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Authors: Irving Wallace

—Yo estuve en el Monte Atos, pero tú no. A ninguna mujer, a ninguna hembra se le ha permitido entrar a la Península Atonita durante más de mil años. Las mujeres están proscritas en ese lugar. Tú nunca estuviste allí, ni tampoco tu padre. Y el abad jamás ha visto a tu padre… ni había visto los papiros, hasta esta mañana. ¿Puedes negarlo?

—No, no puedo, Steven. No lo negaré. —Su voz era apenas un susurro— Sí, te mentí.

—Entonces, ¿cómo esperas que crea en ti… que confíe en ti… que crea cualquier otra cosa que me digas?

Ángela cerró los ojos, se los frotó con la mano y luego lo miró a él, angustiada.

—Steven, yo… yo no sé si puedo alcanzarte, penetrarte. Hay tanto en ti que es puro cerebro y nada de corazón. Sólo el corazón podría comprender que a veces una mentira es la verdad más pura que uno puede decir desde el fondo del alma. Steven, cuando me telefoneaste desde París, mi corazón podía escuchar y sentir esa parte tuya, de tu naturaleza, que más me preocupa y menos me gusta de ti.

—¿Y qué es eso? —dijo él agresivamente.

—Tu cinismo. Tu cinismo irracional, defensivo y autoprotector. Tal vez implique una autoprotección para ti, Steven, y evite que tú salgas lastimado. Pero también es antivida, y yace entre tú y la vida y te impide recibir o dar amor profundo, amor verdadero. Una persona sin fe no puede amar. Te oí cuando me llamaste desde París. Me percaté de que nuevamente estabas dudando de la autenticidad del hallazgo de mi padre. Noté que estabas perdiendo la poca confianza que habías ganado. Otra vez te estabas convirtiendo en el Steven Randall que nunca pudo vivir cerca de sus padres, de su esposa, de su hija, de nadie. Ahí estabas, frente a una contundente evidencia de autenticidad, otorgada y sostenida por los estudiosos bíblicos más respetados y experimentados de todo el mundo, tratando nuevamente de desacreditar el milagro que mi padre había desenterrado en Ostia Antica. En París… en Atos… siempre buscando a alguien, incluyendo al propio demonio, que estuviera de acuerdo contigo para justificar tu cinismo. Pues bien, ya no lo pude soportar. Quise ponerle un freno a todo eso. No por consideración a mi padre, créeme, sino por ti. Así que dije lo que primero se me ocurrió. Yo recordaba el nombre del abad Petropoulos en el Monte Atos, porque yo había mecanografiado las cartas que mi padre le envió cuando sostenían correspondencia. Pero no sabía nada acerca del Monte Atos, así que caí en una mentira estúpida y disparatada. Sí, te mentí. Estuve dispuesta a mentirte, a decirte que habíamos estado en Atos… cualquier cosa… para impedir que trataras de arruinar la última cosa que podría dar significado a tu existencia. Era como si estuvieras neuróticamente obsesionado por la idea de realizar aquello en lo que De Vroome había fracasado… destruir a Resurrección Dos, la obra más importante en la vida de mi padre, una ardiente esperanza para la Humanidad y, finalmente, nuestra relación y tu propia vida. Eso es lo que traté de impedir, Steven; pero, obviamente, fracasé. Tú fuiste a Atos compulsivamente, y cuando el abad no estuvo de acuerdo contigo y nos apoyó a todos nosotros, todavía no quedaste satisfecho. Sean cuales fueren los hechos, probados y comprobados, tú tenías que insistir. Yo no sé tras de qué andas ahora, pero me acabo de dar cuenta de que tú no estás realmente interesado en estas fotografías. Tú andas tras de alguna otra cosa… y yo no sé lo que es… algo que te diga que tienes razón en continuar desconfiando y no creyendo. Te volvería a mentir con tal de detenerse. Te mentiría mil veces para impedir tu autodestrucción.

Ángela había quedado debilitada y sin aliento.

Tomó las manos de Randall y las apretó sin decir palabra, buscando comprensión en su rostro.

Por fin habló nuevamente:

—Steven, te amo. Haría cualquier cosa para que tú me amaras… para que tuvieras fe, fe en mí y en aquello en lo que yo creo… en el proyecto. Con semejante fe podrías conocer el amor… no sólo por mí, sino por ti mismo. ¿Te sería posible?

Él la miró fijamente.

—Es posible —dijo.

—¿Cómo? ¿Qué puedo hacer yo? Te he dicho que haré cualquier cosa que me pidas.

—¿Cualquier cosa? —dijo él suavemente—. Muy bien. Quiero que me lleves a Roma mañana.

—¿A Roma?

—Quiero conocer a tu padre.

—Mi padre —dijo ella con un eco muy tenue—. ¿Eso es importante para ti?

—Quiero conocer al hombre que descubrió la Palabra. Quiero mostrarle una fotografía y hacerle una pregunta. Él es el último, el final del camino. Después de verlo, tendré que detenerme. Eso es lo que tú quieres, ¿o no? ¿Que yo me detenga? ¿Que tenga fe? Ahora todo depende de ti, Ángela. Está en tus manos. ¿Me llevarás a ver a tu padre?

—¿Eso, eso resolvería todas las dudas que tienes acerca de mí?

—Sí.

Ángela aspiró profundamente, contuvo la respiración, y luego exhaló.

—Está bien, Steven… Es un error, pero debe hacerse. Volaremos a Roma mañana. Conocerás al profesor Augusto Monti. Te enfrentarás a él cara a cara. Tal vez eso lo resuelva todo.

IX

D
espués de que el jet de Alitalia procedente de Amsterdam aterrizó en la pista del Aeropuerto Leonardo da Vinci, situado a cierta distancia de Roma, en la avanzada mañana de este viernes, y mientras caminaban a través del campo pavimentado y ascendían por la ancha rampa color rojo hacia la aduana controlada por
carabinieri
, donde se veía un letrero que decía
Controllo Passaporti
, en la mente de Steven Randall había predominado un pensamiento satisfactorio. Ángela había cedido.

Ambos habían seguido al maletero de camisa color azul que acarreaba sus maletas (Randall había retenido su preciado portafolio) a través del encristalado recinto de la terminal aérea, hormigueante como estaba de ruidosos pasajeros y visitantes, saliendo por debajo de un gigantesco alero de metal. Habían llamado a un taxi, y al pasar junto a la enorme estatua barbuda de Da Vinci, y cerca de los letreros esmaltados en azul que indicaban: ROMA, y los anuncios exteriores que promovían Pepsi-Cola, Ethiopian Airlines, Visite Israel, Telefunken, Olivetti, y los verdes pinos en forma de sombrilla, y los circundantes campos de
zucchini
y
broccoli
, y el mercado de comestibles conocido como Cassa del Mercato, y los edificios de apartamentos del suburbio de San Paolo, y el canódromo, y las losas rotas del Foro y el Coliseo (y durante el recorrido de media hora hasta el «Hotel Excelsior») Randall se sintió invadido por un sentimiento de creciente excitación.

Este lugar, antiguo y nuevo, se quedó pensando Randall, aquí es donde todo comenzó. Aquí, la gente lo recordaría siglos después, fue donde Resurrección Dos se había iniciado y donde el renacimiento de la fe había tenido su principio. Aquí fue donde una vez más se había dado esperanza a un mundo tristemente materialista. Todo esto sería posible (y él había rezado para que así fuera), si esta última duda negra pudiera ser borrada por la única persona del proyecto que, hasta ahora, los había eludido a todos.

Dejando a Ángela con su maleta en la acera de la entrada interior de coches del «Hotel Excelsior», Randall se había apresurado hacia el vestíbulo para registrarse para su estancia de una noche. Una vez que hubo depositado su propia maleta en el espacioso cuarto doble que le fue asignado, el número 406, había bajado con su portafolio para reunirse con Ángela y acompañarla a la quinta de la familia Monti, donde su recluido padre estaría esperándolos.

Al salir del hotel y cruzar la entrada de automóviles hacia Ángela, quien ahora estaba parada en la Via Vittorio Veneto haciéndole señas, Randall se sintió como si hubiera entrado a la ardiente ráfaga de un horno. Era el mediodía, y Roma estaba cociéndose bajo el intenso sol veraniego.

Ángela había alquilado un automóvil con chófer, un sonriente, pequeño y sempiterno italiano que usaba pantalones blancos de dril y que se había presentado como Giuseppe. Su coche, un «Opel» grande y flamante, afortunadamente tenía aire acondicionado y todas las ventanillas cerradas.

Acomodándose en el asiento trasero, Ángela, que estaba seria, observó a Randall cerrar la puerta.

—¿Estás listo? —dijo ella—. Ahora iremos a ver a mi padre.

—De nuevo, Ángela, gracias.

Ella habló rápidamente en italiano al chófer y le dio en inglés el domicilio adonde iban.

—A la Villa Bellavista, que está justo después de entrar a la Via Belvedere Montello.

El auto giró rápidamente y se metió al tráfico de la Via Veneto. Iban en camino a ver al profesor Augusto Monti.

«Por fin», pensó Randall.

El recorrido duró cuarenta minutos, tal vez cuarenta y cinco. Randall alcanzó a ver los nombres de algunas de las plazas y las calles por las que transitaban. Piazza Barberini. Via del Tritone. Piazza Cavour. Viale Vaticano, bordeando la ciudad del Vaticano. Via Aurelia, a la salida de Roma. Via di Boccea, ya en la campiña, con algunos edificios y poblados esparcidos.

Una vuelta a la derecha. La Via Belvedere Montello. El «Opel» estaba aminorando la marcha. El «Opel» frenó.

—Aquí es —dijo Ángela—. Villa Bellavista.

Randall miró por la ventanilla del auto. Detrás de una cerca de hierro color verde, cuya base de piedra era una combinación de rosa y amarillo, más allá de un jardín ondulado y parcialmente oculta tras de cipreses y pinos, se alzaba una rojiza mansión de dos pisos.

Ángela dijo algo al chófer, éste metió la velocidad y el «Opel» se movió lentamente junto a la cerca de hierro hasta llegar a la puerta que un portero canoso sostenía abierta. El portero saludó y Ángela contestó el saludo, mientras Giuseppe dirigía su coche a través de una vereda. Segundos después se encontraban frente a la escalinata que conducía a la terraza y a la apartada puerta principal de la mansión.

Giuseppe había dado la vuelta al auto rápidamente para ayudarlos a salir. Randall, con su portafolio y una mezcla de emociones (expectación, aprensión), subió los escalones junto con Ángela. Al llegar a la puerta principal, ella no se molestó en sacar la llave. La puerta no estaba acerrojada. La abrió, por encima del hombro hizo a Randall una seña con la cabeza, y él la siguió hacia dentro de la casa.

Estaban en el pasillo de entrada, cuyo piso estaba compuesto por ladrillos barnizados. A la izquierda había una escalera. A la derecha, una sala. Entraron a la sala, que era un cuarto enorme con techo abovedado y por piso más ladrillos rojos barnizados. El mobiliario incluía dos pianos de cola, varios conjuntos de muebles y una variedad de lámparas.

«Demasiada casa para un profesor retirado y solitario», pensó Randall.

Ángela lo condujo hacia el conjunto más cercano para que tomara asiento; un sofá de terciopelo verde, una mesa para café y varias sillas en color crema. Pero Randall no se sentó en el sofá. Permaneció de pie, rígido, con la vista fija. Dos escenas extrañas y confusas llamaron su atención.

Al frente, la ventana que daba al jardín lo inquietó. Estaba protegida con barrotes de arriba a abajo.

También al frente, a través de una puerta lateral, dos mujeres jóvenes habían entrado al cuarto. Estaban idénticamente ataviadas, con cofias almidonadas, cuellos blancos y delantales encima de unos uniformes azul marino.

Perplejo, Randall se giró hacia Ángela. Ella lo miraba fijamente, e hizo una pequeña afirmación con la cabeza.

—Sí, mi padre vive aquí —dijo ella—. Es un asilo de locos.

Quince minutos después, a solas y paseando inquietamente por toda la sala (la recepción, en realidad) de la Villa Bellavista, Steven Randall aún no se recuperaba de la impresión que le causó la revelación de Ángela.

Hasta hoy, le había parecido perfectamente lógico creer que el profesor Monti se hallaba recluido en las afueras de Roma por razones políticas. Aun al llegar aquí, la Villa Bellavista le había engañosamente parecido una residencia privada; un escondite perfecto y lujoso para quien había sido un eminente arqueólogo que había hecho un descubrimiento invaluable. De hecho, esta construcción había sido, tiempo atrás, la mansión campestre de algún acaudalado romano que luego la vendió a un grupo de psiquiatras italianos que la habían convertido en una
casa di cura
, un sanatorio para enfermos mentales. Los doctores habían tenido buen cuidado de que el edificio conservara, hasta donde fuera posible, su mobiliario residencial y su atmósfera hogareña, en la creencia de que eso produciría un efecto saludable en los pacientes.

Pero era, simple y llanamente, usando las palabras de Ángela, un asilo de locos. Y el profesor Monti era, y había sido durante más de un año, su paciente más prominente (aunque sin publicidad).

Todo esto se lo había dicho Ángela en los emotivos momentos que siguieron a su primera revelación.

—Ahora comprenderás mis evasivas y mis mentiras —había dicho Ángela—. Mi padre estaba perfectamente bien; era normal, tenía la mente claramente aguda, hasta hace poco más de un año. De la noche a la mañana sufrió un colapso mental total. Se volvió abstraído, desorientado, incomunicativo, y desde entonces lo han atendido aquí. No podía decírselo a nadie; ni a los editores, ni siquiera a ti, Steven. Si se hubiera sabido la noticia… si la hubieran distorsionado los enemigos de mi padre o los enemigos del proyecto… podría haberse creado un estigma, una duda acerca de todo su trabajo, de su descubrimiento, del propio proyecto. Yo no podía permitir que eso sucediera, así que me interpuse entre mi padre y todos aquellos que deseaban verlo. Pero anoche me di cuenta de que ya no podría impedir que tú lo averiguaras. Estuve tentada a decírtelo y terminar con el asunto, pero temía que pudieras todavía pensar que te estaba mintiendo. Así que hice lo que tú deseabas. Te traje a Roma, a la Villa Bellavista, para que vieras por ti mismo. Ahora, ¿confiarás en mí, Steven?

—Por siempre jamás, querida —Randall la había tomado en sus brazos, conmovido y avergonzado—. Lo siento, Ángela; en verdad lo siento. Espero que me perdones.

Ángela lo había perdonado, porque pudo comprender sus dudas, y le había dicho otra cosa:

—Además, te traje aquí para que conocieras a mi padre por otra razón. Él normalmente está en lo que parece ser un estado catatónico, aunque algunas veces, en raras ocasiones, muy raras, tiene breves intervalos de lucidez. Siempre, cuando mi hermana y yo lo vemos, está completamente fuera de contacto con toda realidad. Pero algunas veces tiene un destello, un chispazo de su propio ser normal y consciente. Yo esperaba, por ti, que al mostrarle la fotografía y al hablarle, podrías conmover algún recuerdo de su pasado. De este modo, se despejaría tu última duda acerca del Evangelio según Santiago.

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