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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (43 page)

—Trae a Benedicto —le ordenó—. Quiero hablar con él.

Celestino asintió con la cabeza y salió ahogando un bostezo. Uno de los criados de cocina entró con un plato de pan y tocino. Se suponía que Sergio debía ayunar hasta celebrar la misa, porque las manos que tocaban los dones eucarísticos tenían que estar libres de toda mancha mundana. Pero en privado se hacía poco caso de estas sutilezas formales… especialmente con un papa tan sensible a la gula.

Aquella mañana, sin embargo, el olor del tocino revolvió el estómago de Sergio. Apartó la bandeja.

—Llévatela.

Entró un notario y anunció:

—Su gracia el arcipreste os espera en el triclinio.

—Que espere —respondió Sergio en tono cortante—. Antes hablaré con mi hermano.

El sentido común de Benedicto en aquella crisis había fallado. Había sido idea suya coger dinero del tesoro papal para sobornar a Lotario. Cincuenta mil sueldos de oro serían suficientes para aplacar el orgullo herido hasta de un emperador.

Celestino volvió, acompañado no de Benedicto sino de Arighis, el
vicedominus
.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Sergio.

—Se ha ido, santidad —replicó Arighis.

—¿Ido?

—Ivo, el portero, lo vio salir antes del alba con una docena de asistentes. Pensamos que vos lo sabíais.

Una ola de bilis bañó la garganta de Sergio.

—¿Y el dinero?

—Benedicto lo recogió anoche. Eran once cofres en total. Los llevaba consigo cuando salió.

—¡No! —Pero mientras los labios de Sergio formaban la negación ya sabía que era verdad. Benedicto lo había traicionado.

Se sentía impotente. Lotario entraría y no habría nada, nada que Sergio pudiera hacer para detenerlo.

Se dobló por el mareo. Se inclinó sobre el lado de la cama y devolvió el contenido de su estómago sobre el suelo. Trató de levantarse pero no pudo; sentía un dolor punzante en las piernas que lo inmovilizaba. Celestino y Arighis corrieron a ayudarlo y lo hicieron acostar. Volviendo la cara hacia la almohada, Sergio lloró sin disimulo, como un niño.

Arighis se volvió hacia Celestino.

—Quédate con él. Iré a las mazmorras.

Juana miró el plato de comida que tenía ante sí. Había un pequeño mendrugo de pan duro y unos trozos grises de carne agusanada; el olor a podrido subía hasta su nariz. Hacía varios días que no comía porque los guardias, ya por descuido, ya deliberadamente, no le llevaban comida de forma regular. Miraba la carne y el hambre combatía con el juicio. Al final puso a un lado el plato. Cogió el mendrugo de pan y mordió una punta, masticando lentamente para hacerlo durar más.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Dos semanas? ¿Tres? Había empezado a perder la cuenta. La perpetua tiniebla la desorientaba. Había usado con economía su cabo de vela, sólo para comer o preparar medicamentos que sacaba de su bolsa. Aun así, ya se había reducido a un pequeño residuo de cera que no serviría para darle más de otra hora, o dos como máximo, de preciosa luz.

Pero más terrible aún que la oscuridad era la soledad. El silencio absoluto y sin interrupciones era irritante. Para mantenerse alerta se imponía una serie de tareas mentales: recitar de memoria toda la regla de san Benito, los ciento cincuenta salmos, y el Libro de los Actos. Pero aquellas hazañas de la memoria no tardaron en volverse demasiado rutinarias para mantener despierta su atención.

Recordaba cómo el gran teólogo Boecio, prisionero igual que ella, había encontrado fortaleza y consuelo en la plegaria. Pasaba horas arrodillada en el frío suelo de piedra de la mazmorra tratando de rezar. Pero en el centro mismo de su ser sentía el vacío. La semilla de la duda, plantada en su infancia por su madre, había echado raíces en su alma. Trató de arrancarla como una maleza para poder elevarse hacia la luz benéfica de la gracia divina, pero no podía. ¿Dios estaría escuchando? ¿Estaría ahí al menos? Cuando pasaron los días y no hubo noticias de Sergio, toda su esperanza empezó a apagarse.

De pronto la sobresaltó el pesado sonido del cerrojo de metal. Un instante después la puerta se abría de par en par, dejando entrar una luz cegadora en la tiniebla. Protegiéndose los ojos contra el resplandor, Juana miró hacia la abertura. Vio dibujada la silueta de un hombre contra la luz.

—¿Juan Ánglico? —preguntó el hombre sin verla.

La voz le resultó conocida.

—¡Arighis! —Juana se sintió mareada al levantarse y dar unos pasos en el agua hacia el
vicedominus
papal—. ¿Te envía Sergio?

Arighis negó con la cabeza.

—Su santidad no desea verte.

—¿Entonces por qué…?

—Está gravemente enfermo. Una vez le diste una medicina que lo ayudó; ¿la tienes contigo?

—La tengo. —Juana sacó de la bolsa un sobre de polvo de cólquico.

Arighis quiso cogerlo, pero Juana retiró la mano.

—¿Qué? —dijo Arighis—. ¿Tanto lo odias? Cuidado, Juan Ánglico, desear el mal al vicario de Cristo equivale a poner en el más grave peligro tu alma inmortal.

—No lo odio —dijo Juana, y lo decía en serio. Estaba convencida de que Sergio no era malo, sino sólo débil y dominado por su sobornable hermano—. Pero no le daré esta medicina a quien no sepa administrarla. Sus poderes son muy grandes y una dosis mal medida podría ser letal. —Esto no era del todo cierto porgue la raíz en polvo no era tan potente; se necesitaría una dosis muy grande para hacer daño. Pero era su ocasión de recobrar la libertad; no permitiría que aquella puerta volviera a cerrarse— Además —añadió—, ¿cómo sé que Sergio está sufriendo del mismo mal que antes? Para curarlo tengo que verlo.

Arighis vaciló. Liberar al prisionero sería un acto de insubordinación, una desobediencia directa a las órdenes del papa. Pero si Sergio moría con el emperador franco en las puertas de la ciudad, el papado y Roma misma podían desaparecer.

—Ven —dijo, tomando de repente una decisión—. Te llevaré ante él.

Sergio yacía sobre los blandos almohadones forrados en seda de la cama papal. Lo peor del dolor había pasado, pero lo había dejado agotado y débil como un gatito recién nacido.

Se abrió la puerta de la cámara y entró Arighis, seguido por Juan Ánglico. Sergio reaccionó con violencia al verla.

—¿Qué está haciendo aquí este pecador?

—Viene con una poderosa medicina —dijo Arighis— que os devolverá la salud.

Sergio negó con la cabeza.

—Toda cura genuina viene de Dios. Su gracia curativa no será transmitida a través de un medio tan impuro.

—No soy impuro —protestó Juana—. Benedicto os mintió, santidad.

—Estabas en la cama de una puta —respondió Sergio en tono acusador—. Los guardias te vieron.

—Vieron lo que esperaban ver, lo que les habían dicho que vieran —replicó Juana. Explicó rápidamente cómo Benedicto había preparado la trampa—. Yo no quería ir —dijo—, pero Arighis insistió.

—Es cierto, santidad —confirmó Arighis—. Juan Ánglico preguntó si no era posible enviar a otro médico. Pero Benedicto insistió en que fuera él y no otro.

Durante largo rato, Sergio no habló. Al fin dijo con voz débil:

—Si eso es cierto se te ha hecho una grave ofensa. —Su angustia estalló—: ¡La llegada de Lotario es el justo castigo de Dios por todos mis pecados!

—Si Dios quisiera castigaros dispone de modos más fáciles de hacerlo —señaló Juana—. ¿Por qué sacrificar las vidas de miles de inocentes cuando podría borraros de un simple golpe?

El razonamiento cogió a Sergio por sorpresa. Con el habitual egocentrismo de los poderosos no se le había ocurrido aquella idea.

—La llegada de Lotario no es un castigo —insistió Juana—: es una prueba. Una prueba de fe. Debéis conducir al pueblo con la fuerza de vuestro ejemplo.

—Estoy enfermo en cuerpo y alma. Déjame morir.

—Si lo hacéis, la voluntad del pueblo morirá con vos. Debéis ser fuerte, por ellos.

—¿Qué diferencia hay? —dijo Sergio con tono desesperanzado—. No podemos hacer frente a las fuerzas de Lotario; se necesitaría un milagro.

—Entonces —dijo Juana con firmeza— tendremos que hacer un milagro.

El día siguiente al domingo de Pentecostés, fecha en que se esperaba la llegada de Lotario, la plaza situada frente a la basílica de San Pedro empezó a llenarse de miembros de las distintas escuelas de la ciudad, vestidos con sus mejores galas. Lotario no había hecho una declaración formal de hostilidades, de modo que el plan era hacerle la recepción debida a un personaje de su elevada posición. La inesperada bienvenida podía desarmarlo el tiempo suficiente para que pudiera ponerse en práctica la segunda parte del plan de Juana.

A media mañana todo estaba listo. Sergio dio la señal y el primer grupo, los
judices
, puso sus caballos al paso, con los estandartes amarillos con sus emblemas flotando sobre ellos. Detrás venían los defensores y los diáconos; atrás, a pie, las distintas escuelas de extranjeros: frisios, francos, sajones, lombardos y griegos. Se alentaban a sí mismos con cantos cuando recorrían la Vía Triunfal, entre los esqueletos en ruinas de templos paganos alineados a la vera del antiguo camino.

«No permita Dios que marchen hacia su muerte», pensó Juana. Volvió su atención a Sergio. Había mejorado mucho en los últimos días, pero estaba lejos de encontrarse bien. ¿Tendría el vigor necesario para soportar el tormento de la jornada? Juana habló con un chambelán, que llevaba una silla en la que Sergio se hundió con gesto de alivio. Juana le ofreció agua de limón mezclada con miel para darle fuerzas.

Cincuenta de los hombres más poderosos de Roma se habían reunido en el ancho pórtico que se alzaba ante las puertas de la basílica: todos los funcionarios principales de la administración de Letrán, un selecto grupo de cardenales, los duques y príncipes de la ciudad y sus cortejos. El arzobispo Eustaquio dirigió una breve plegaria y luego se hizo el silencio. No quedaba más que esperar.

Con rostros tensos mantenían los ojos fijos en la curva de la calle, más allá de los setos verdes de la explanada de Nerón.

El tiempo pasaba con insoportable lentitud. El sol ascendía en un cielo sin nubes. La brisa matutina disminuyó y luego cesó del todo, dejando que las banderas colgaran fláccidas contra los mástiles. Enjambres de moscas giraban sobre sus cabezas y su irritante zumbido sonaba con fuerza en el silencio de la espera.

Habían pasado más de dos horas desde que había partido la procesión. Ya tendrían que haber vuelto.

De pronto, hubo un ruido apenas perceptible en la distancia. Escucharon. El ruido subió, sostenido e inconfundible: eran voces distantes entonando un canto.


Deo gratias
—susurró Eustaquio cuando los estandartes aparecieron sobre el horizonte verde como velas amarillas sobre el mar.

Instantes después aparecían los primeros jinetes, seguidos por miembros de las diversas escuelas, a pie. Detrás de ellos marchaba una oscura multitud que se extendía hasta más allá del horizonte: el ejército de Lotario. Juana contuvo el aliento; nunca había visto tantos hombres juntos.

Sergio se levantó apoyándose en su báculo. La vanguardia de la procesión se abrió en dos alas al llegar a la basílica, formando un corredor por el que pudiera pasar el emperador.

Apareció Lotario a caballo. Al mirarlo, Juana entendió los relatos de bárbara crueldad que lo habían precedido. Tenía un cuerpo sólido, coronado por un cuello grueso y una gran cabeza; su cara ancha y chata, de ojos saltones, tenía un aire de malévola inteligencia.

Los dos grupos quedaron enfrentados, uno oscuro y embarrado por los rigores del camino, el otro inmaculado y brillante en sus blancas ropas clericales. Detrás de Sergio, el tejado de San Pedro se veía incandescente, con sus tejas de plata brillando en la luz de la mañana: el corazón espiritual de la Iglesia, el faro del mundo, el santuario más venerable de toda la cristiandad. Ante tanta grandeza, hasta los emperadores habían inclinado la cabeza.

Lotario desmontó, pero no se arrodilló para besar el primer escalón de la basílica, según el habitual gesto de reverencia. Subió resueltamente la escalinata, seguido por un grupo de hombres armados. Los prelados reunidos ante las puertas abiertas de la basílica retrocedieron alarmados. Los guardias papales rodearon a Sergio en gesto de protección con las manos en las empuñaduras de sus espadas.

De pronto, las puertas abiertas de San Pedro se movieron. Lotario dio un paso atrás. Sus hombres sacaron las espadas y quedaron desconcertados mirando de un lado a otro. Pero no había nadie cerca. Las puertas se movieron lentamente sobre sus bisagras como si las empujara una fuerza sobrenatural. Hasta que se cerraron con un ruido seco.

«Ahora». Juana le indicó a Sergio que era el momento de entrar en acción. Como si hubiera oído su orden silenciosa, el papa se adelantó, alzando los brazos en un gesto teatral. Nadie habría reconocido al hombre débil y enfermo de hacía unos días; con su blanco
camelaucum
y su túnica dorada se le veía imponente, dominante.

Habló en lengua franca para asegurarse de que los soldados de Lotario lo entendieran.

—La mano de Dios —dijo solemnemente— ha cerrado para vosotros el más sagrado de sus altares.

Los hombres de Lotario soltaron gritos de temor. El emperador seguía inmóvil, desconcertado.

Sergio pasó al latín.


Si pura mente et pro salute Reipublicae huc advenisti…
«Si has venido con sana intención y por el bien de la república, entra y sé bienvenido; si no, no hay poder terrenal que te abra estas puertas».

Lotario vaciló, todavía desconfiado. ¿Sergio habría hecho un milagro? Lo dudaba, pero no podía asegurarlo: los caminos de Dios eran misteriosos. Además, su propia posición se había debilitado considerablemente porque sus hombres estaban cayendo de rodillas aterrorizados y soltaban las espadas.

Con una sonrisa forzada Lotario le abrió los brazos a Sergio. Los dos hombres se estrecharon y sus labios se encontraron en un beso formal de paz.


Benedictus qui venit in nomine Domine
—dijo el coro. «Bendito el que viene en nombre del Señor».

Las puertas volvieron a ponerse en movimiento. Bajo la mirada atónita de todos, los paneles recubiertos en plata volvieron a abrirse hasta quedar como antes. Cogidos del brazo, con los sonidos triunfales del
Hosanna
resonando en sus oídos, Sergio y Lotario entraron en la basílica a rezar ante el trono del apóstol.

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