La enfermería estaba insólitamente vacía porque el día era cálido y sin viento, y a los ancianos y enfermos crónicos los habían sacado para que recibieran la caricia curativa del sol.
El hermano Gottschalk yacía boca abajo en una cama, a medias consciente, con las heridas abiertas enrojeciendo las sábanas. El hermano Benjamín, el médico, se inclinaba sobre él, tratando de cortar la hemorragia con unas vendas ya completamente llenas de sangre. Alzó la vista cuando entró Juana.
—Bien. Has venido. Alcánzame las vendas de aquel estante.
Juana se apresuró a obedecer. El hermano Benjamín quitó las vendas usadas, las arrojó al suelo y puso las nuevas. En escasos segundos ya estaban empapadas.
—Ayúdame a cambiarlo de posición —dijo Benjamín—. Por el modo en que se apoya, ese hueso sigue mal. Tenemos que poner de nuevo la costilla en su lugar o nunca dejará de sangrar.
Juana fue al otro lado de la cama y puso las manos hábilmente de tal modo que un solo movimiento rápido llevara el hueso a su lugar.
—Despacio —dijo Benjamín— Aunque está sensible sólo a medias, sentirá el dolor. Lo haremos juntos, hermano. Uno, dos, ¡tres!
Juana tiró mientras el hermano Benjamín empujaba. Salió un chorro de sangre; el hueso se acomodó bajo la carne.
—
¡Deo, juva me!
—Gottschalk levantó la cabeza con angustia y cayó inconsciente.
Limpiaron la sangre y curaron las heridas.
—Bien, hermano Juan, ¿qué hay que hacer ahora? —preguntó el hermano Benjamín para comprobar los conocimientos de su aprendiz.
Ella respondió rápido.
—Aplicar un bálsamo… de artemisa, quizá, mezclado con poleo. Mojar algunas vendas en vinagre y aplicarlas como almohadilla.
—Muy bien. —Benjamín estaba complacido—. Pondremos ligustro también para prevenir la infección.
Trabajaron juntos preparando la solución y el olor fuerte de las hierbas machacadas no tardó en envolverlos. Cuando las vendas estuvieron empapadas y listas, Juana se las tendió al hermano Benjamín.
—Hazlo tú —dijo él, y se quedó mirando con aprobación cómo su joven aprendiz acomodaba los feos jirones de carne abiertos y colocaba encima las vendas con movimientos precisos.
Se inclinó a examinar al paciente. Los vendajes estaban perfectos; de hecho, estaban mejor de lo que podría haberlos colocado él. Pero no le gustaba el aspecto del hermano Gottschalk. Su piel, fría y pegajosa al tacto, se había puesto blanca como lana recién cardada. Su respiración se hacía más superficial y el pulso, que costaba encontrar, era peligrosamente rápido.
«Morirá —pensó con angustia el hermano Benjamín, y a ese pensamiento siguió otro—: El hermano abad se pondrá furioso». Rabano se había excedido en el capítulo y debía de saberlo; la muerte de Gottschalk sería a la vez una deshonra y un problema. Y si la noticia llegaba a oídos del rey Ludovico… bueno, ni siquiera los abades eran inmunes a la censura y a la pérdida del puesto.
El hermano Benjamín no sabía qué más hacer. Su farmacopea era inútil porque no podía administrar nada por la boca, ni siquiera agua, para reponer los fluidos perdidos mientras el paciente siguiera inconsciente.
La voz de Juan Ánglico lo sacó de sus pensamientos:
—¿Enciendo el fuego en el brasero para calentar unas piedras?
Benjamín miró a su ayudante con sorpresa. Envolver a un paciente en tiras de tela calentadas con piedras era un procedimiento médico habitual en invierno porque se sabía que el frío quitaba fuerzas al hombre. Pero ¿en aquellos últimos días cálidos del otoño…?
—Lo dice el tratado de Hipócrates sobre las heridas —le recordó Juana. El mes pasado ella había terminado su traducción de la brillante obra del médico griego.
El hermano Benjamín frunció el ceño. Le gustaba aprender, y dentro de lo limitado del conocimiento médico de la época podía considerarse bueno. Pero no era un innovador; se sentía más cómodo con los viejos remedios conocidos que con las ideas y teorías nuevas.
—La conmoción de una herida violenta —siguió Juana con una impaciencia casi imperceptible—, según Hipócrates, puede matar a un hombre con un frío penetrante que surge de dentro.
—Es cierto que he visto a hombres morir súbitamente después de los golpes, aunque las heridas no parecieran mortales —dijo el hermano Benjamín lentamente—.
Deus vult
, he pensado siempre, la voluntad de Dios…
El rostro joven e inteligente de Juan Ánglico estaba encendido de impaciencia mientras esperaba el permiso para proceder.
—Muy bien —dijo el hermano Benjamín—, enciende el brasero; no creo que le haga daño al hermano Gottschalk y es posible que le haga algún bien, como dice el médico pagano.
Se acomodó en un banco, agradecido por poder descansar sus piernas artríticas mientras su joven asistente se ocupaba de encender el fuego y poner piedras a calentar.
Cuando las piedras estuvieron calientes, Juana las envolvió en gruesas tiras de tela y las dispuso cuidadosamente alrededor de Gottschalk. Dos de las más grandes quedaron bajo sus pies de modo que éstos quedaran ligeramente elevados, siguiendo las recomendaciones de Hipócrates. Terminó cubriéndolo con una ligera manta de lana para que el calor no se escapara.
Al cabo de un rato, los párpados de Gottschalk se agitaron; gimió y se movió. El hermano Benjamín se acercó a la cama. Un saludable color rosado había vuelto a la piel del herido y ya respiraba con más normalidad. Le tomó el pulso y comprobó que los latidos eran más fuertes y regulares.
—Dios sea loado. —El hermano Benjamín suspiró de alivio. Sonrió a Juan, que estaba al otro lado de la cama. «Tiene el don», pensó con un orgullo casi paternal, vagamente teñido de envidia. Desde el primer momento, aquel chico se había revelado como una brillante promesa (por eso Benjamín lo había pedido como ayudante), pero nunca había esperado que avanzara tanto en tan poco tiempo. En unos pocos años Juan Ánglico había dominado las habilidades que al hermano Benjamín le habían costado una vida entera—. Tienes el don de curar, hermano Juan —dijo con benevolencia—. Hoy has superado a tu viejo maestro; pronto no tendré nada que enseñarte.
—No digas eso —respondió Juana con pena ya que apreciaba a Benjamín—. Tengo mucho que aprender todavía y lo sé.
Gottschalk volvió a gemir y sus labios tensos se abrieron enseñando los dientes.
—Empieza a sentir el dolor —dijo el hermano Benjamín.
Trabajando rápido preparó una poción de vino tinto y salvia, en la que vertió unas gotas de jugo de amapolas. Aquella preparación requería el mayor cuidado porque en pequeñas dosis daba alivio a los dolores más insoportables, pero también podía matar y la diferencia dependía sólo de la habilidad del médico.
Cuando terminó, le dio la copa llena a Juana, que la llevó a la cama y se la ofreció a Gottschalk. Éste la rechazó altivamente, aunque el movimiento súbito lo hizo gritar de dolor.
—Bebe, hermano —dijo Juana con suavidad, y llevó la copa a los labios de Gottschalk— Debes ponerte bien si quieres obtener la libertad —añadió en un tono de complicidad.
Gottschalk le dirigió una mirada de sorpresa. Tomó unos sorbos, después bebió rápido, con sed, como hombre que llega a una fuente tras una larga caminata al sol.
De pronto sonó una voz autoritaria detrás de ellos.
—No pongáis esperanzas en hierbas y pociones.
Al volverse Juana vio al abad Rabano seguido por una veintena de hermanos. Dejó la copa y se puso de pie.
—El Señor le da la vida a los hombres y los hace sanos. Sólo la plegaria puede restaurar la salud de este pecador.
El abad Rabano hizo una señal a los hermanos, que rodearon en silencio la cama.
El abad dirigió la oración por el enfermo. Gottschalk no se unió a ella. Se quedó con los ojos cerrados como si durmiera, aunque por su respiración Juana sabía que estaba despierto.
«Su cuerpo se curará —pensó—, pero no su alma herida». El corazón de Juana estaba de parte del joven monje. Entendía su obstinado rechazo a someterse a la tiranía de Rabano por recordar, demasiado bien, su propio combate contra su padre.
—Damos gracias a Dios. —La voz del abad Rabano se imponía sobre la del resto de los monjes.
Juana se unió al rezo, pero en su interior le daba gracias también al pagano Hipócrates, adorador de ídolos, cuyos huesos eran polvo desde muchos siglos antes de que naciera Cristo, pero cuya sabiduría había llegado a aquellos lejanos años para curar a uno de sus hijos.
—Las heridas se están curando —aseguró Juana a Gottschalk tras quitarle los vendajes.
Habían pasado dos semanas desde los latigazos y ya la costilla rota se había soldado. Las heridas cicatrizaban satisfactoriamente; aunque, al igual que ella, Gottschalk llevaría de por vida las huellas del castigo.
—Gracias por el trabajo que te has tomado, hermano —respondió Gottschalk—. Pero habrá que hacerlo todo de nuevo porque es sólo cuestión de tiempo que me mande azotar otra vez.
—Sólo lo provocarás si le desafías abiertamente. No si adoptas una actitud más tranquila.
—Lo desafiaré hasta con el último aliento de vida. Él es el mal —gritó con pasión.
—¿Has pensado en decirle que no reclamarás la tierra a cambio de tu libertad? —le preguntó Juana.
Un oblato siempre era ofrecido a un monasterio junto con una sustancial donación de tierra; si el oblato se marchaba, la tierra revertía a su propiedad.
—Por supuesto que se lo he ofrecido ya —respondió Gottschalk—. No es la tierra lo que quiere; soy yo, o más bien mi sumisión, en cuerpo y alma. Y nunca la tendrá aunque me mate.
De modo que era un combate de voluntades entre ellos; un combate en que Gottschalk nunca podría ganar. Sería mejor que se fuera de allí antes de que sucediera algo terrible.
—He estado pensando en tu problema —dijo Juana— El mes próximo hay un sínodo en Maguncia. Asistirán todos los obispos de la Iglesia. Si presentas una petición por tu libertad tendrán que considerarlo… Y una orden del sínodo estaría por encima del abad Rabano.
—El sínodo nunca se opondrá a la voluntad del gran Rabano Mauro —respondió Gottschalk con desaliento— Su poder es demasiado grande.
—Ha habido casos de oposición a abades y hasta a arzobispos —argumentó Juana—. Y tienes un buen argumento en el hecho de que fuiste ofrecido como oblato en la infancia, antes de llegar a la edad de la razón. Estuve buscando en la biblioteca y encontré algunos pasajes de Jerónimo que apoyarían esa argumentación. —Sacó un rollo de pergamino de debajo de la túnica—. Mira, lee tú mismo… Lo he copiado.
Los ojos oscuros de Gottschalk se iluminaron al leer. Alzó la vista entusiasmado.
—¡Es muy bueno! ¡Una docena de Rabanos no podría refutar un argumento tan bien hecho! —De inmediato, una nube volvió a velar su mirada—. Pero… no tengo modo de presentarlo ante el sínodo. Nunca me dará permiso para salir, ni siquiera por un día, y mucho menos para ir a Maguncia.
—Burchard, el comerciante de telas, puede llevarlo por ti. Su oficio lo obliga a ir a Maguncia regularmente. Lo conozco bien porque viene a la enfermería a buscar medicinas para su esposa, que sufre de jaquecas. Puede confiársele la petición.
Gottschalk preguntó con desconfianza:
—¿Por qué estás haciendo esto?
Juana se encogió de hombros.
—Un hombre debería ser libre de vivir como quisiera.
Y para sí añadió: «Y, ya que estamos, una mujer también».
Todo salió según lo planeado. Cuando Burchard se presentó en la enfermería para recoger la medicina de su esposa, Juana le dio el pergamino que él se llevó metido en su saco.
Pocas semanas después, el abad recibió una visita inesperada de Otgar, el obispo de Trier. Tras los saludos formales en el patio, el obispo pidió una audiencia con el abad.
La noticia que traía el obispo era asombrosa: Gottschalk debía ser exonerado de sus votos. Era libre de abandonar Fulda cuando quisiera.
Quiso irse de inmediato, sin quedarse un minuto más de lo necesario bajo la mirada de Rabano. Empaquetar sus cosas no fue problema; aunque había vivido toda su vida en el monasterio, Gottschalk no tenía nada que llevarse con él ya que a un monje no se le permitía tener propiedades personales. El hermano Anselmo, el cocinero, le preparó un saco con comida para los primeros días en el camino y eso fue todo.
—¿Adonde irás? —le preguntó Juana.
—A Speyer —respondió él— Tengo una hermana casada allí; puedo quedarme con ella un tiempo. Después… no sé.
Había luchado tanto y con tan pocas esperanzas por su libertad que no había tenido tiempo de pensar en lo que haría si la conseguía. Nunca había conocido nada que no fuera la vida monástica; sus ritmos seguros y predecibles eran una parte de él, como la respiración. Aunque era demasiado orgulloso para admitirlo, Juana podía leer la incertidumbre y el miedo en sus ojos.
Los monjes no se reunieron para una despedida formal porque Rabano lo había prohibido. Sólo Juana y unos pocos hermanos, cuyo
opus manuum
les obligaba a estar en el patio delantero a aquella hora, vieron salir a Gottschalk, un hombre libre al fin. Juana lo vio bajar por el camino, su figura alta y flaca haciéndose más y más pequeña hasta desaparecer en el horizonte.
¿Sería feliz? Juana lo esperaba. Pero, de algún modo, parecía un hombre destinado a anhelar siempre lo que no podía conseguir, a elegir el camino más difícil y escarpado. Rezaría por él como por todas las demás almas tristes y desorientadas que rodaban solas por los caminos.
El día de los Difuntos, los hermanos de Fulda se reunieron en el patio para la
separatio leprosorum
, la solemne liturgia que segregaba a los leprosos de la sociedad. Aquel año habían sido identificados siete desafortunados en la región que rodeaba a Fulda, cuatro hombres y tres mujeres. Uno era un muchacho de no más de catorce años, en el que las marcas de la enfermedad eran por el momento invisibles; otro era una anciana de sesenta o más años, sin párpados, labios ni dedos, lo cual venía a indicar que estaba en un estadio avanzado de la enfermedad. Los siete habían sido envueltos en sudarios negros y llevados al patio, donde formaban un grupo.
Los monjes se acercaron en solemne procesión. Al frente iba el abad Rabano vestido según su dignidad abacial. A su derecha iba el prior José y a su izquierda el obispo Otgar; detrás marchaban los demás hermanos en orden de edad. Dos legos cerraban la procesión arrastrando una carretilla cargada con tierra del cementerio.