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Authors: Irving Wallace

La Palabra (69 page)

—¿Una junta especial por la noche? ¿Acerca de qué?

—Los editores la convocaron, pero sólo el doctor Deichhart y la señorita Dunn los representaron. Nos hablaron de la necesidad de trabajar con mayor rapidez. No tuvo importancia. Sólo una charla para levantarnos el ánimo.

—¿Y el incendio se inició mientras ustedes estaban fuera?

—Sí —dijo Edlund sombríamente—. Un vecino vio salir el humo y llamó a la estación central de alarmas en el Nieuwe Achtergracht. Una bomba de incendios y un camión de escalera llegaron a los pocos minutos. A la hora que Paddy, Elwin y yo regresamos, las llamas habían sido apagadas, pero yo tuve que permanecer levantado mientras el jefe de bomberos y sus ayudantes trataban de determinar la causa.

Randall examinó el edificio.

—La casa parece casi nueva.

—El fuego fue controlado donde se inició, o sea en mi cuarto oscuro y mi taller, antes de que se extendiera. Pero causó graves daños, tanto al cuarto oscuro como al laboratorio.

—¿Quiere usted decir que solamente sus talleres fotográficos se quemaron?

—Sólo eso. El fuego destruyó casi la mitad del cuarto oscuro, y parte del resto. Permítame mostrárselo.

Penetraron por el estrecho pasillo de entrada impregnado por olores de cocina, atravesaron una estancia de techo alto donde habían unos sofás de terciopelo verde y una vitrina tallada, y donde aún persistía un claro aroma a humo, y luego llegaron a un cuarto aislado, ubicado en la parte de atrás, donde el hedor a quemado era más penetrante.

Una pesada puerta de roble estaba abierta, hecha pedazos por las hachas y mellada la cerradura de combinación, similar a la que protegía la bóveda del «Krasnapolsky»; la madera de la parte interior se hallaba chamuscada y negra.

—Éste es mi cuarto oscuro y mi taller… o lo que queda de ellos —dijo Edlund—. No se podrá ver bien hasta que restauren la electricidad. Las luces rojas no funcionan ahora. Pero esta parte del cuarto se utiliza para revelar las fotografías, y para colgarlas y secarlas. Ésas son paredes de mosaico, y sobre la mesa de formica abro mis rollos de película; aquellos tanques sirven para… bueno, eso no es de interés para usted. Pero, ¿puede usted ver? La pared de la derecha y el equipo que había ahí están carbonizados. El muro de enfrente está casi totalmente quemado. Y la cortina que separaba esta área de mis habitaciones contiguas se consumió. Si me hace el favor de seguirme.

Edlund caminó cautelosamente a través del apestoso cuarto oscuro, seguido por Randall; pasaron junto a una máquina que tenía un pedal que había sido grotescamente derretido por las llamas, y entraron a otro cuarto donde restos de cámaras, reflectores y un archivo reventado se sumaban a la devastación.

Sintiéndose desamparado, Edlund examinó este segundo cuarto.

—Aparentemente, el fuego se inició aquí. ¡Qué revoltijo! En mala hora ocurrió este incendio. Tendré que trabajar veinticinco horas al día para reponer la pérdida.

—¿Cómo se inició el fuego? —preguntó Randall.

—En un principio, el subjefe de bomberos insistió en que fue un acto de vandalismo. Le demostré que eso era imposible. Este cuarto oscuro… de hecho los dos cuartos… fueron especialmente diseñados y construidos en la parte remodelada de esta vieja casa, para proteger la zona por razones de seguridad. Como usted ve, no hay manera de entrar… Esos respiradores cubiertos son demasiado pequeños, así que sólo queda la pesada puerta de roble, que es a prueba de fuego. Usted la vio. La brigada de bomberos tuvo que hacerla pedazos para entrar con sus mangueras. Esa puerta no fue tocada previamente por maleantes, y ningún incendiario podría adivinar la combinación de la cerradura para abrir esta puerta, que es la única.

—¿Cuántas personas conocen la combinación?

—Yo tengo la combinación, naturalmente —dijo Edlund—. Nadie más usa esta oficina. —Luego recapacitó—. Bueno, supongo que otras personas de Resurrección Dos deben conocerla también, puesto que ellos mandaron construir el cuarto oscuro. Supongo que el inspector Heldering tendrá la numeración del disco. Quizá también el doctor Deichhardt y los otros editores. No lo sé. Finalmente convencí al subjefe de bomberos de que no pudieron haber sido maleantes. No tenían manera de entrar.

—Y, ¿qué tal si los maleantes lograron entrar por conducto de alguien de Resurrección Dos?

Edlund miró a Randall.

—También he considerado eso, pero no tiene lógica. ¿Por qué desearía alguien del proyecto destruir nuestra labor?

—¿Por qué lo desearía alguien, en verdad? —dijo Randall, casi para sí mismo.

—Así que los bomberos continuaron inspeccionando, y hasta hace un rato, cuando llegaba usted, el comandante de la brigada me entregó el informe. Aunque esto no sea absolutamente concluyente, el comandante cree que el fuego se inició debido a un corto circuito.

Edlund se tapó la nariz.

—Aquí apesta. Salgamos.

Salieron del cuarto oscuro hacia un corredor que quedaba más allá de la destruida puerta de roble. El hostigado fotógrafo ofreció a Randall un cigarrillo, y cuando éste lo rechazó, Edlund sacó uno de la cajetilla y lo encendió.

—Lamento mucho agobiarlo con mi pequeño trauma —le dijo—, especialmente cuando usted ha sido tan amable de haber venido a verme a mi casa por primera vez. Soy un mal anfitrión. ¿Tiene algún asunto de qué hablar conmigo, Steven?

—Sólo una cosa. —Señaló la carpeta de manila que llevaba consigo—. Quería echarle un vistazo al negativo de una copia fotográfica que usted me hizo… el negativo de la fotografía del Papiro número 9.

Edlund reaccionó completamente consternado.

—Pero eso era parte de lo que se perdió. Usted vio la habitación interior con los aparatos y el archivo arruinados. Mi juego completo de negativos, todos y cada uno, se consumió en el fuego. Ahora sólo quedan las cenizas. Así que, como usted podrá ver, no puedo complacerlo hoy. Pero esto no es tan grave. Ya he hecho los arreglos necesarios para tomar mañana nuevas fotografías de los papiros y el pergamino en la bóveda. El día siguiente tendré los nuevos negativos, y le podré mostrar el que usted desea ver. Así que eso no significa una pérdida para usted. No tenga preocupación.

—Eso no me preocupa —dijo Randall cuidadosamente—. Yo tengo un juego completo de copias sacadas de sus negativos originales. Sólo quería comparar la copia que yo tengo aquí del Papiro número 9 con su negativo original, para ver si la copia había sacado todo lo que hay en el negativo.

Edlund se hallaba desconcertado.

—Por supuesto que todo lo que había en el negativo está en su copia fotográfica. ¿Por qué no habría de ser así? Yo mismo me encargo del revelado y de las copias. Lo hago con mucho cuidado…

—Oscar, no me mal interprete —interrumpió Randall rápidamente—. No estoy poniendo en duda su trabajo. Es sólo que, bueno, al examinar nuevamente el juego completo de copias, antes de decidir cómo las usaríamos en nuestra campaña publicitaria, descubrimos que había una, sólo una, que parecía no tener la misma calidad… bueno, la misma claridad y precisión que las demás.

—¿Cuál? ¿La número 9? Eso no puede ser. Todas son iguales, de la misma calidad, hechas de la misma manera. La fotografía, ¿la trae consigo? Permítame verla.

Randall sacó de un sobre la copia brillante, ampliada a 28 por 36 centímetros, del Papiro número 9, y se la dio a Edlund.

—Ésta es.

El sueco hizo un brevísimo examen de la fotografía.

—No tiene nada de malo —dijo—. La misma calidad que las otras. Todo se ve claramente. Lo siento, Steven, pero esta copia no es diferente de las otras que yo hice.

—Empleó la técnica infrarroja para sacar esta fotografía, ¿no es verdad?

—Claro que sí.

—Y, dígame, ¿por qué la técnica infrarroja?

—Pensé que usted ya lo sabía. Cuando uno tiene que fotografiar un objeto que es cuando menos parcialmente ilegible, tiene que someterlo a la técnica infrarroja. Los métodos comunes no captarían lo que no puede verse con claridad, pero la infrarroja sí. El papiro refleja la radiación infrarroja que recibe y se vuelve… bueno… se ilumina, se vuelve, de este modo, más legible.

—Y, ¿así fue cómo tomó la fotografía que ahora tiene en sus manos? —Randall titubeó—. O, ¿fue usted realmente quien la tomó? Mírela de nuevo, Oscar. ¿Juraría que usted la tomó?

En vez de examinar de nuevo la fotografía, Edlund miró fijamente a Randall.

—¿De qué está hablando, Steven? Claro que yo tomé esta fotografía. ¿A quién más se le hubiera permitido hacerlo? Yo soy el único fotógrafo de Resurrección Dos, el único autorizado por seguridad, el único contratado para trabajar en el departamento de arte. Yo tomé todas las fotografías e hice todas las copias. ¿Qué le hace siquiera sugerir que yo no preparé esta fotografía?

—Sólo que parece diferente a las demás. No tiene la misma calidad o… el mismo estilo.

—¿Calidad? ¿Estilo? No sé a qué se refiere usted.

Un poco molesto, Edlund volvió a mirar la fotografía, buscando ángulos para captar mejor la luz del pasillo. Esta vez la inspeccionó cuidadosamente.

—Oscar, concéntrese en las líneas cuatro y cinco de la primera columna —le pidió Randall.

—Sí, de acuerdo. Están perfectamente bien. Perfectamente legibles.

—A eso me refiero —dijo Randall. Se preguntaba si le podría revelar a Edlund lo que verdaderamente le preocupaba. Que la primera vez que el abad Petropoulos y él habían estudiado la fotografía, esas líneas eran ilegibles, tal como deberían haber estado en el papiro original, y ahora, misteriosamente, eran perfectamente legibles, tanto en la fotografía como en el papiro. Decidió mejor no hablarle de esto aún, sino pretender que había visto el papiro con anterioridad—. Oscar, cuando vi el papiro por primera vez, esas líneas eran de las más difíciles de leer, casi indescifrables. Apenas se podían distinguir los rasgos o colitas en el arameo. Pero aquí, en la fotografía, pueden verse claramente. No tiene sentido.

—Para usted no tiene sentido. Para un fotógrafo tiene muy buen sentido. Cuando se me da algo como un fragmento de papiro que puede tener dos o tres zonas bastante tenues, borrosas o manchadas, empleo la técnica de retención de luz o enmascarillado. Si yo utilizara una exposición más prolongada para sacar las líneas tenues o las zonas borrosas, provocaría una sobreexposición en el resto del escrito arameo. Así que lo que hago es evitar que la luz de mi ampliadora dé sobre ciertas secciones del papiro durante el proceso de copiado; bloqueo las secciones legibles y claras, que necesitan sólo un tercio de la exposición que requieren las zonas oscuras y borrosas. Y, a través de esta técnica, obtengo un negativo y una copia bastante uniformes y bastante legibles. Ahí tiene usted la explicación técnica del porqué lo que usted vio ilegible en el papiro resulta bastante legible en la fotografía. Permítame mostrarle.

Edlund acercó la fotografía a Randall.

—Ahí puede usted ver cómo esa técnica hizo resaltar el tenue arameo en las líneas cuarta y quinta, y lo volvió tan claro. Recuerdo que en este papiro había otra zona, igualmente oscura e ilegible, hasta que yo… —Su voz se desvaneció y se quedó parpadeando ante el margen inferior de la columna escrita en arameo—. ¡Qué raro! —musitó.

—¿Qué le parece raro, Oscar? —interrumpió Randall.

—Esta zona inferior. Está sobreexpuesta. Un poco quemada. No está bien empleada la técnica que acabo de describirle. El canalete para bloquear la luz cortó la exposición… yo no soy tan descuidado; no haría un trabajo tan pobre. Estoy seguro… o por lo menos lo estaba… de que hice todas mis exposiciones balanceadas y uniformes. Estoy seguro de que así lo hice. He visto estas fotografías cientos de veces, y siempre me he sentido satisfecho. Sin embargo, aquí está esto, una zona sobreexpuesta. Quiero decir que, a simple vista, y para cualquier otra persona, quizá no sea notorio. Pero para mí, resulta obvio. No puedo comprender esto.

Randall le quitó amablemente la fotografía.

—Tal vez usted no hizo esta copia, Oscar.

—La hice, porque yo las hice todas —dijo Edlund obstinadamente—. Y sin embargo, yo no suelo trabajar tan mal. Es muy extraño que esto sucediera.

—Sí —dijo Randall—. Muchas cosas extrañas han ocurrido últimamente dentro del proyecto.

Randall quiso añadir que era extraño cómo unas cuantas líneas de la fotografía, que habían aparecido borrosas a la vista en el Monte Atos, se habían vuelto menos borrosas en Amsterdam. Y que era extraño cómo cierto papiro había desaparecido el mismo día en que él quiso verlo, para que luego reapareciera convenientemente al día siguiente. Y que era extraño cómo el negativo que él quería comparar con esta copia (supuestamente sacada de aquél) había sido consumido por el fuego sólo unas horas antes, y que era extraño cómo la técnica descrita por Edlund había sido empleada de manera tan poco profesional en sólo una de las fotografías, en esta copia del Papiro número 9.

Para Randall había preguntas, mas no respuestas satisfactorias. Estaba claro que Edlund, sin el negativo crucial y con la férrea convicción de que él era el único fotógrafo del proyecto, no le podía proporcionar las respuestas.

Randall conjeturó que, a menos que hubiera alguien, en algún lugar, que apoyara sus dudas o que se las despejara para siempre, tendría que dedicarse a Resurrección Dos con fe ciega. También sabía que era difícil, casi imposible, tener una fe ciega después de que uno había abierto los ojos. Pero, ¿abierto los ojos a qué?

En ese instante le vino una idea, y sus ojos se abrieron ante una posible solución que había pasado completamente por alto, la más obvia de todas.

—Oscar, ¿puedo usar su teléfono?

—Hay uno detrás de usted, en la pared. Adelante, úselo. Ahora, con su permiso, tengo muchas cosas que limpiar.

Randall dio las gracias al fotógrafo, esperó a que se marchara, y finalmente tomó el teléfono y llamó a Resurrección Dos.

Le dijo a la operadora del conmutador que quería hablar con el abad Petropoulos. Segundos más tarde, la operadora lo había conectado con la secretaria del doctor Deichhardt.

—Habla Steven Randall. ¿Todavía se encuentra ahí el abad Petropoulos?

—Sí, señor Randall. Acaba de regresar de almorzar con los editores. Todos están conferenciando en la oficina del doctor Deichhardt.

—¿Podría avisarle? Quisiera hablar con él.

—Lo lamento mucho, señor Randall, pero tengo instrucciones de no interrumpir ni pasar llamadas telefónicas.

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