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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (19 page)

»Desde entonces, amigo mío, petulante sin éxitos, elegante sin recursos, amante anónimo, recaí en esta vida precaria, en esa fría y profunda desventura cuidadosamente oculta bajo las mendaces apariencias del lujo. Desde entonces volví a experimentar añejos sufrimientos, pero menos intensos: sin duda, me había familiarizado con sus terribles crisis. Con frecuencia, las pastas y el te, tan parsimoniosamente servidos en los salones, constituían mi único alimento.

»En algunas ocasiones, me sustentaban, durante un par de días, las opíparas comidas de la condesa. Invertía mi tiempo, mis esfuerzos y mi ciencia de observación, en penetrar algo más en el impenetrable carácter de Fedora. Hasta entonces, la esperanza o la desesperación habían influido en mis apreciaciones, haciéndome ver en ella, sucesivamente, la mujer más amante o la menos sensible; pero estas alternativas de alegría y de tristeza se me hicieron intolerables, y quise buscar un desenlace a la horrible lucha, matando mi amor. A veces brillaban en mi alma siniestros fulgores, haciéndome vislumbrar los abismos abiertos entre ambos.

»La condesa justificaba todos mis recelos; aun no había sorprendido una lágrima en sus ojos. En el teatro, una escena enternecedora no la producía la menor emoción. Reservaba toda su sensibilidad para sí misma, sin adivinar la desventura ni la felicidad ajenas. En una palabra, ¡me había engañado!

»Dichoso de sacrificarme por ella, casi me rebajé yendo a ver a mi pariente el duque de Navarreins, hombre egoísta, a quien sonrojaba mi pobreza y que había cometido demasiadas faltas conmigo para no aborrecerme; me recibió con esa ceremoniosa urbanidad que da a los ademanes y a las palabras la apariencia de un insulto. La inquietud de su mirada me movió a compasión; me avergoncé por él de su pequeñez en medio de tanta grandeza, de su pobreza en medio de tanto lujo. Me habló de las considerables pérdidas que le ocasionaba el tres por ciento, y entonces le expuse el objeto de mi visita. El cambio de actitud, que de glacial se fue tornando paulatinamente en afectuosa, me repugnó. ¡Pues bien, amigo mío! ¡Fue a casa de la condesa y me suplantó! Fedora tuvo para él condescendencias y agasajos inusitados; le sedujo, trató sin mi intervención de aquel asunto misterioso, del cual no supe una palabra; ¡había sido para ella un medio!… Fingía no verme, mientras mi primo permanecía en su casa, y en tales circunstancias, me recibía con menos cordialidad, quizá, que el día en que le fui presentado.

»Una noche, me humilló ante el duque, con uno de esos gestos y una de esas miradas que no es posible definir con palabras. Salí llorando, formando mil proyectos de venganza, combinando espantosas violencias de hecho. Algunas veces, la acompañaba a los Bufos; allí, junto a ella, entregado por completo a mi amor, la contemplaba, disfrutando de los encantos de la música y apurando en mi alma el doble goce de amar y de advertir la estrecha concordancia entre las frases del compositor y los movimientos de mi corazón. Mi pasión flotaba en el ambiente, en la escena; triunfaba en todas partes, excepto en el ánimo de mi adorada. Entonces, tomaba la mano de Fedora, estudiaba sus facciones y sus ojos, solicitando una fusión de nuestros sentimientos, una de esas súbitas armonías que, despertadas por las notas, hace vibrar las almas al unísono.

»Pero su mano permanecía insensible y sus pupilas callaban. Cuando el fuego de mi corazón, emanado de todo mi semblante, hería con demasiada fuerza el suyo, me lanzaba esa sonrisa rebuscada, esa frase convencional que se reproduce en una exposición pictórica, en los labios de todos los retratos. Ni siquiera escuchaba la música. Las divinas páginas de Rossini, de Cimarosa, de Zingarelli, no la recordaban ningún sentimiento, no la traducían ninguna poesía de su vida: su alma estaba seca. Fedora se producía en el teatro como un espectáculo en el espectáculo. Sus gemelos vagaban incesantemente de palco en palco; inquieta, aunque tranquila, era víctima de la moda; su palco, su sombrero, su carruaje, su persona, lo representaba todo para ella.

»A veces se encuentran personas de apariencia gigantesca, cuyo cuerpo de bronce alberga un corazón tierno y delicado; pero ella ocultaba un corazón de bronce, bajo una endeble y gentil envoltura. Mi ciencia fatal rasgaba numerosos velos.

»Si el buen tono consiste en olvidarse de sí mismo por los demás, en dar a su acento y a sus actitudes una constante dulzura, en complacer a las gentes dejándolas satisfechas de sí propias, Fedora, a pesar de su sagacidad, no había desechado todos los vestigios de su origen plebeyo; su olvido de sí misma era falsía; sus modales, en lugar de ser ingénitos, revelaban un laborioso estudio; su cortesía, en fin, trascendía a servilismo. Y, sin embargo, sus melosas palabras eran para sus favoritos la expresión de la bondad, su pretenciosa exageración, noble entusiasmo. Sólo yo había estudiado sus muecas; había descubierto su interior, despojándola de la tenue corteza exigida por la sociedad; yo era el único a quien no podía embaucar con sus arterías, porque conocía a fondo su alma felina. Cuando un necio la cumplimentaba, la ensalzaba, me avergonzaba por ella.

»¡Pero continuaba amándola! ¡Esperaba fundir los témpanos de su alma bajo las alas de un amor de poeta! Si alguna vez lograba abrir su corazón a las ternuras femeninas, si la iniciaba en la sublimidad de los sacrificios, la veía perfecta, convertida en ángel. La amaba como hombre, como pretendiente, como artista, cuando habría precisado no amarla, para obtenerla. Un ente ridículo cargado de fatuidad, un calculador frío, quizá hubieran triunfado.

»Vana y artificiosa, habría oído indudablemente el lenguaje de la vanidad, se hubiera dejado enredar en las redes de una intriga, la hubiera dominado un hombre seco y glacial. Cuando me revelaba francamente su egoísmo, laceraban mi alma los más agudos dolores. Miraba con tristeza al porvenir, viéndola sola en la vida, sin saber a quien tender la mano, sin encontrar una mirada amiga en que reposar la suya.

»Una noche, tuve el valor de pintarle con vivos colores su vejez aislada, vacía y triste. A la vista de la espantosa venganza de la naturaleza engañada, profirió una frase atroz:

»—Pienso ser siempre rica —me contestó—, y con dinero, nada más fácil que crear en torno nuestro los sentimientos necesarios a nuestro bienestar.

»Salí aterrado por la lógica de aquel lujo, de aquella mujer, de aquella sociedad, vituperando mi estúpida idolatría. Así como yo no amaba a Paulina, pobre, ¿no asistía el mismo derecho a Fedora, rica, para rechazarme? Nuestra conciencia es un juez infalible, cuando aun no hemos acallado sus dictados.

»—Fedora —me gritaba una voz sofística— no ama ni desdeña a nadie; es libre, pero en otro tiempo se entregó por dinero. Amante o esposo, el conde ruso la ha poseído. No la faltará una tentación en su vida. ¡Espérala!

»Aquella mujer, ni virtuosa ni perversa, vivía apartada de la humanidad, en una esfera propia, infierno o paraíso. Aquel misterio femenino, vestido de cachemires y de bordados, ponía en juego en mi corazón todos los sentimientos humanos: orgullo, ambición, amor, curiosidad. Un capricho de la moda, o ese afán de originalidad que a todos nos domina, dio en la manía de alabar a un teatrucho de ínfima categoría. La condesa testimonió su deseo de ver la cara enharinada de un actor que hacía las delicias de algunas personas de talento, y merecí el honor de acompañarla al estreno de no sé qué mamarrachada. El palco apenas costaba cinco francos, pero yo no poseía ni un maravedí. Como aun estaba en la mitad del tomo de las memorias, no me atrevía a mendigar el auxilio de Finot, y Rastignac, mi providencia, estaba ausente. Aquella indisposición crónica maleficiaba toda mi existencia.

»Una noche, al salir de los Bufos, con una lluvia torrencial, hizo avanzar un carruaje, sin que yo pudiera substraerme a su ostentosa oficiosidad; no admitió ninguna de mis excusas, ni mi afición a la lluvia, ni mi deseo de ir a jugar. No adivinó mi penuria, ni en lo embarazoso de mi actitud, ni en la afectada jovialidad de mis palabras. Mis ojos chispeaban, pero, ¿acaso comprendía ella una mirada? La vida de los jóvenes está sometida a singulares caprichos. En el camino, cada vuelta de las ruedas despertó ideas que me abrasaban el corazón. Traté de arrancar una tabla del fondo del vehículo, para deslizarme al arroyo; pero al tropezar con obstáculos invencibles, me eché a reír convulsivamente y permanecí en una calma tétrica, embotado, como malhechor expuesto a la vergüenza pública. A las primeras palabras que balbuceé, al llegar a mi casa, Paulina me interrumpió diciendo:

»—Si no tiene usted dinero…

»¡Ah! La música de Rossini no era nada, comparada con aquellas palabras… Pero volvamos a lo de los funámbulos. Para poder llevar al espectáculo a la condesa, se me ocurrió empeñar el cerco de oro que rodeaba el retrato de mi madre. Aun cuando el Monte de Piedad hubiese aparecido siempre a mi imaginación como una de las antesalas del presidio, valía más llevar a él hasta la propia cama, aunque fuese a cuestas, que solicitar una limosna. ¡Hace tanto daño la mirada de un hombre a quien se pide dinero! Ciertos préstamos deshonran, como ciertas negativas, pronunciadas por labios amigos, arrebatan una ilusión postrera.

»Paulina trabajaba; su madre se había acostado. Dirigí una ojeada furtiva hacia el lecho, cuyas cortinas estaban ligeramente levantadas, y creí profundamente dormida a la señora Gaudin, al ver en la penumbra su perfil sereno y amarillento hundido en la almohada.

»—Usted tiene algún pesar —me dijo Paulina, depositando el pincel en el platillo.

»—Hija mía, podría usted prestarme un gran servicio —contesté.

»La muchacha me miró con tal expresión de contento, que me estremecí.

»—¿Si me amará? —pensé, agregando en alta voz—: ¡Paulina!

»Y me senté a su lado, para estudiarla bien. Ella me adivinó, tan inquisidor era mi acento, y bajó la vista. Yo la examiné, creyendo poder leer en su corazón como en el mío, tan sencilla y tan pura era su fisonomía.

»—¿Me ama usted? —le pregunté.

»—Un poco, pero todavía no me he apasionado —contestó.

»No me amaba. Su acento burlón y su gracioso mohín, denotaban tan sólo una retozona gratitud infantil. Entonces le confesé mis apuros, rogándole que me ayudase.

»—¡Cómo! —replicó—. ¿De modo que no quiere usted ir al Monte de Piedad y me envía a mí?

»Yo enrojecí, confundido por la lógica de la chiquilla. Ella tomó entonces mi mano, como si hubiera querido compensar con una caricia la franqueza de su observación.

»—Iría con mucho gusto —agregó—, pero el paseo es inútil. Esta mañana, encontré detrás del piano dos monedas de cinco francos, que se debieron deslizar sin que usted lo notara, y las he dejado sobre la mesa.

»—Pronto recibirá usted dinero, don Rafael —repuso la bondadosa madre, asomando la cabeza por la abertura de las cortinas—; entretanto, puedo prestarle algunos escudos.

»—¡Ay, Paulina! —exclamé, estrechando la mano de la muchacha—, ¡quisiera ser rico!

»—¿Para qué? —preguntó ella, con aire picaresco.

»Su mano temblaba, respondiendo a cada latido de mi corazón. La muchacha la retiró vivamente, y dijo, examinando la mía:

»—Se casará usted con una mujer rica, pero que le dará muchos disgustos. ¡Sí! ¡Le matará! ¡Estoy segura de ello!

»En su exclamación había una especie de asentimiento a las insensatas supersticiones de su madre.

»—¡Es usted muy crédula, Paulina! —objeté.

—¡Oh! Estoy convencida —insistió, contemplándome con terror—, de que la mujer a quien usted ame le matará.

»Y tomando de nuevo su pincel, lo mojó en el color, reflejando una intensa emoción, y no volvió a mirarme. En aquel momento hubiera deseado crecer en quimeras. El hombre supersticioso no puede ser del todo miserable. Una superstición es una esperanza. Retirado a mi cuarto, vi efectivamente las dos relucientes monedas, cuya existencia en aquel sitio, me pareció inexplicable. Entre la confusión de ideas del primer sueño, traté de verificar mis gastos, para justificar a mis ojos aquel hallazgo inesperado; pero me dormí, perdido en inútiles cálculos. Al día siguiente, Paulina fue a verme, en el momento en que yo salía para comprar un palco.

»—Como quizá no le alcancen los diez francos —me dijo, ruborizándose, la simpática y cariñosa chicuela—, mi madre me ha encargado que le ofrezca este dinero. ¡Tome usted!

»Y arrojó tres escudos sobre la mesa, intentando escapar; pero yo la retuve. La admiración secó las lágrimas que afluían a mis ojos.

»—¡Paulina, es usted un ángel! —murmuré—. Me conmueve mucho menos el préstamo, que la delicadeza del sentimiento con que me lo ofrece. Hace un instante, deseaba una mujer opulenta, elegante, noble; ahora, quisiera poseer millones y encontrar una muchacha pobre como usted, pero rica de corazón, también como usted, para renunciar a una pasión fatal que agotará mi existencia. ¡Quizá tenga usted razón!

»—¡Bueno! ¡Bueno! —replicó, emprendiendo veloz carrera y dando al viento los armoniosos trinos de su sonoro canto de ruiseñor.

»—¡Dichosa ella, que aun no sabe lo que es amar! —exclamé para mí, pensando en las torturas que venía sufriendo hada varios meses.

»Los quince francos de Paulina vinieron a pedir de boca. Fedora, temiendo las emociones del populacho de la sala, en la que debíamos permanecer algunas horas, lamentó carecer de un ramo. Fui a buscar las flores, entregándole con ellas mi vida y mi fortuna.

»Experimenté simultáneamente remordimiento y placer al obsequiarla con aquel ramo, cuyo precio me reveló todo lo que la galantería superficial, en uso en la sociedad, tiene de dispendiosa. No tardó en quejarse del penetrante aroma de un jazmín de Méjico, en sentir una intolerable repugnancia ante el aspecto de la sala y la dureza de los taburetes, y en reprocharme haberla llevado allí. Aun estando a mi lado, se obstinó en marcharse, y se fue. ¡Haberme impuesto tantos desvelos, haber disipado dos meses de mi existencia, para no agradarla! Jamás existió ángel malo tan gentil ni tan insensible. En el camino, sentado junto a ella en una reducida berlina, respiraba su aliento, tocaba su guante perfumado, veía distintamente los tesoros de su belleza, percibía un vaho suave como el iris; toda la mujer y nada de mujer. En aquel momento, un rayo de luz me permitió ver en las profundidades de aquella vida misteriosa. Pensé de pronto en el libro recientemente publicado por un poeta, una verdadera concepción de artista, calcada en la estatua de Policleto. Me pareció contemplar aquel monstruo, que era oficial, doma un fogoso corcel, ora doncella, arregla su tocado y desespera a sus amantes, y que, amante, desespera a una virgen dulce y modesta. No pudiendo reducir de otro modo a Fedora, le relaté la fantástica historia; pero no recelando nada respecto a su semejanza con aquella poesía quimérica, se distrajo de buena fe, como se distrae un niño con un cuento de las «Mil y una noches».

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