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Authors: Irving Wallace

La Palabra (33 page)

Frenético, Randall dejó a su adversario, arrastrándose precipitadamente sobre manos y rodillas para recuperar el portafolio. Su mano alcanzó a tocar la suave piel del maletín cuando una fuerza demoledora lo golpeó directamente sobre la espalda y unos dedos lo tomaban por la garganta, estrangulándolo. Randall tiró violentamente de las garras y comenzó a gritar a todo pulmón. Tratando de hacer palanca para liberarse, tratando de golpear a la figura que tenía detrás, se percató vagamente, por encima del sonido de los jadeos y resoplidos, de un sonido extraño y penetrante.

Era un silbato que se iba haciendo más audible, más cercano, más sonoro.

Randall escuchó un angustiado grito que provenía del sedán.

—De politie… de politie komt! Ga in de auto! Wij moeten blub weggaan
!

De repente, sintiéndose liberado y aliviado, echó la cara hacia delante. Las garras ya no estaban en su garganta; los puños se habían ido ya. Esforzándose por arrodillarse, agarró su portafolio y lo abrazó contra el pecho. La puerta del auto se cerró violentamente detrás de él. El motor aceleró, la caja de velocidades crujió y las llantas patinaron contra el pavimento. Ligeramente tambaleante y todavía de rodillas, Randall miró sobre su hombro. El auto se había alejado como un cohete, evaporándose, engullido por la noche.

Todavía con vértigos, Randall intentó levantarse y fracasó. Después, gradualmente, se percató de que unos brazos fuertes lo habían tomado por las axilas y que alguien lo estaba ayudando a ponerse de pie. Giró la cara para darse cuenta de que la persona que lo asistía vestía una gorra de oficial, de color azul marino y con una visera, y tenía un rostro amplio, sonrojado y preocupado; el resto de su uniforme consistía en una chaqueta azul pizarra, pantalones azul oscuro, un silbato colgando de una cadena, una placa de metal, una cachiporra y una pistola como la que usaba el señor Groat. La placa de metal… Un policía holandés. Y corriendo venía otro policía, con idéntico uniforme. Los guardianes estaban intercambiando palabras que Randall no podía entender.

Bamboleándose, Randall vio por fin a Theo, pálido y sin aliento, que mientras se sobaba el magullado cuello se abría paso entre los policías, hablándoles rápidamente en holandés.

—Señor Randall, señor Randall —gemía Theo—, ¿está usted lastimado?

—Estoy bien; perfectamente bien —dijo Randall—. Sólo muy asustado, eso es todo. ¿Qué pasó con usted? Lo busqué…

—Intenté ayudarlo… traté de sacar el revólver del compartimento de guantes… pero la cerradura se atoró y antes de que yo pudiera… uno de ellos me agarró por detrás, me golpeó tan fuertemente que me noqueó y caí sobre el asiento. ¿Tiene usted su portafolio? Ah, bueno; bueno.

Randall se percató de la presencia de un «Volkswagen» blanco, que traía una luz azul sobre el techo y la insignia policíaca pintada sobre la puerta, estacionándose frente al «Mercedes» de Theo. Un oficial llamó al policía que estaba sosteniendo a Randall del brazo.

—Vrag hem wat voor een auto het was et hoe veel waren daar
—el policía se volvió hacia Randall, y le dijo en un inglés perfecto—: El sargento desea saber la marca del automóvil y el número de sus ocupantes…, ¿cuántos hombres eran?

—No sé qué auto era —dijo Randall—. Tal vez un «Renault». Era un sedán negro, compacto. Había dos hombres. Uno de ellos usaba una gorra y se fue tras mi chófer; nunca logré verlo claramente. Sólo pude ver al que trató de llevarse mi portafolio. Ése traía una media cubriéndola la cabeza. Tal vez era rubio. Vestía un suéter con cuello de tortuga. Era un poco más bajo que yo, pero más fornido. Yo… yo no recuerdo nada más. Posiblemente mi chófer, Theo, pueda decirles algo más.

El policía interrogó minuciosamente a Theo, y luego transmitió al sargento las descripciones en holandés. El oficial se dio por enterado con una señal y el «Volkswagen» blanco se alejó silbando en la oscuridad.

Los siguientes diez minutos fueron de formalidades. Mientras empezaban a juntarse los curiosos de las casas vecinas y los transeúntes del puente del río Amstel, observando y escuchando con semblantes apenados, Randall mostró su pasaporte a los policías. El primero de ellos hizo anotaciones, y Randall fue cortésmente interrogado. Él les narró exactamente lo que había ocurrido. Por lo que hacía a sus actividades en Amsterdam, sus explicaciones fueron deliberadamente vagas. Dijo que estaba de vacaciones; únicamente haciendo algunas visitas a unos cuantos amigos de negocios, nada más. ¿Que si se le ocurría a él alguna razón por la cual alguien podría querer lastimarlo o acecharlo? No, no podía pensar en ninguna razón. Y, ¿que si no lo habían herido, además de esa rodilla raspada? No, estaba perfectamente bien.

Los policías quedaron satisfechos, y el primero de ellos cerró su libreta de apuntes.

Theo se paró frente a Randall y le dijo con toda seriedad:

—Yo creo, señor Randall, que usted irá en el auto conmigo lo que falta para llegar al hotel.

Randall, débilmente divertido, respondió:

—Creo que sí.

El grupo de curiosos se dispersó mientras Randall, llevando su portafolio y acompañado por los dos policías, seguía a Theo hacia la limusina. Subió al auto y se sentó en la orilla del asiento trasero, mientras el chófer cerraba la puerta. La ventanilla estaba abierta y el primer policía se agachó y dijo en tono amistoso:

—Wij vragen excuus, het spijt mij dat u verschrikt bent. Het
… —Se detuvo y meneó la cabeza—. Me olvido y hablo holandés. Le estaba dando nuestras disculpas por su problema. Lamento que haya usted tenido este susto, y los inconvenientes. Claramente fue un atentado de robo por dos maleantes. Después de todo, sólo querían su portafolio. Ladrones insignificantes.

Randall sonrió. Sólo su portafolio. Solamente ladrones insignificantes.

El policía tenía algo más que agregar:

—Estaremos en contacto con usted para que los identifique, si es que los capturamos.

«No los agarrarán ni en un millón de años», quiso decirles Randall. En cambio, simplemente dijo:

—Gracias, muchas gracias.

Theo había echado a andar el auto y el policía se había enderezado para permanecer parado a un lado, Randall mirándole claramente observó la insignia en forma de óvalo. En la placa metálica estaba dibujado un libro con una espada encima y la punta hacia arriba, protegiéndolo. En la orilla de la placa estaban las palabras:
Vigilat ut quiescant
, y supuso que la leyenda quería decir: Ellos vigilan, para que usted pueda estar seguro.

La espada protegiendo al libro.

Pero él sabía, sin embargo, que nunca más podría tener la certeza de que estaría seguro.

No lo estaría en tanto el libro tuviera que continuar guardado como secreto.

IV

D
entro de muchos años, cuando echara una mirada retrospectiva a su vida, Randall recordaría las dos últimas horas (en realidad, la última) que había pasado esta noche en la sala de la
suite
real del «Hotel Amstel» en Amsterdam. Recordaría esa hora de esta noche como una señal, como una marca, como un punto crucial en el curso de su odisea personal sobre la Tierra. Había llegado a este lugar y a este punto del tiempo como un ser sin timón, sin dirección definida. Esta noche, casi por primera vez desde que tuviera memoria, sentía que tenía una guía, una luz que podría orientarle hacia la clase de vida por la cual optara.

Y había algo infinitamente más profundo… algo que no podía tocar o tomar entre sus manos, pero que sabía que estaba vivo en su interior y que era tan real y tangible como los órganos de su cuerpo.

Lo que llevaba dentro era una sensación de paz. Era también una sensación de seguridad. Y era, sobre todo, la sensación de un propósito, aunque no estaba seguro de cuál fuera su finalidad y que, por alguna razón, no importaba.

Había una cosa que este sentimiento no era; y eso también lo sabía él con certeza. El sentimiento que se había posesionado de él nada tenía que ver con la religión en ninguno de sus aspectos ortodoxos o estrictos. Aún pensaba, como Goethe, que los misterios no son necesariamente milagros. No, no era la religión lo que se había apoderado de él. Era más bien una convicción, una fuerza difícil de definir. Era como si hubiera descubierto que el significado de su vida, y su objetivo, no eran meramente la nada. A cambio de eso había surgido esa convicción de que su existencia, como la de todos los hombres, había sido creada por alguna razón, por algún propósito mayor. Se había vuelto consciente de una continuidad, de su eslabonamiento a un pasado en el que, en cierto modo, había vivido antes y a un futuro en el que viviría y volvería a vivir, una y otra vez, a través de mortales desconocidos para él y que nacerían como él había nacido, y que perpetuarían su realidad eternamente.

Él sabía que aquello que saturaba su ser todavía no podía llamarse fe… es decir, una fe incuestionable en un invisible y divino maestro o en un proyectista magistral que proveyera a los humanos de motivaciones y propósitos, y que fuera la explicación de lo inexplicable. Lo que le había sobrecogido, y que podía serle más fácilmente comprensible, era el principio de una convicción; la convicción de que su existencia sobre la Tierra tenía un sentido, no sólo para sí mismo, sino también para aquellos con quienes su vida tenía contacto. En concreto, que no estaba aquí por accidente o por azar y, por lo tanto, que no era algo consumible, un mero desecho, una cifra danzando en el vacío rumbo a la última oscuridad.

Recordaba a su padre citándole, en alguna ocasión, al terrible y abrumador San Agustín: «
Él, que nos creó sin nuestra ayuda, no nos salvará sin nuestro consentimiento
.» Con cierto pesar, Randall se dio cuenta de que aquello aún no era parte de su convicción. Todavía no podía avizorar nada a lo cual pudiera ofrecer su consentimiento para la salvación. Ni podía creer en lo que dice el Libro: que caminamos por la fe, no por la vista. Él mismo requería de la vista… y esta noche había visto
algo
.

¿Qué había visto? No lo podía describir más profusamente. Tal vez el tiempo pudiera enfocar la imagen. Por ahora, el descubrimiento de la convicción en él, de su creencia en un designio, en una finalidad humana, era suficiente; era una conmoción, una esperanza, casi una pasión.

Con determinación se liberó a sí mismo de ese capullo de introspección y trató de reintegrarse a su prosaico mundo, para volver sobre el sendero que le había traído a este viaje por la extraña tierra de la convicción.

Hacía dos horas que había vuelto a la
suite
real que ocupaba en el primer piso del «Hotel Amstel», y en la que apenas había reparado. Aún estaba perturbado por la experiencia que había tenido en la calle. En esta ciudad seguía y apacible, llena de gente abierta y amigable, había sido atacado, acechado por dos extraños, uno de ellos enmascarado. La Policía había levantado acta del incidente calificándolo de crimen menor; un ordinario intento de robo, cometido por un par de rufianes. Randall, depositando su disputado portafolio sobre la enorme y ornamentada cama, sabía bien que el propósito había sido otro. En aquel portafolio no llevaba simplemente un libro, sino lo que Heine llamara el Libro que contenía el alba y el ocaso, la promesa y la realización, el nacimiento y la muerte, el drama entero de la Humanidad, grande y sabio como el mundo; el Libro de los Libros.

Sin embargo, reflexionó Randall, este mismo Libro al que Heine aludiera se había vuelto, a los ojos de muchos lectores, un objeto muerto, obsoleto, desconectado de una nueva era, como un polvoriento, inútil mueble heredado, relegado al ático de la civilización. Ahora, casi de la noche a la mañana, por azar, le había sido inyectada la vida; se le había dado juventud, y el Libro —al igual que su héroe— se había revitalizado. Sus patrocinadores prometían que una vez más sería el Libro de los Libros. Pero más aún, este libro ostentaba la contraseña, la clave, la Palabra que inspiraría una fe sustentada en el retrato fresco de Jesús, obra de Santiago; y, por ende, la justicia, la bondad, el amor, la unión y, finalmente, la esperanza eterna, entrarían en un mundo materialista, injusto, cínico y maquinal que oscilaba cada vez más y más cerca de Armagedón.

En la calle, dos hombres habían estado dispuestos a herir, incluso a matar, con tal de obtener esa contraseña. Hasta antes de esa aterradora experiencia, Randall había tomado como jarabe de pico la advertencia en el sentido de que se había incorporado a un juego peligroso. Ya no sería necesaria una nueva advertencia; había quedado completamente convencido. Desde esta noche en adelante, estaría preparado para todo.

Había llegado a su
suite
ardiendo en deseos por leer la Palabra, pero había decidido posponerlo hasta que se calmaran sus nervios. Había regresado a la enorme sala de su
suite
, donde una bandeja con botellas, vasos jaiboleros y una cubeta con hielo se encontraban sobre la mesa para café con cubierta de mármol, rodeada por tres sillones forrados en encendido color verde limón y un moderno sofá largo tapizado con fieltro azul.

Sobre la bandeja había encontrado una nota de Darlene, escrita en tono ligeramente irritado. No le había gustado quedarse sola todo el día… pero la excursión en autobús había sido un éxito y había reservado lugar en el último paseo a la luz de las velas a través de los canales, ya que la camarera le había dicho que era lo más romántico, y por lo tanto estaría de vuelta cerca de medianoche.

Randall se había servido un escocés doble con hielo, se había paseado un poco por la regia sala, se había sentado al moderno escritorio con su carpeta de piel marroquí y había observado los tres juegos de puertas francesas que conducían a un balcón que daba al río, y se había terminado su bebida. Luego había solicitado servicio en su habitación, y ordenado la
salade
, el
filetsteak
y media botella de
beaujolais
, y entonces se había metido al baño para tomar una placentera ducha.

Acababa de ponerse su bata de baño de seda italiana encima de su pijama de algodón, cuando el camarero entró con su cena. Había resistido la tentación de leer el Nuevo Testamento Internacional mientras cenaba, pero no se demoró con la ensalada, el filete y el vino.

Al fin, hacía ya una hora, rebosante de expectación, había abierto su portafolio, sacando las pruebas y llevándolas al sofá. Acomodó bien los cojines y se hundió en ellos para examinar el libro.

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