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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (44 page)

Las dificultades con Lotario no habían terminado: aún había que ofrecer explicaciones, dar disculpas, negociar ventajas, hacer concesiones. Pero el peligro inmediato había pasado.

Juana pensó en Geroldo y en cuánto se habría reído si la hubiera visto usar el truco hidráulico de la puerta. Lo imaginó con los ojos azules encendidos por la broma, la cabeza echada hacia atrás con la risa generosa que ella tan bien recordaba.

Eran extraños los caminos del corazón. Uno podía pasar años habituado a una pérdida, resignado, y después, con un pensamiento casual, el dolor volvía a la superficie, agudo y desnudo como una herida reciente.

Veintidós

Geroldo suspiró con alivio cuando sus hombres descendieron por la ladera final del monte Cenis. Con los Alpes a sus espaldas, lo peor del viaje quedaba atrás. Adelante se extendía la Vía Franca, lisa y bien mantenida ya que aún conservaba su antiguo pavimento de piedra, colocado por los romanos en una época anterior a cualquier recuerdo.

Puso su caballo a medio trote. Quizás ahora podrían recuperar el tiempo perdido. Una nevada tardía había vuelto extremadamente peligroso el paso alpino; dos hombres habían muerto cuando sus monturas perdieron pie en el suelo resbaladizo y el abismo se tragó a caballos y jinetes. Geroldo se había visto obligado a ordenar un alto hasta que las condiciones mejoraran; la parada los retrasó más todavía de la vanguardia del ejército imperial, que ya debía de estar acercándose a Roma.

No importaba; Lotario no los echaría de menos. Aquella división de retaguardia estaba formada sólo por doscientos hombres, nobles menores y pequeños propietarios que habían llegado tarde a la leva primaveral en el Marchfeld. Era un cargo insultante para un hombre de la categoría de Geroldo.

En los tres años transcurridos desde la batalla de Fontenoy la relación de Geroldo con el emperador había ido de mal en peor. Lotario se había ido haciendo más y más despótico, rodeándose de aduladores que no hacían más que darle la razón. No tenía la menor tolerancia con hombres como Geroldo, que seguían expresando sus opiniones sinceramente; por ejemplo, cuando habló en contra de aquella campaña contra Roma.

—Nuestras tropas son necesarias en la costa frisia —dijo Geroldo—, para defenderla contra los hombres del norte. Sus incursiones se están volviendo más y más frecuentes y más destructivas.

Era cierto. El año anterior, los hombres del norte habían atacado Saint Wandrille y Utrecht; y antes, en la primavera, habían navegado con arrogancia por el Sena y habían quemado París. Esto había producido una oleada de temor en todo el país. Si una ciudad tan grande como París, en el corazón mismo del imperio, no estaba a salvo de los bárbaros, entonces nada lo estaba.

Pero la atención de Lotario estaba dirigida a Roma, que se había atrevido a efectuar la consagración del papa Sergio sin pedir antes la aprobación de su soberano, una omisión que él tomaba como una afrenta personal.

—Enviad una embajada a Sergio que le haga saber de vuestro real disgusto —aconsejó Geroldo—. Castigad a los romanos reteniendo el pago de la
Rome-feoh
. Pero conservemos a nuestros guerreros aquí, donde son necesarios.

Lotario se había enfurecido por aquel desafío a su autoridad. En castigo había asignado a Geroldo el mando de la división de retaguardia.

Avanzaban rápido por el camino pavimentado y cubrieron casi sesenta y cinco kilómetros antes del ocaso, pero no pasaron por una sola ciudad o aldea. Geroldo ya se había resignado a pasar otra noche sin descanso a la orilla del camino, cuando vio una espiral de humo haciendo lentos círculos sobre las copas de los árboles.

¡Deo gratias!
Había una aldea delante, o al menos una población de alguna clase. Geroldo y sus hombres tenían asegurada una cómoda noche de sueño. No habían entrado todavía en las tierras papales; el reino de Lombardía, a través del cual marchaban, era territorio imperial y la hospitalidad requería que los viajeros fueran acogidos, si no en camas en la casa, al menos en blandos jergones de paja seca en un establo.

Tras la curva del camino vieron que el humo no surgía de un hogar que les diera la bienvenida, sino de los restos todavía encendidos de casas quemadas hasta los cimientos. Debía de haber sido una aldea próspera; Geroldo pudo ver los ennegrecidos restos de unas quince casas. El incendio probablemente se había iniciado por una chispa proveniente de una lámpara u hogar mal cuidados; aquellas calamidades no eran infrecuentes donde las casas se construían de madera y paja.

Al pasar frente a los restos carbonizados Geroldo recordó a Villaris. Lo que tenía ante los ojos se parecía mucho a lo que había visto aquel lejano día cuando lo encontró quemado por los hombres del norte. Recordó haber cavado entre los escombros en busca de Juana, buscando y a la vez temeroso de encontrarla. Era asombroso… Habían pasado quince años desde la última vez que la había visto, pero su imagen seguía clavada en su cabeza como si fuera el día anterior; el cabello rubio muy claro que se rizaba sobre la frente, la voz ronca, los ojos verdigrises que miraban con más sabiduría que la que correspondía a su edad.

Apartó a la fuerza aquella imagen. Había cosas que eran demasiado dolorosas para detenerse en ellas.

Un kilómetro y medio más allá de las ruinas de la aldea, en la encrucijada donde convergían dos caminos, había una mujer y cinco niños harapientos pidiendo limosna. Cuando Geroldo y sus hombres se aproximaron la pequeña familia se echó atrás con miedo.

—Tranquilízate, buena madre —la calmó Geroldo—. No tenemos malas intenciones.

—¿Tienes algo de comida, señor? —preguntó ella—. Para los niños.

Cuatro niños corrieron hacia Geroldo, extendiendo las manos en silenciosa petición, con la cara tensa y marcada por el hambre. El quinto, una bonita niña morena de unos trece años, se mantuvo junto a la madre.

Geroldo sacó de su mochila el cuadrado de cuero engrasado que contenía su ración de comida para los próximos días. Quedaba una hogaza de pan de buen tamaño, un trozo de queso y algo de carne salada. Empezó a cortar el pan por la mitad y entonces vio a los niños que lo miraban. «En fin —pensó mientras se lo daba todo—. Faltan unos pocos días para llegar a Roma, puedo arreglarme con las galletas que llevamos en el carro de las provisiones».

Con un grito de alegría los niños cayeron sobre la comida como una bandada de pájaros.

—¿Eres de la aldea? —preguntó Geroldo a la mujer, señalando las ruinas a sus espaldas.

La mujer asintió.

—Mi esposo es el molinero.

Geroldo ocultó su sorpresa. La harapienta figura que tenía ante él no parecía ser la esposa de un próspero molinero.

—¿Qué ha pasado?

—Hace tres días, después de la siembra de primavera, llegaron soldados. Hombres del emperador. Dijeron que debíamos jurar lealtad a Lotario o morir de inmediato por sus espadas. Así que, por supuesto, juramos.

Geroldo asintió. Las dudas de Lotario sobre aquella parte de la Lombardía no eran del todo injustificadas porque era una adición relativamente nueva al imperio, adquirida por el abuelo de Lotario, el gran emperador Carlomagno.

—Si hicisteis el juramento de lealtad —preguntó—, ¿por qué fue destruida vuestra aldea?

—No nos creyeron. Mentirosos, nos llamaron, y arrojaron antorchas encendidas a los tejados. Cuando tratamos de apagar los fuegos, nos apartaron con sus espadas. También quemaron nuestros depósitos de cereal, aunque les pedimos que no lo hicieran, por nuestros hijos. Se rieron y los llamaron crías de traidores, dijeron que merecían morir de hambre.

—¡Villanos! —exclamó Geroldo irritado.

Muchas veces había tratado de convencer a Lotario de que no podía ganarse la lealtad de sus súbditos con el uso de la fuerza sino con el imperio de la ley. Como siempre, sus palabras habían caído en oídos sordos.

—Se llevaron a todos nuestros hombres —continuó la mujer— salvo a los demasiado jóvenes o demasiado viejos. El emperador marchaba a Roma, dijeron, y necesitaban hombres para su infantería. —Empezó a llorar—. Se llevaron a mi marido y a dos de mis hijos… ¡El menor sólo tiene once años!

Geroldo gruñó. Las cosas habían llegado a un extremo insostenible para que Lotario necesitara niños para combatir por él.

—¿Qué significa eso, mi señor? —preguntó la mujer—. ¿Acaso el emperador va a hacer la guerra contra la Ciudad Santa?

—No lo sé.

Hasta aquel momento Geroldo había pensado que Lotario sólo se proponía intimidar al papa Sergio y a los romanos con una exhibición de fuerza. Pero la destrucción de aquella aldea era una señal amenazante; si se ponía tan destructivo, Lotario sería capaz de cualquier cosa.

—Ven, buena madre —dijo Geroldo—. Os llevaremos con nosotros hasta la próxima aldea. Éste no es un lugar seguro para ti y los niños.

Ella negó con la cabeza, enérgicamente.

—No me moveré de este sitio. ¿Cómo nos encontrarán si no mi esposo e hijos cuando vuelvan?

«Si vuelven», pensó Geroldo con tristeza. Le dijo a la niña morena:

—Dile a tu madre que venga con nosotros por el bien de los pequeños.

La niña miraba en silencio a Geroldo.

—No lo hace por falta de cortesía, señor —se disculpó la madre—. Respondería si pudiera, pero no puede hablar.

—¿No puede hablar? —preguntó Geroldo sorprendido.

La niña parecía sana y no tenía signos de ser retrasada.

—Le cortaron la lengua.

—¡Gran Dios! —El corte de la lengua era un castigo común para ladrones y otros delincuentes que no eran lo bastante rápidos para escapar del brazo de la ley. Pero aquella niña inocente no podía ser culpable de ningún crimen—. ¿Quién lo hizo? Seguramente no…

La mujer asintió.

—Los hombres de Lotario abusaron de ella y le cortaron la lengua para que no pudiera acusarlos.

Geroldo estaba atónito, aquellas atrocidades podían esperarse de paganos del norte, o de sarracenos, pero no de los soldados del emperador, defensores de la ley y la justicia cristianas.

Dio unas órdenes con brusquedad. Sus hombres fueron a los carros y cogieron un saco de galletas y un pequeño barril de vino que pusieron en tierra, junto a la pequeña familia.

—Dios te bendiga —dijo con sentimiento la esposa del molinero.

—Y a ti, buena madre —dijo Geroldo.

Siguieron adelante y pasaron por otras aldeas destruidas y desiertas. Lotario había dejado ruinas por donde había pasado.

Fidelis adjutor
. Como espada fiel a la corona imperial, Geroldo estaba comprometido por su honor a servir al emperador con lealtad. Pero ¿qué honor había en servir a un bruto como Lotario? El modo en que el emperador dejaba a un lado la ley y todas las normas de la decencia humana lo liberaban de su obligación.

Conduciría aquella retaguardia del ejército imperial a Roma, como había prometido. Pero después, se dijo con firmeza, abandonaría para siempre el servicio del tiránico Lotario.

Al pasar Nepi el camino se deterioraba. La carretera sólida, lisa y firme, cedía el paso a un sendero estrecho y cubierto de grietas y agujeros. Los adoquines romanos habían desaparecido; se habían robado para levantar otros edificios porque un material de construcción tan resistente era escaso en aquellos tiempos oscuros. Geroldo podía leer las señales del paso de Lotario en la tierra negra, profundamente señalada por las huellas múltiples de carros y caballos. Debían tener un cuidado especial con los caballos para evitar que se lastimaran al dar un paso en falso.

Durante la noche, una pesada lluvia transformó el camino en un insuperable mar de lodo. En lugar de ordenar otro alto, Geroldo decidió cruzar por campo abierto y salir a la Vía Palestrina, que los llevaría directamente a Roma, entrando por la puerta oriental de San Juan.

Cabalgaron rápidamente entre prados de genciana en flor, de olor dulce, y bosques en los que aparecían las hojas verdidoradas de la primavera. Al salir de una zona de arbustos muy densos se vieron de pronto frente a un grupo de hombres armados que escoltaba un pesado carro tirado por cuatro fuertes caballos.

—Salud. —Geroldo se dirigió al hombre que parecía ser su jefe, un sujeto moreno de ojos rasgados e hinchados—. ¿Puedes decirnos si por aquí se va a la Vía Palestrina?

—Así es —respondió el hombre en tono cortante.

Se volvió para seguir su camino.

—Si vais hacia la Vía Flaminia —dijo Geroldo—, no te lo aconsejo. El camino ha desaparecido por culpa de la lluvia: tu carro se hundirá hasta los ejes antes de que hayas dado diez pasos.

—No vamos para allá —dijo el hombre.

Aquello era curioso. Salvo la carretera mencionada, no había nada en aquella dirección más que el campo desierto.

—¿Adónde vais? —preguntó Geroldo.

—Te he dicho todo lo que necesitabas saber —respondió el hombre—. Sigue tu camino y deja hacer su trabajo a un honrado comerciante.

Ningún comerciante común se dirigiría de un modo tan altivo a un señor. En Geroldo se despertaron las sospechas.

—¿Con qué comercias? —preguntó yendo hacia el carro—. Quizá tengas algo que me interese comprar.

—¡No toques eso! —gritó el hombre.

Geroldo levantó una punta de la tela que cubría el carro para ver su contenido: una docena de cofres de bronce asegurados con pesados cerrojos de hierro, cada uno con la insignia papal.

«Son hombres del papa —pensó Geroldo—. Deben de haber sido enviados lejos de la ciudad para transportar el tesoro papal fuera del alcance de las garras de Lotario».

Consideró la idea de confiscar el tesoro y llevárselo de vuelta a Lotario. Pensó: «No. Que los romanos salven lo que puedan». El papa Sergio seguramente encontraría mejor uso para su dinero que el que podría darle Lotario, quien no lo emplearía más que en financiar nuevas campañas militares brutales y sangrientas.

Estaba a punto de seguir su viaje cuando uno de los romanos saltó de su caballo y se postró en el suelo.

—¡Piedad, señor! —gritó—. ¡Perdónanos! ¡No debemos morir con el peso de este gran crimen sobre nuestras almas!

—¿Crimen? —preguntó Geroldo.

—¡Cállate, imbécil!

El jefe espoleó el caballo y habría aplastado al otro si Geroldo no lo hubiera impedido con la espada desenvainada. De inmediato, los hombres de Geroldo sacaron las espadas y rodearon a los romanos; éstos, al ver que eran inferiores en número, mantuvieron una actitud prudente.

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