Sólo trato de convencerme a mí mismo. Después de todo, yo formo parte de esta empresa…

—Entonces, maldita sea, ¡compórtese como tal! —El semblante de Wheeler estaba lívido—. Compórtese como uno de nosotros, y no como si fuera miembro del pelotón de demoliciones de De Vroome. Usted mismo trajo al abad aquí para que comprobara el papiro, y él lo examinó y confirmó que era genuino. Con un demonio, ¿qué más quiere usted?

Randall no respondió.

Wheeler dio un paso hacia delante.

—Yo le diré qué es lo que
nosotros
queremos. Queremos sustituirlo a usted, pero sabemos que el hacerlo nos provocaría retrasos. Así que hemos acordado que si se dedica a sus propios asuntos y deja de entrometerse en los nuestros, aceptaremos que continúe. Nosotros lo contratamos, con un sueldo muy abundante, para lanzar nuestra Biblia al público; no para investigarla. Nuestra Biblia ha sido analizada mil veces por hombres que están capacitados y que saben lo que hacen. Tampoco lo contratamos para que usted hiciera el papel de Abogado del Diablo. Ya hay suficientes De Vroome allá afuera sin que usted los ayude y los conforte. Usted está aquí para una sola cosa: para vender nuestra Biblia. Y a mí me han elegido para recordarle cuál es su verdadera tarea, y más vale que la haga… que se dedique a su trabajo y a nada más.

—Eso es lo que me propongo hacer —dijo Randall llanamente.

—No me interesan sus intenciones; me interesan los resultados. Lo que necesitamos son hechos. Escúcheme, nosotros sabemos quién trató de destruir el cuarto oscuro de Edlund. Sabemos que fueron algunos de los rufianes de De Vroome…

—¿De Vroome? ¿Cómo podría él o cualquiera de sus colaboradores meterse en ese lugar?

—Olvídese del cómo y recuerde el quién. Fue De Vroome, y usted tendrá que creernos. Ahora bien, ya no vamos a correr más riesgos con ese radical hijo de puta. Está desesperándose y es capaz de cualquier cosa. Vamos a ganarle la partida. Hemos modificado nuevamente la fecha del anuncio. Lo vamos a hacer cuanto antes. Lo haremos dentro de ocho días, el viernes cinco de julio. He estado con el personal de usted durante una hora, y hemos cambiado la fecha para el palacio real y para el Intelsat. Estamos preparando los telegramas y cables para invitar a la Prensa. Estamos apresurando la redacción de artículos previos al anuncio, para que la Prensa ponga sobre aviso al público acerca de un gran acontecimiento que ocurrirá dentro de una semana, a partir de mañana. Hemos ordenado a Hennig que traiga libros sin encuadernar, tan pronto como los tenga listos, para estos colaboradores. Queremos que el personal de publicidad (y esto también lo incluye a usted) trabaje día y noche, hasta el día del anuncio. Queremos que todas las gacetillas estén listas en el momento en que entremos al palacio real para informar de nuestra Biblia al mundo entero. Escúcheme, Steven, nada debe interferir con su trabajo a partir de este momento.

—Está bien, George.

Wheeler caminó airosamente hacia la puerta de la oficina, la abrió y se giró para ver a Randall.

—Sea lo que fuere lo que anda buscando, Steven, créame, no lo va a encontrar. Porque no existe. Así que deje de perseguir fantasmas y confíe en nosotros.

Wheeler se había marchado.

Y Randall se quedó con sus preguntas y sin respuestas. De repente, algo más había quedado. Un nuevo fantasma.

Uno más. El último que podría conocer las respuestas.

Por primera vez, Randall anhelaba ver a Ángela Monti esa noche.

 

 

 

Había trabajado hasta muy tarde con su personal, y no fue sino a las diez de la noche que finalmente pudo salir para concurrir a su ya muy retrasada cita con Ángela.

Tanto cuanto había deseado la reunión, la había temido. Desde que se había enterado en París de cómo Ángela lo había engañado (desde su viaje al Monte Atos, durante el cual había estado interiormente furioso contra ella), tantas cosas más habían sucedido que su ira había disminuido y comenzaba a alejarse con el tiempo. Pero aún le quedaban residuos de desconfianza. Si hubiera tenido una disyuntiva, habría continuado evitando enfrentarse a ella y al momento de la verdad. Pero sabía que no había alternativa… tenía que verla. Había demasiado en juego.

Cuando Randall renuentemente tocó a la puerta del cuarto 105 del «Hotel Victoria», había decidido manejar a Ángela fría, desapasionada, directamente. No obstante, cuando la puerta se abrió y apareció Ángela con su alborotado cabello negro, sus seductores ojos verdes y su cuerpo voluptuoso, sugerido a través del blanco
negligée
, él casi se olvidó de sus resoluciones. Había correspondido al abrazo de ella, experimentando un hormigueo al aspirar el aroma de su perfume, al sentir contra el pecho la presión de sus espléndidos senos y el calor de su cuerpo. Pese a que trató de controlarse, había reaccionado a su presencia. Después de rozar con los labios la mejilla de Ángela, finalmente se separó de ella y entró a la confortable habitación del hotel.

Charlaron poco y de cosas sin importancia (acerca de la investigación que ella había hecho; del excesivo trabajo que él tenía en virtud del nuevo plazo), mientras ella preparaba un escocés doble con agua para Randall y se servía un coñac. No había podido lanzarse a un
J'Accuse
directo, y cada minuto que pasaba se hacía más difícil iniciar el ataque a la honestidad de Ángela… y la consecuencia que ello acarrearía.

Él había tratado de limitar la conversación al trabajo, pero no era fácil. Sin embargo, había un disparo que quería hacer: el relativo a las fotografías, así que sacó a colación el tema. Una gran variedad de fotos se requerían para la campaña promocional y él había esperado que Edlund llenara sus necesidades. Desafortunadamente, al fotógrafo sueco le había ocurrido una desgracia. Randall le contó a Ángela acerca del incendio en el cuarto oscuro, y ella se compadeció. Luego, Randall le recordó de su primera reunión en Milán, cuando ella le había hablado de una colección de fotografías que poseía; fotografías que le habían tomado a su padre, y que él mismo había tomado, durante la excavación en Ostia Antica.

—¿Tienes esas fotografías aquí? —le preguntó—. Estoy especialmente interesado en ver cualquier fotografía que tu padre haya sacado de los papiros de Santiago cuando los descubrió; o, mejor aún, acercamientos fotográficos de los papiros originales después de que fueron tratados químicamente y prensados entre vidrios.

Sí, Ángela había traído consigo a Amsterdam una variada colección de fotografías. Dirigiéndose al armario, sacó una caja de cartón, la abrió y dejó caer docenas de fotografías sobre la alfombra verde al centro del cuarto.

Ahora, media hora después, ambos se encontraban sentados en el piso, él sin la chaqueta y con las piernas cruzadas, examinando cada fotografía que ella le pasaba.

Para Randall, la memoria visual de la excavación resultó fascinante. Entre otras cosas, le ofrecía su primera imagen del profesor Monti; un hombre de baja estatura, corpulento y de edad avanzada, con el rostro gentil y angelical de un organillero italiano. Aparecían también varios obreros italianos, sudando bajo el ardiente sol romano en las trincheras de la excavación. Habían varias fotografías posadas de Ángela y de Claretta, su hermana mayor, que era más alta, más delgada y menos hermosa que Ángela, paradas junto a su padre en el campo del triunfo. Había algunas fotografías del profesor Monti mostrando sus descubrimientos, pero el escrito arameo de los papiros se perdía en la distancia que había entre el sujeto y la cámara. Había de todo, excepto lo que Randall buscaba.

Terminó de ver la última fotografía y levantó la vista.

—Muy bien, Ángela. Muchas de estas fotos serán útiles para nuestra campaña publicitaria. Las veré nuevamente durante el fin de semana y sacaremos varias copias de las mejores.

Los ojos de Ángela se fijaron en él.

—No pareces muy entusiasmado.

—Oh, son buenas. Supongo que yo esperaba… bueno… tal vez que tuvieras algunos acercamientos fotográficos de los papiros.

—Había algunos, si la memoria no me falla —dijo ella—. Mi padre solía sentarse a examinar ciertas fotografías durante horas, antes de que su hallazgo fuera autenticado y arrendado por el Gobierno italiano a los editores. Papá incluso tomó clases de arameo, así que podía leer los papiros con la misma facilidad con la que leía el italiano, el alemán o el inglés. Prácticamente los memorizó todos; cada palabra, cada rasgo. ¡Estaba tan orgulloso y enamorado de los papiros!

—¿Dónde se encuentran esos acercamientos en estos momentos?

—No lo sé. Traté de hallarlos para traerlos conmigo a Amsterdam, pero no pude encontrar uno solo. Le pregunté a mi padre, pero él es el típico profesor distraído. No podía recordar dónde los había puesto. Yo supongo que no le importaba. Ya los había fotografiado en su cerebro. Tal vez los entregó en el Ministerio, donde a su vez probablemente los cedieron al doctor Deichhardt —Ángela se veía esperanzada—. Quizá le podrías preguntar al doctor Deichhardt.

—Sí, supongo que podría hacerlo.

—De todos modos, yo pensé que tú tenías tu propio juego, proporcionado por el señor Edlund.

—Solamente tengo… bueno, no importa. Sólo quería ver otras fotografías.

Ella lo miraba inquisitivamente y él evadió su mirada, ocupándose en recoger laboriosamente las fotografías esparcidas sobre la alfombra para regresarlas a la caja de cartón.

Cuando hubo terminado, Randall se dio cuenta de que Ángela todavía lo miraba fijamente.

—Steven —dijo ella tranquilamente—, ¿por qué has estado eludiéndome?

—¿He estado eludiéndote?

—Sí. Algo ha ocurrido. ¿Cuándo volverás a amarme?

Él sintió que los músculos detrás del cuello se le ponían tensos.

—Cuando pueda volver a creer en ti, Ángela.

—¿No crees en mí ahora?

—No —le dijo lisa y llanamente—. No, no creo en ti, Ángela.

Vaya. Por fin se lo había dicho. Se sintió aliviado y nuevamente disgustado, y con derecho a estarlo. Afrontó abiertamente la mirada de ella, en espera de sus protestas. Ángela no habló, ni dejó entrever reacción alguna. Su hermoso rostro permaneció inmóvil, salvo por varios pestañeos.

—Muy bien —dijo él—. Tú lo quisiste. Terminemos con el asunto de una vez.

Ella aguardó en silencio.

—No creo en ti porque ya no puedo creer en ti —le dijo—. Me engañaste la semana pasada, Ángela. Ya antes me habías mentido, pero había sido una mentira pequeña y sin trascendencia. Esta vez fue una mentira grande que pudo haber sido importante.

Randall esperaba una respuesta, pero no la hubo. Ángela parecía más triste que molesta.

—Me mentiste acerca del Monte Atos —continuó Randall—. Me dijiste que habías ido allí con tu padre para ver al abad Petropoulos. También dijiste que el abad había analizado los papiros y los había autenticado. ¿Lo recuerdas? Ésas fueron mentiras descaradas, Ángela. Lo sé porque yo fui personalmente al Monte Atos. ¿Sabías que estuve en el Monte Atos la semana pasada?

—Sí, Steven, lo sabía.

Randall no quiso indagar cómo ella se había enterado de su viaje. No quiso desviarse.

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