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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (55 page)

El cadáver de León fue depositado en San Pedro, ante el altar de un nuevo oratorio dedicado a él. Los entierros se celebraban deprisa por la época del año, pues por muy santa que fuera el alma que lo hubiera habitado, el cuerpo no soportaba bien el ataque de la corrupción en el calor del julio romano.

Poco después del entierro, el triunvirato gobernante proclamaba que en un lapso de tres días tendría lugar la elección del nuevo papa. Con Lotario en el norte, los sarracenos en el sur, y lombardos y bizantinos en medio, la situación de Roma era demasiado precaria para permitir que el trono de san Pedro quedara vacante mucho más tiempo.

«Demasiado pronto —pensó Arsenio con preocupación cuando oyó la noticia—. La elección es demasiado pronto. Anastasio no puede llegar a tiempo». Waldipert, aquel imbécil, había estropeado las cosas. Le había dado instrucciones explícitas de administrar el veneno gradualmente, en pequeñas dosis; de ese modo León habría podido vivir un mes más y su muerte no habría despertado sospechas.

Pero Waldipert había sentido pánico y había administrado una dosis demasiado elevada con la que mató a León de inmediato. Y había tenido la audacia de ir lloriqueando a Arsenio a pedir protección. «Bueno, ya está fuera del alcance de la ley, aunque no como él pretendía», pensó Arsenio.

Ya había mandado matar otros hombres; era parte del precio del poder y sólo los débiles se negaban a pagarlo. Pero nunca había tenido que mandar matar a alguien a quien conociera tan bien como a Waldipert. Aunque era algo desagradable, no se podía evitar. Si lo hubieran capturado e interrogado, habría confesado bajo tortura todo lo que sabía. Arsenio no había hecho más que lo debido para protegerse a sí mismo y a su familia. Destruiría a cualquiera que amenazara la seguridad de la familia, lo destrozaría con sus uñas.

No obstante, la muerte de Waldipert lo había dejado deprimido e inquieto. Aquellos actos violentos, aunque necesarios, costaban mucho.

Con un gran esfuerzo de su voluntad se puso a pensar en cuestiones más urgentes. La ausencia de su hijo complicaba las cosas; su elección al papado ahora sería más difícil, pero no imposible. Lo primero era hacer que Eustaquio, el arcipreste, dejara sin efecto la sentencia de excomunión contra él. Eso requeriría algunas maniobras políticas.

Tomando una campanilla de plata del escritorio llamó a su secretario. Había mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.

En su taller en el
Patriarchium
, Juana estaba delante de su banco de trabajo, machacando flores secas de hisopo en el mortero, hasta reducirlas a un fino polvo. Aplastar y moler, y otra vez aplastar y moler: los movimientos familiares de la mano y la muñeca eran un bálsamo calmante para el dolor que le oprimía el corazón.

León estaba muerto. Parecía imposible. Había sido tan vital, tan fuerte; parecía alguien mejor de lo normal. Si hubiera vivido, habría podido hacer mucho por sacar a Roma del pantano de ignorancia y pobreza en que languidecía desde hacía siglos; había tenido el valor para hacerlo y la voluntad. Pero no el tiempo.

Se abrió la puerta y entró Geroldo. Ella le buscó los ojos, sintiendo su presencia tan agudamente como si la hubiera tocado.

—Acabo de enterarme —dijo él con brusquedad—. Anastasio ha partido de Aquisgrán.

—¿No pensarás que viene hacia aquí?

—Sí, lo pienso. ¿Por qué otro motivo habría de abandonar tan de repente la corte del emperador? Viene a reclamar el trono que se le negó hace seis años.

—Pero no podrá ser elegido; está excomulgado.

—Arsenio está tratando de lograr que el arcipreste revierta la sentencia de excomunión.

—¡Benedícite!

Eran muy malas noticias. Después de los años de exilio en la corte imperial, seguramente Anastasio estaba más cerca del emperador que nunca. Si era elegido, el poder de Lotario se extendería sobre Roma y todos sus territorios.

—No habrá olvidado —dijo Geroldo— cómo hablaste contra él en la elección de León. Será peligroso que sigas en Roma con él como papa. No es hombre que perdone una ofensa.

Mientras controlaba sus emociones, todavía en carne viva por la muerte de León, escuchar aquello fue demasiado para Juana y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No llores, mi amor. —Los brazos de Geroldo estaban alrededor de ella, fuertes, seguros y dando consuelo. Sus labios le rozaron las sienes, las mejillas, despertando su respuesta—. Ya has hecho suficiente, ya has sacrificado bastante. Ven conmigo y viviremos como siempre quisimos hacerlo: juntos, como marido y mujer.

Juana sintió de repente el rostro de Geroldo muy cerca del suyo; el hombre la besó.

—Di que sí —dijo él con vehemencia—. Di que sí.

Ella sentía como si la estuvieran arrancando de la superficie de su conciencia y arrastrándola a una poderosa corriente de deseo.

—Sí —susurró, casi antes de saber lo que estaba diciendo—. Sí.

Había hablado sin voluntad, respondiendo impulsivamente a la fuerza de su pasión. Pero en cuanto las palabras salieron de su boca una gran calma descendió sobre ella. La decisión había sido tomada y parecía a la vez correcta e inevitable.

Él se inclinó para volver a besarla. En aquel momento sonó una campana llamando a todos a la comida de la tarde. Poco después sonaban voces y pasos apresurados al otro lado de la puerta.

Con murmullos de ternura se separaron, prometiéndose volver a reunirse después de la elección papal.

El día de la elección, Juana fue a rezar a la pequeña iglesia inglesa donde había oficiado cuando estaba recién llegada a Roma.

Quemada hasta los cimientos durante el gran incendio, la iglesia había sido reconstruida con materiales cogidos de los templos y monumentos antiguos de Roma. Arrodillada ante el altar mayor, Juana veía que el pedestal de mármol en que se apoyaba tenía el inconfundible símbolo de la Magna Mater, antigua diosa de la tierra, adorada por tribus paganas en una época que se perdía en los tiempos. Debajo del tosco dibujo estaba escrito en latín: «En este mármol se ofrecía incienso a la diosa». Estaba claro que cuando habían llevado la gran plancha de mármol allí, nadie comprendió el símbolo o su inscripción. Esto no era demasiado sorprendente ya que gran parte del clero romano era casi analfabeto, incapaz de descifrar la escritura antigua y mucho menos entender su sentido.

La incongruencia del altar sagrado y su base pagana le pareció a Juana un perfecto símbolo de ella misma: un cura cristiano, que seguía soñando con los dioses paganos de su madre; un hombre a los ojos del mundo, atormentado por su secreto corazón de mujer; un buscador de la fe, desgarrado entre su deseo de conocer a Dios y su temor de que Él no existiera. Espíritu y corazón, fe y duda, voluntad y deseo. ¿Alguna vez se reconciliarían las dolorosas contradicciones de su naturaleza?

Amaba a Geroldo; sobre eso no había dudas. Pero ¿podía ser una esposa para él? Nunca había vivido como mujer, ¿podría empezar ahora, tan tarde en la vida?

—Ayúdame, Señor —rezó Juana, alzando los ojos al crucifijo de plata sobre el altar—. Muéstrame el camino. Hazme saber qué debo hacer. ¡Dios amado! ¡Elévame hasta Tu luz brillante!

Sus palabras se elevaban, pero su espíritu seguía abajo, amarrado a la incertidumbre.

Una puerta se entreabrió a sus espaldas. Se volvió desde donde estaba y vio que una cabeza se introducía por la abertura y se retiraba de inmediato.

—¡Está aquí! —gritó una voz—. ¡Lo encontré!

El corazón de Juana se agitó con un miedo súbito. ¿Acaso Anastasio podía haber preparado algo contra ella tan rápido? Se puso de pie.

Las puertas se abrieron de golpe y entraron siete próceres, precedidos por acólitos que traían los estandartes de su oficio. Atrás venían los cardenales y los siete
optimates
de la ciudad. Sólo cuando vio a Geroldo entre ellos Juana supo que no la arrestarían.

En lenta procesión la delegación entró por el pasillo y se detuvo ante Juana.

—Juan Ánglico. —Pascual, el
primicerius
, le hablaba en tonos formales—. Por la voluntad de Dios y del pueblo romano, habéis sido elegido papa de Roma, obispo de la sede romana.

Tras lo cual se postró ante ella y le besó los pies.

Juana lo miraba incrédula. ¿Sería alguna especie de broma de mal gusto? ¿O una trampa para inducirla a expresar su deslealtad al nuevo papa? Miró a Geroldo. Tenía el gesto tenso y sombrío cuando se arrodilló ante ella.

El resultado de la elección había cogido a todos por sorpresa. El partido imperial, dirigido por Arsenio, había propuesto tenazmente a Anastasio. El partido papal contraatacó nominando a Adriano, cura de la iglesia de San Marcos. No era la clase de líder que inspirara confianza. Rollizo y bajo, con la cara desfigurada por la viruela, sus hombros se inclinaban como si ya lo abrumara la responsabilidad que había sido puesta sobre él. Era un hombre piadoso, un buen cura, pero pocos lo habrían elegido como el conductor espiritual del mundo.

Adriano debía de coincidir con esta opinión porque inesperadamente retiró su nombre de la nominación, informando a la asamblea de que después de mucha plegaria y profunda reflexión había decidido declinar el gran honor que se le confería.

Este anuncio causó una conmoción entre los miembros del partido papal, que no habían sido informados por anticipado de la decisión de Adriano. Hubo muchos aplausos del lado imperial. La victoria de Anastasio ahora parecía segura.

Pero entonces se alzó un clamor desde el fondo de la asamblea donde estaban reunidos los rangos menores entre los laicos.

—¡Juan Ánglico! —gritaban—. ¡Juan Ánglico!

Pascual mandó guardias para hacerlos callar, pero no fue posible. Conocían sus derechos; la constitución del año 824 daba a todos los romanos, laicos y seglares, altos y bajos, el derecho a votar en la elección papal.

Arsenio trató de hacer frente a este inesperado problema lanzando una oferta pública de compra de votos; sus agentes circularon rápidamente entre la multitud, ofreciendo sobornos de vino, mujeres y dinero. Pero ni siquiera estos fuertes estímulos bastaron; el pueblo estaba en contra de Anastasio, a quien su amado papa León había creído necesario excomulgar. Clamaban a voz en grito por «el pequeño papa», el amigo y mejor funcionario de León, Juan Ánglico, y no se movían de ahí.

Aun así no habrían logrado su propósito porque la aristocracia no habría permitido que el vulgo hiciera caso omiso de su autoridad, por más derechos constitucionales que hubiera. Pero el partido papal, al ver en aquella insurrección popular una inesperada oportunidad para bloquear a Anastasio en su camino al trono, unieron sus voces al pueblo. Con lo cual Juana quedó elegida.

Anastasio había acampado con su comitiva en Perusa, a unos ciento cincuenta kilómetros de Roma, cuando llegó el correo con la noticia. Apenas hubo terminado de leer el mensaje, soltó un grito de dolor. Sin una palabra a sus desconcertados acompañantes dio media vuelta y entró en su tienda, atando las cuerdas para impedir que nadie entrara tras él.

Los hombres de su escolta oyeron salir de la tienda un llanto desconsolado. Al cabo de un rato, los sollozos se volvieron una especie de gemido animal que siguió sonando gran parte de la noche.

Vestida de seda escarlata entretejida con oro y sentada en un palafrén blanco también revestido y adornado con oro, Juana fue a paso ceremonioso hacia su coronación. De cada puerta y ventana a lo largo de la Vía Sacra colgaban banderas y estandartes en una viva mezcla de colores. El suelo estaba cubierto de mirto perfumado. Filas ininterrumpidas de gente bordeaban las calles, apretándose para poder ver al nuevo papa.

Perdida en su propia ensoñación, Juana apenas si escuchaba el ruido de la multitud. Estaba pensando en Mateo, en su viejo maestro Esculapio, en el hermano Benjamín. Todos habían creído en ella, la habían alentado, pero nadie habría podido soñar en un día como aquél. Ella misma apenas si podía creerlo.

Cuando se había disfrazado de hombre por primera vez, cuando había sido aceptada en la hermandad de Fulda, Dios no había alzado su mano contra ella. Pero ¿realmente permitiría que una mujer ascendiera al trono santo de san Pedro? La pregunta le daba vueltas en la cabeza.

Los guardias papales, conducidos por Geroldo, cabalgaban alrededor de Juana. Geroldo paseaba una mirada suspicaz por la multitud. De vez en cuando alguien se colaba entre el cerco de guardias y cada vez que sucedía la mano de Geroldo iba a la espada, lista para defender a Juana de cualquier ataque. Pero no hubo ocasión de sacar la espada porque en todas las ocasiones los intrusos sólo querían besar el bajo de la túnica de Juana y recibir su bendición.

Con su paso lento, sin interrupciones, la larga procesión recorrió las calles camino a Letrán. El sol estaba en el cénit cuando llegaron ante la catedral pontificia. Cuando Juana desmontó, los cardenales, obispos y diáconos se alinearon tras ella. Lentamente ascendió la escalinata y entró al brillante interior de la gran basílica.

Constituido por un antiguo y complejo ritual, el
ordo coronationis
, o ceremonia de coronación, duraba varias horas. Dos obispos condujeron a Juana a la sacristía, donde fue solemnemente vestida con el alba, la dalmática y la capa, antes de ir al altar mayor para el canto de la letanía y el largo ritual de consagración o unción. Mientras se recitaba el
vere dignum
, Desiderio, el archidiácono y dos de los diáconos de distrito sostuvieron sobre su cabeza unos Evangelios abiertos. Luego se celebró la misa, que duró bastante más de lo usual por causa de la adición de numerosas plegarias y fórmulas adecuadas a la importancia de la ocasión.

Durante todo este lapso Juana se mantuvo solemne y erguida, a despecho del peso de las prendas litúrgicas, tan cargadas de oro como las de cualquier príncipe bizantino. Pese a la magnificencia del atuendo, se sentía muy pequeña e inadecuada para la enorme responsabilidad que tenía ante ella. Se dijo que los que la habían precedido también debían de haber temblado y dudado. Y de algún modo habían seguido adelante.

Pero todos habían sido hombres.

Eustaquio, el arcipreste, empezó la bendición final.

—Señor Todopoderoso, extiende la mano derecha de tu bendición sobre tu siervo Juan Ánglico y vierte sobre él el don de tu piedad…

«¿Me bendecirá Dios ahora? —se preguntaba Juana—. ¿O su justa ira me fulminará en el momento en que pongan la corona papal sobre mi cabeza?».

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