La Papisa (51 page)

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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

En respuesta a la llamada de León acudieron trabajadores de todas las ciudades y colonias de la campaña papal. Se agolpaban en los distritos del Borgo, explotando al máximo los recursos de la ciudad. Aunque leales y ansiosos por servir, carecían de experiencia y de disciplina y sus esfuerzos fueron difíciles de organizar. Daban vueltas sin saber bien qué hacer porque no había suficientes trabajadores experimentados para supervisar las obras. A mediados de mayo, todo un sector de la muralla se derrumbó inesperadamente y murieron varios hombres.

El clero, dirigido por los cardenales de la ciudad, pidió a León que abandonara el proyecto. El derrumbamiento de la muralla era una clara señal de la desaprobación divina, dijeron. Toda la idea era impracticable; una estructura tan alta nunca se sostendría, y si lo hacía, nunca quedaría completada a tiempo para defenderlos contra los sarracenos. Era mucho mejor dirigir las energías del pueblo hacia la plegaria solemne y el ayuno para desviar la ira de Dios.

—Rezaremos como si todo dependiera de Dios y trabajaremos como si todo dependiera de nosotros —respondió León con obstinación.

Todos los días iba a caballo a constatar el progreso de la construcción y a alentar a los trabajadores. Nada podía apartarlo de la decisión de ver terminada la muralla.

Juana admiraba la tenacidad de León contra los escépticos. Completamente distinto de Sergio en carácter y temperamento, León era un verdadero líder espiritual, un hombre de impulso y energía y con enorme fuerza de voluntad. Pero la admiración de Juana no era compartida por todos. En la ciudad, los sentimientos se dividían entre los que aprobaban la muralla y los que se oponían a ella. Pronto se hizo evidente que la capacidad de León de seguir gobernando dependería en gran medida de su éxito en completarla.

Anastasio era consciente de la situación y la ocasión que representaba. La obsesión de León con la muralla lo hacía peligrosamente vulnerable. Si el proyecto resultaba un fracaso, la desaprobación popular resultante podría dar a Anastasio la oportunidad que necesitaba. Sus partidarios en el partido imperial podían marchar sobre Letrán, quitar al papa desacreditado e instalarlo a él en su lugar.

Una vez que fuera papa, Anastasio protegería la santa basílica de San Pedro renovando y reforzando los lazos de Roma con el trono franco. Los ejércitos de Lotario serían defensa mucho más eficaz contra el infiel que la absurda muralla de León.

Pero tenía que obrar con cautela, se dijo. Era mejor no adoptar una postura de abierta oposición a León, al menos mientras el pueblo siguiera esperando el resultado de la atrevida empresa del pontífice.

Lo más prudente era apoyar a León públicamente y a la vez hacer todo lo posible por sabotear el proyecto. Con este fin Anastasio ya había logrado provocar el derrumbamiento de un sector de la muralla. No había sido difícil; unos pocos de sus hombres más fiables se habían introducido en la obra de noche y habían debilitado los cimientos con una excavación escondida. Pero el derrumbamiento no había tenido el efecto esperado. Era evidente que se necesitaría algo más: un desastre de proporciones suficientes para poner fin a todo aquel ridículo proyecto de una vez por todas.

La mente de Anastasio iba de un lado a otro, buscando el modo de golpear. Una y otra vez sin llegar a ninguna idea. Luchaba contra aquella creciente frustración. Si sólo pudiera tener una mano gigante con la que coger toda aquella construcción y arrojarla a las llamas del infierno de un gran golpe irrefutable…

Las llamas del infierno…

Levantó la cabeza animado por la repentina aparición de una idea.

Juana despertó lentamente al nuevo día. Por un momento estuvo confundida, mirando las vigas del techo. Y recordó: no estaba en los dormitorios, sino en su propio aposento privado; uno de los privilegios de su alto puesto de
nomenclator
. Geroldo también tenía aposentos privados en el
Patriarchium
pero no había dormido allí durante semanas porque prefería alojarse en la escuela franca en el Borgo, para estar más cerca de la obra en construcción.

Juana lo había visto desde lejos, cabalgando cerca de la obra, alentando a los trabajadores o inclinándose sobre una mesa para examinar los planos con alguno de los maestros constructores. No habían podido intercambiar más que una mirada de paso. Pero el corazón de ella se alteraba cada vez que lo veía. «Realmente —pensaba—, este cuerpo mío de mujer es un traidor».

Con un esfuerzo deliberado fijó su atención en las tareas de la jornada que la esperaban.

La luz del amanecer ya entraba por la ventana. Con un sobresalto comprendió que debía de haberse dormido. Si no se daba prisa, llegaría tarde a su reunión con el director del hospicio de San Miguel.

Al bajar de la cama comprendió que la luz que entraba en el cuarto no era la del amanecer. No podía ser porque aquella ventana daba al oeste.

Corrió a ver. Detrás de la silueta oscura de la colina Palatina, en el otro extremo de la ciudad, cintas de luz roja y anaranjada cruzaban el cielo sin luna.

Llamas. Y procedían del Borgo.

Sin pararse a ponerse los zapatos Juana corrió descalza por los pasillos.

—¡Fuego! —gritaba—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Se abrían puertas y se asomaban hombres asustados, entre ellos Arighis, frotándose los ojos.

—¿Qué sucede? —preguntó en tono severo.

—¡El Borgo está en llamas!


¡Deo, juva nos!
—Arighis se persignó— Tengo que despertar a su santidad. —Corrió hacia los aposentos papales.

Juana bajó corriendo las escaleras hacia la puerta. Desde allí era más difícil ver porque los numerosos oratorios, monasterios y casas del clero que rodeaban el palacio impedían la visión, pero notó que el fuego se había extendido ya que todo el cielo nocturno estaba iluminado con el mismo brillo rojizo.

Otros seguían a Juana hasta el pórtico. Cayeron de rodillas sollozando e invocando a Dios y a san Pedro. Apareció León, descalzo y con una sencilla túnica.

—Reúne a los guardias —ordenó a un chambelán—. Despierta a los hombres de las cuadras. Que preparen todos los caballos y carros disponibles.

El chambelán corrió a transmitir las órdenes.

Llevaron caballos, inquietos e irritados por haber sido arrancados del calor de sus cuadras en mitad de la noche. León montó en el primero, un bayo.

Arighis tenía un gesto preocupado.

—¿No pensaréis ir allí?

—Iré —respondió León cogiendo las riendas.

—Santidad, debo impedirlo. ¡Es demasiado peligroso! Sería más apropiado que os quedarais aquí, oficiando una misa.

—Puedo orar tan bien fuera de una iglesia como dentro —replicó León—. A un lado, Arighis.

De mala gana, Arighis obedeció. León espoleó al bayo y partió calle abajo. Juana y varios guardias montaron y lo siguieron de cerca.

Arighis los vio alejarse con gesto ceñudo. No era buen jinete, pero su lugar estaba al lado del papa. Si León persistía en aquel tonto capricho, su deber era acompañarlo. Montó torpemente y partió tras ellos.

Fueron al galope con sus antorchas proyectando luces fugaces sobre las fachadas y sus sombras superponiéndose unas a otras por las calles oscuras como locos fantasmas. Al acercarse al Borgo, el olor acre del humo les subió a la nariz y oyeron el ruido, como el rugido de mil bestias salvajes. Al dar la vuelta a una esquina vieron el fuego delante.

Era una escena infernal. Todo un bloque de casas estaba en llamas envuelto en sólidas capas de fuego. A través de una brillante niebla roja se veían los edificios de madera que se contraían en las garras de las llamas que los consumían. Perfiladas sobre el fondo encendido, las figuras de los hombres parecían las almas torturadas de los condenados.

Los caballos relincharon y se echaron atrás torciendo las cabezas. Un sacerdote fue corriendo hacia ellos a través del humo con la cara llena de sudor y hollín.

—¡Santidad! ¡Gracias a Dios que habéis venido!

Por su acento y vestido, Juana supo que era un franco.

—¿Es tan malo como parece? —preguntó León sin perder la calma.

—Tan malo y peor —respondió el cura—. La muralla de Adriano está destruida y el hospicio de San Peregrino también. Los barrios extranjeros ya han caído… La escuela sajona se quemó hasta los cimientos junto con su iglesia. Las casas de la escuela franca están en llamas. Yo apenas si logré salvar mi vida.

—¿Has visto a Geroldo? —preguntó Juana con tono de apremio.

—¿El
superista
? —El cura negó con la cabeza—. Dormía en uno de los pisos altos con los constructores. Dudo que hayan podido salir; el humo y el fuego se propagaron demasiado rápido.

—¿Y los supervivientes? —preguntó León—. ¿Dónde están?

—La mayoría se ha refugiado en San Pedro. Pero hay fuego en todas partes. Si no lo detienen, la basílica misma puede estar en peligro.

León alzó una mano.

—Ven con nosotros; iremos hacia allí.

El cura saltó a la grupa del caballo del papa y partieron en dirección a San Pedro.

Juana no los siguió. Pensaba en otra cosa: en encontrar a Geroldo.

El muro de fuego se alzaba en línea recta y sin interrupciones ante ella. No había modo de entrar por aquí. Empezó a rodearlo hasta llegar a una fila de calles ennegrecidas a través de las cuales el fuego ya había pasado y se introdujo en una que llevaba hacia la escuela franca.

Ardían todavía fuegos aislados a ambos lados y el humo se hacía más espeso. El miedo le endurecía la garganta, pero trató de seguir adelante. Su caballo se agitaba negándose a avanzar; a fuerza de gritos y azotes logró hacerlo marchar. Atravesaba un paisaje de horror: trozos de árboles, esqueletos de casas, cuerpos calcinados y ennegrecidos de los que habían sido atrapados. El corazón se le encogía; era imposible que hubiera sobrevivido nadie a aquel holocausto.

De pronto, del modo más inesperado, se alzaron ante ella las paredes de un edificio. ¡La escuela franca! La iglesia y los edificios contiguos habían sido reducidos a cenizas, pero milagrosamente la residencia principal seguía en pie.

El corazón le latió con renovada esperanza. ¡Quizá Geroldo había logrado escapar! O quizá seguía dentro herido, necesitado de ayuda.

El caballo se detuvo y se negó a dar un paso más. Cuando volvió a golpearlo, retrocedió, arrojándola al suelo. Y al verse libre escapó a todo galope.

Juana quedó aturdida y sin aliento. A su lado yacía un cadáver, brillante y negro como obsidiana fundida, con la espalda arqueada en la agonía. Dando arcadas se levantó y corrió hacia la escuela. Tenía que encontrar a Geroldo; nada más importaba.

Había ceniza en todas partes, en el suelo, en sus ropas, en su cabello, suspendida alrededor de ella en una pesada nube asfixiante. Las brazas le quemaban los pies descalzos; lamentó, demasiado tarde, no haberse puesto zapatos.

La puerta de la escuela apareció ante ella. Otros pocos metros y la alcanzaría.

—¡Geroldo! —gritó—. ¿Dónde estás?

Salvaje e ingobernable como el viento que lo azotaba, el fuego cambió de dirección depositando materia encendida en el tejado, ya seco como yesca por el primer paso de las llamas. No tardó en encenderse; al instante todo el edificio estallaba en llamaradas.

Juana sintió que el cabello se le erizaba con el repentino calor. El fuego la acariciaba con sus lenguas ardientes.

—¡Geroldo! —volvió a gritar, rechazada por las llamas que avanzaban.

Geroldo se había quedado despierto hasta tarde, examinando los planos de la muralla. Cuando al fin sopló la vela, estaba tan exhausto que se hundió de inmediato en un sueño profundo y sin sueños.

Lo despertó el olor del humo. «Una lámpara debe de haberse caído», pensó, y se levantó para apagarla. Le bastó aspirar para que le ardieran los pulmones con un dolor que lo hizo caer de rodillas, jadeando en busca de aire. «Pero ¿de dónde viene?». El humo espeso le hacía imposible ver más allá de unos pocos metros en cada dirección.

Cerca sonaba un aterrorizado griterío de niños. Geroldo se arrastró en su dirección. Aparecieron ante él caras asustadas en la oscuridad: dos niños, un chico y una chica, de no más de cuatro o cinco años. Corrieron hacia él y lo abrazaron llorando a gritos.

—Está bien. —Simuló una seguridad que no sentía—. Ahora saldremos de aquí. ¿Os gusta jugar al caballito?

Los chicos asintieron, mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Bien. —Se echó a los dos niños al hombro—. Agarraos. Saldremos cabalgando.

Se movía torpemente con el peso de los niños. El humo se había vuelto más espeso aún. Los niños jadeaban y escupían. Geroldo combatió un temor que ya subía en él. Muchas víctimas de los incendios morían sin marcas de quemaduras, sólo por el humo que les impedía respirar.

De pronto comprendió que había perdido el rumbo. Buscaba con la vista en la oscuridad pero no podía distinguir la puerta con el humo cada vez más cerrado.

—¡Geroldo! —llamaba una voz a través de la tiniebla asfixiante.

Inclinándose en busca de aire se arrojó ciegamente hacia el lugar del que procedía el grito.

Ante los muros de San Pedro se libraba una enconada batalla contra el fuego. Se había reunido una multitud para defender la basílica amenazada: monjes de túnica negra del vecino monasterio de San Juan y sus compañeros encapuchados del monasterio griego de San Cirilo; diáconos, curas y monaguillos; prostitutas y mendigos; hombres, mujeres y niños de todas las escuelas extranjeras del Borgo: sajones, lombardos, ingleses, frisios y francos. Por falta de una coordinación central, los esfuerzos de estos grupos eran en gran medida inútiles. Había una búsqueda caótica de cualquier recipiente con el que recoger agua de pozos y cisternas cercanos. Una fuente estaba tan rodeada de gente que era imposible acercarse a ella, mientras que otra, más próxima, estaba desierta. Gritando en una enorme variedad de idiomas todos se apretujaban para llenar sus recipientes; las jarras chocaban y se rompían, volcando el precioso líquido. En el curso de la lucha, la fuente se rompió; el único modo de recoger el agua era subir al caño y pasar el cubo, proceso tan lento que fue descartado.

—¡Al río! ¡Al río! —gritaron, lanzándose colina abajo hacia el Tíber.

En el miedo y la confusión, algunos partieron con las manos vacías y sólo al llegar a la orilla comprendieron que no tenían en qué transportar el agua. Otros llevaban enormes jarras que, una vez llenas, superaban sus fuerzas; en medio de la colina las tenían que dejar, gimiendo de frustración.

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