La Palabra (34 page)

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Authors: Irving Wallace

En la página titular, bajo el epígrafe de Nuevo Testamento Internacional, se leía un aviso en tinta: PRUEBAS DE PAGINAS SIN CORREGIR. Abajo, en una etiqueta pegada a la hoja, aparecía una copa de un memorándum de Karl Hennig, de K. Hennig Druckerei, Maguncia. En este escrito, Hennig señalaba que el papel de las pruebas era corriente, pero que las dos ediciones iniciales de la Biblia se harían en papel de la mejor clase existente, siendo la primera una edición para la Prensa y el clero, que se llamaría Edición del Púlpito y que se realizaría en papel importado de la India, y la otra sería una edición popular comercial para el público, que se haría en papel vitela. Las páginas medirían veinticinco centímetros de alto por quince de ancho. Puesto que la Biblia sería utilizada principalmente por los protestantes (aunque fuera igualmente asequible a los católicos), las anotaciones habían quedado reducidas al mínimo e incorporadas como un suplemento especial enseguida de cada libro del Nuevo Testamento.

El contenido del Pergamino de Petronio había quedado colocado como un apéndice entre el Evangelio según San Mateo y el Evangelio según San Marcos, e incluía anotaciones acerca de los antecedentes del descubrimiento del pergamino en Ostia Antica, su autentificación, su traducción del griego y su relación con la historia de Cristo.

El recién descubierto libro, escrito por el hermano de Jesús, se había incorporado como parte de los cánones y había tomado sitio entre el Evangelio según San Juan y los Hechos de los Apóstoles. Todo el Nuevo Testamento había sido retraducido a la luz de los últimos descubrimientos. En último término, un Antiguo Testamento Internacional se publicaría como un volumen aparte, y sería asimismo retraducido para aprovechar los adelantos lingüísticos propiciados por el hallazgo de Ostia Antica. La fecha tentativa de publicación era el 12 de julio.

En su infancia y juventud, Randall había leído el Nuevo Testamento y releído algunos fragmentos, interminablemente. Esta noche no había tenido la paciencia de releer una vez más los Evangelios Sinópticos (los de Mateo, Marcos y Lucas ni el cuarto evangelio, el de Juan, con sus discursos simbólicos). Quería ir directamente a los nuevos descubrimientos; a Petronio, a Santiago. En seguida del Evangelio de San Mateo, Randall había encontrado la página que ostentaba el encabezado.

INFORME DEL JUICIO DE JESÚS POR PETRONIO.

El texto del informe de Petronio, escrito en nombre de Pilatos, llenaba dos páginas. Las anotaciones que le seguían llenaban cuatro páginas. Randall comenzó a leer.

A Lucio Elio Sejano, amigo del César. Informe de la sentencia pronunciada por Poncio Pilatos, gobernador de Judea, de que un tal Jesús de Nazaret fuera castigado con la crucifixión. Al séptimo día de los idus de abril, en el año decimosexto del reinado del César Tiberio, en la ciudad de Jerusalén, Poncio Pilatos, gobernador de Judea, condenó a Jesús de Nazaret por actos de insurrección y le sentenció a muerte en la cruz [Anotación: el
patibulum
].

Conmovido por este frío y seco veredicto pagano que reverberaba a través del correr de los siglos, Randall continuó sentado leyendo hasta terminar el informe oficial escrito el viernes 7 de abril del año 30 A. D.

Sin perder tiempo en examinar el texto de nuevo, o siquiera en pensar en él, Randall hojeó las páginas siguientes hasta llegar a la última del Evangelio según San Juan. Contuvo la respiración y pasó también esa página.

Allí estaba, en su sencillo esplendor, tina realidad, un hecho, la contraseña hacia la fe, la largamente esperada Resurrección.

EL EVANGELIO SEGÚN SANTIAGO

Yo, Santiago de Jerusalén, hermano del Señor Jesucristo, Su heredero, el mayor de Sus hermanos sobrevivientes e hijo de José de Nazaret, pronto seré llevado ante el Sanedrín y su más alto sacerdote, Ananías, acusado de conducta sediciosa en virtud de mi jefatura de los seguidores de Jesús en nuestra comunidad.

Aquí, como un sirviente de Dios y del Señor Jesucristo, y mientras me resta tiempo para realizar este acto necesario, doy un breve testimonio de la vida de mi hermano Jesucristo, y de Su ministerio, para prevenir las crecientes distorsiones y calumnias y para dar orientación a los discípulos de la fe contra las múltiples tentaciones y para restaurar la fortaleza a nuestros seguidores entre las doce tribus perseguidas de la Dispersión.

Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios son… [N. del Editor: Parte faltante del fragmento.] Yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo. Este testimonio es la fe y memoria que doy de la vida, y el testimonio de los apóstoles, de Los Discípulos de Jesús que también pudieron atestiguar Su vida donde yo no pude atestiguarla, y asiento la verdad del Hijo, que habló por el Padre para que los mensajeros pudieran traer las nuevas a Los Pobres en todas partes. [N. del Editor: Los primeros seguidores de Jesús eran conocidos como Los Discípulos de Jesús y también como Los Pobres.]

El Señor Jesucristo nació de su madre María, quien había sido protegida por una unidad con el Creador, y fue dado a luz en el atrio de una posada en un lugar llamado Belén en el año que vio la muerte de Herodes el Grande, y algunos años antes de que Quirino fuera procónsul de Siria y Judea, y Jesús fue llevado para ser circuncidado…

La Palabra.

La Señal. La Luz. La Manifestación de Dios.

Deslumbrado, con la frente húmeda y las sienes palpitantes, Randall continuó leyendo, y leyó y leyó, las treinta y cinco páginas íntegras, absorto y sacudido por la voz del hermano que hablaba desde el año 62, poco más de treinta años después de que Jesús, inconsciente, sangrante, había sido bajado de la bárbara Cruz y revivido. Éste era Santiago, hablándoles a incontables generaciones que aún no nacían, apenas meses antes de que él mismo se enfrentara a su brutal muerte.

Randall había terminado el Evangelio según Santiago.

El final.

El principio.

Tenía la boca seca por el asombro. La maravilla era que sentía como si él hubiese estado allí; como si hubiese visto y escuchado al hombre de Galilea; como si le hubiese tocado y hubiese sido tocado por Él. Él creía. Hombre o Dios, no importaba. Él, Steven Randall, creía.

Era difícil dejar estas páginas y volver a las anotaciones, a los antecedentes, a las explicaciones, pero lo hizo; y cada una de las siete páginas adicionales atraparon su atención.

Sin embargo, Randall no se permitiría pensar. Sentía, pero se rehusaba a pensar.

Volvió rápidamente al principio del Evangelio según Santiago y lo releyó. Luego, otra vez al apéndice previo, el informe sobre el Juicio de Jesús por Petronio; y lo releyó.

Por fin, depositando suavemente el Nuevo Testamento Internacional sobre la mesa de café, se había hundido en los cojines del sofá y se permitía pensar a la par que sentir.

Y fue entonces cuando Randall se percató del grado hasta el cual esta nueva Palabra, la Palabra, había penetrado su escepticismo y despertado dentro de él una emoción que no sintiera desde que era un jovenzuelo en Oak City.

Su vida había sido creada de modo que pudiera significar algo, para él mismo, para otros.

Había analizado la sensación una y otra vez.

Y ahora, tras un lapso de dos horas desde que había entrado en la
suite
, y casi una hora después de que había abierto el Nuevo Testamento Internacional, se sentaba en el sofá, tratando de controlar sus emociones y de manejar inteligente y racionalmente lo que había leído.

Se quedó mirando a las encuadernadas páginas del libro, y trató de evocar y rehacer en su cabeza lo que acababa de experimentar.

El Informe de Petronio era un documento oficial relativamente breve y de rutina. Precisamente lo llano de su tono, lo conciso (el tono de un centurión o capitán romano sin mayor pulimento describiendo para su superior, el prefecto de la Guardia Pretoriana en Roma, la sentencia de un chiflado e inofensivo criminal menor) lo hacía cien veces más real, mucho más creíble y escalofriante que el más bello y literario relato de San Lucas, el cual había escrito:

«Entonces Pilatos sentenció que se hiciese lo que ellos pedían; y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la voluntad de ellos.»

Petronio había escrito:

«El juicio fue celebrado al alba, ante el palacio de Herodes. Como testigos, los fariseos y saduceos no ayudaban, e insistían en que el acusado estaba siendo juzgado por infringir leyes civiles y no la Ley Mosaica. Los testigos que comparecían ante el tribunal eran amigos de Roma, aquellos que deseaban la paz, la mayoría de elfos ciudadanos de Roma. Éstos acusaban a Jesús de crímenes y aportaban su evidencia de que Jesús se proclamaba Rey de Israel y decía tener una autoridad superior a la del César, y que era alguien que enseñaba y predicaba la sedición y la desobediencia en las ciudades de todo el territorio, y que intentaba alborotar e incitar a la rebelión a los sometidos.»

Randall recordó más acerca de este informe firmado por Petronio y enviado sobre la firma «Poncio Pilatos, prefecto de Judea», a «Lucio Elio Sejano, amigo del César», en Roma. Petronio había dado vida, en dos frases, a aquella abominable escena final en el Pretorio, con Pilatos en su alto estrado y el hombre, Jesús, silencioso ante él:

«El acusado compareció a su propia defensa, negando todos los cargos en su contra, excepto el de que proclamaba tener mayor autoridad que la del César. El acusado, Jesús, afirmaba que su Dios le había encomendado su misión, que era la de establecer un reino del Cielo sobre la Tierra.»

Petronio había informado de la sentencia de muerte y de la orden de Pilatos de que su primer centurión llevara a cabo la ejecución de inmediato. Tras de ser flagelado con látigos de tres colas, Jesús había sido conducido por los guardias al lugar de la Crucifixión. Petronio había concluido:

«Así fue ejecutado más allá de la Puerta de las Ovejas. Su muerte ocurrió, como fue verificado, en la novena hora. Dos amigos del criminal, ambos miembros del Sanedrín, pidieron su cuerpo a Pilatos, el cual les fue concedido para su entierro. Así fue cerrado el caso de Jesús.»

Pero lo que había conmovido a Randall aún más era la narración del Evangelio según Santiago. La biografía estaba interrumpida en partes donde faltaban palabras o frases, sólo porque ciertos fragmentos de las hojas de papiro se habían convertido en polvo o porque la antigua escritura, la escritura en tinta primitiva, se había vuelto ilegible sobre la fibra decolorada. Pero, aplicando la lógica deductiva, eminentes expertos habían aportado la mayoría de las palabras y frases faltantes, las cuales, aunque estuvieran encerradas en un bosque de paréntesis, en modo alguno oscurecían la imagen del verdadero Jesús.

Leer a Santiago era creer, sin una sola duda.

Las palabras de Santiago no sólo sonaban auténticas (con la misma estimulante franqueza de la Epístola General de Santiago que aparece en el Nuevo Testamento común) sino que claramente indicaban que ésta era la historia de un ser humano que había vivido muy cerca de otro. La narrativa, cruda en su simplicidad, no estaba embellecida por la propaganda de los evangelistas o de los promotores cristianos posteriores, quienes habilidosamente habían alterado o reescrito los cuatro evangelios al comienzo del siglo II, antes de que se hubieran convertido en los cánones del Nuevo Testamento en el siglo IV.

Santiago, como líder de los seguidores de Jesús en Jerusalén, había escrito que Jesús era un judío que quería modificar y mejorar el judaísmo. Su versión era ajena a la teología de los cristianos organizados que vinieron después y que escribieron acerca de sucesos que no habían observado. Esos cristianos se propusieron cambiar de manera drástica el judaísmo para eventualmente suplantarlo. Copiaron lo mejor de su moralidad y de su historia, pero modificaron a su Dios; a cambio de uno justo, recto, que tenía un pueblo elegido, adoptaron un Dios que creía en el amor a los judíos y a los gentiles por igual, y proclamaron exclusividad ante el Retorno del Mesías. Los propios evangelistas se habían dedicado a anunciar no meramente un hombre y su vida, sino una idea sobre la cual se pudiera edificar la Iglesia cristiana.

Más aún, Santiago había absuelto a los judíos de toda responsabilidad por la muerte de Jesucristo y, en llana contradicción con la apologética de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, había culpado directamente a los romanos; y la versión de Santiago quedaba confirmada por el Informe de Petronio. Los especialistas bíblicos modernos hacía mucho que sospechaban que la idea de un Pilatos renuente que se veía forzado por las autoridades judías a condenar a Jesús a la muerte, había sido sólo una distorsión de la verdad por parte de los evangelistas, por razones políticas.

Una anotación citaba al experto francés Maurice Goguel, París, 1932:

«Aquel a quien los cristianos presentaron ante el mundo como el mensajero de Dios y el Salvador, había sido sentenciado a muerte por un tribunal romano. Este hecho causó dificultades para la prédica del Evangelio en el mundo romano, porque pudo haber dado la impresión de que convertirse a la fe cristiana significaba tomar el partido de un rebelde y, por lo tanto, estar en oposición a la autoridad imperial. De ahí que los cristianos estuvieran ansiosos por probar que el Procurador que había enviado a Jesús a la ejecución había estado convencido de su inocencia, y que había anunciado públicamente que había sido forzado a ceder por la irresistible presión del populacho y las autoridades judías.»

Otra anotación citaba al estudioso alemán Paul Winter, Berlín, 1961:

«Escribiendo probablemente en Roma [San Marcos] quiso enfatizar la culpabilidad de la nación judía, y particularmente de sus líderes, por la muerte de Jesús; ellos, y no los romanos, eran quienes debían ser señalados como responsables de la crucifixión. No hay que asumir que el evangelista fuera movido por sentimientos positivamente antisemitas; su tendencia era defensiva más que agresiva. Estaba preocupado por eludir la mención de cualquier cosa que provocara sospechas o antagonismos romanos contra los ideales que él defendía… No debe darse lugar a la inferencia de que Jesús estuviese conectado en modo alguno con las actividades subversivas como las que habían ocurrido en el levantamiento reciente. Consecuentemente, el evangelista urdió ocultar que Jesús había sido condenado y ejecutado por cargos de sedición. La tesis arguye que no fue arrestado por tropas romanas ni sentenciado por un magistrado romano por razones políticas, sino que su condena y subsecuente ejecución se debieron a alguna oscura causa de la Ley judía.»

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