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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (23 page)

»A semejanza de los fabulosos personajes, que según la leyenda vendían su alma al diablo, para obtener la facultad de hacer daño, el disipador trueca su muerte por todos los goces de la vida, pero abundantes, fecundos. En lugar de discurrir mansa y pausada entre dos riberas monótonas, en el fondo de un escritorio o de una oficina, la existencia hierve y se precipita como un torrente.

»En resumen, el libertinaje viene a ser al cuerpo lo que son al alma los placeres místicos. La embriaguez nos sume en delirios, cuyas fantasmagorías son tan curiosas como pueden serlo las del éxtasis. Hay horas arrobadoras como ensueños de virgen, pláticas deliciosas como amigos, frases que pintan una vida entera, alegrías francas y expansivas, viajes sin cansancio, pomas desarrollados en pocas frases. La brutal satisfacción de la bestia, en cuyo fondo ha ido a buscar un alma la ciencia, va seguida de gratísimos sopores, que persiguen, suspirando, los hombres hastiados de su inteligencia.

»¿Acaso no sienten la imprescindible necesidad de un absoluto reposo, y no es el libertinaje una especie de impuesto que el genio paga al mal? Fíjate en todos los grandes hombres: si no son sensuales, la naturaleza los crea entecos. Un poder, celoso o burlón, les vicia el alma o el cuerpo, para neutralizar los esfuerzos de sus talentos. Durante la influencia del vino, los hombres y las cosas comparecen ante nosotros, vestidos con nuestras libreas. Reyes de la Creación, la transformamos a nuestro antojo.

»A través de ese delirio perpetuo, el juego vierte, a discreción, su plomo fundido en nuestras venas. Un día nos domina el monstruo, y entonces, como a mí me sucedió, el despertar es rabioso y la impotencia se instala a nuestra cabecera. Guerreros veteranos, nos consume una tisis; diplomáticos, un aneurisma suspende la muerte de un hilo en nuestro corazón; a mí, quizá será una pulmonía la que me diga: «¡Partamos!», como se lo dijo en otro tiempo a Rafael le Urbino, muerto por un exceso de amor. ¡He aquí cómo he vivido! Llegaba muy pronto o muy tarde a la vida del mundo, sin duda mi fuerza hubiera sido peligrosa en él, de no haberla amortiguado así; ¿no se curó el Universo de las violencias de Alejandro, gracias a la copa de Hércules, al final de una orgía? En suma, ciertos destinos truncados, necesitan el cielo o el infierno, la disipación o el asilo del monte de San Bernardo.

»Hace un momento, no me sentí con ánimos para moralizar a estas dos criaturas —dijo, señalando a Eufrasia y Aquilina—. ¿No eran, acaso, mi historia personificada, una imagen de mi vida? No podía acusarlas de nada, porque se me aparecían como jueces.

»En medio de ese poema viviente, en el curso de esa enfermedad aturdidora, tuve dos crisis bien fértiles en acerbos dolores. Primeramente, a los pocos días de haberme arrojado a mi pira, como Sardanápalo, encontré a Fedora bajo el peristilo de los Bufos. Ambos esperábamos nuestros carruajes.

»—¡Calla! ¿Todavía vive usted?

»Tal fue la interpretación que di a su sonrisa, a las maliciosas y quedas palabras que pronunció al oído de su galán, relatándole sin duda mi historia y juzgando mi amor como un amor vulgar. Se jactaba de su falsa perspicacia.

»¡Oh! ¡Morir por ella, seguía adorándola, verla en mis excesos, en mis embriagueces, en el lecho de las cortesanas y sentirme blanco de sus mofas! ¡No poder desgarrar mi pecho y extraer de él mi amor, para lanzarlo a sus plantas! Por último, agoté fácilmente mi tesoro; pero tres años de régimen me habían constituido el más robusto de los organismos, y el día en que se me acabó el dinero, disfrutaba de una salud a toda prueba. Para continuar muriendo, firmé letras de cambio a corto plazo y llegó la época de su vencimiento.

»¡Bien puede afirmarse que las emocione fuertes no hacen mella en el corazón de un joven! Yo no estaba, ni remotamente, para envejecer: mi alma se conservaba fresca, vivaz, lozana. Mi primera deuda reanimó mis virtudes, que fueron desfilando pausadamente, en actitud desolada. Supe transigir con ellas, como con esas ancianas tías que comienzan por refunfuñar y acaban facilitándonos lágrimas y dinero. Más severa, mi imaginación me mostró mi nombre viajando de ciudad en ciudad, por todas las plazas de Europa. «Nuestro nombre somos nosotros mismos», ha dicho Eusebio Salverte. Después de miserrabundas caminatas, volvía a mi casa, de la que no había salido, para despertarme a mí mismo con sobresalto.

»Tiempo atrás, veía con indiferencia por las calles de París a esos cobradores de Bancos, a esos remordimientos comerciales, uniformados de gris y luciendo en gorras y solapas las iniciales de sus patronos a la sazón, les odiaba instintivamente. ¿No era posible que se me presentara la mañana menos pensada cualquiera de ellos, reclamando el abono de las once letras de cambio que había subscrito?

»¡Mi firma valía tres mil francos y no los valía mi propia personalidad! Los funcionarios judiciales, de rostro impasible ante las mayores desventuras, hasta en presencia de la muerte, surgían a mi vista, como verdugos que anuncian a un reo la hora fatal. Sus agentes tenían el derecho de detenerme, de anotar mi nombre, de mancillarle, de hacerle objeto de sus chacotas.

»¡Debía! ¿Y por acaso se pertenece quien debe? ¿No podían otros hombres pedirme cuenta de mi vida? ¿Por qué me obsequiaba con golosinas y refrescos? ¿Por qué paseaba, dormía, pensaba y me distraía sin pagarles? En medio de una poesía, en la improvisación de una idea, almorzando alegremente con mis amigos, podía ver entrar a un señor enfundado en un traje color marrón, con un sombrero raído en la manó. Y aquel individuo, quizá fuera mi letra de cambio, un espectro que aguara la fiesta, obligándome a levantarme de la mesa para hablarle, quien me arrebatara mi alegría, mi querida, todo, hasta mi lecho.

»El remordimiento es más tolerable: no nos conduce a la calle de Santa Pelagia, no nos zambulle en esa execrable sentina del vicio, impone la sanción de la falta, ennobleciendo.

»En el momento de la expiación, todo el mundo cree en nuestra inocencia, mientras que la sociedad no concede una virtud al libertino sin dinero. Además, esas deudas ambulantes, con las que tropezamos de pies a boca a la vuelta de una esquina; esas deudas, encarnadas en entes estrafalarios vestidos de paño verde, con gafas azules o paraguas multicolores, que tienen el horrible privilegio de decir: «El señor Valentin es un tramposo. Ya le pesqué ¡Veremos la cara que me pone!».

»Es preciso saludar a nuestros acreedores, y saludarles con afabilidad. «¿Cuándo me pagará usted?», preguntan. Y nos vemos en la necesidad de mentir, de acudir a otros, en súplica de dinero, de humillarnos a un necio sentado ante su caja, de aguantar su mirada fría, mirada de sanguijuela, más odiosa que un bofetón, de soportar su moral metalizada y su crasa ignorancia. Una deuda es un prodigio imaginativo que no comprenden.

»Hay arranques del alma, que arrastran, que subyugan a veces al prestatario; pero no hay nada grande que subyugue, nada generoso que guíe a los que viven por y para el dinero. Yo le tenía horror. La letra de cambio, en fin, puede metamorfosearse en un anciano cargado de familia, guarnecido de virtudes. Quizá debiese a un cuadro viviente de Greuze, a un paralítico rodeado de chicuelos, a la viuda de un soldado, que me tenderían sus manos suplicantes. Terribles acreedores, con los cuales es preciso llorar, y a los que, después de pagados, hay que socorrer todavía.

»La víspera del vencimiento, reposé con ese ficticio sosiego de los que duermen pendientes de su ejecución, de un duelo, y se dejan mecer por falaces esperanzas.

»Pero al despertarme, cuando recobré mi sangre fría, cuando sentí aprisionada mi alma en la cartera de un banquero, tirada sobre sus liquidaciones escritas en tinta roja, mis deudas brotaron de todas partes, cual plaga de langosta Veía las cifras estampadas en mi reloj de sobremesa, en butacas, en mis muebles preferidos. Presa de las arpías de Chatelet, aquellos dóciles esclavos materiales iban a ser botados por los corchetes y lanzados brutalmente a la pila pública.

»El despojo no respetaría ni mi persona, la campanilla de mi domicilio resonaba en mi corazón; sus sacudidas golpe bao en el sitio en que debe herirse a los reyes: en la caben Aquello era un martirio, sin el cielo por recompensa. ¡Sí! Par un hombre generoso una deuda es el infierno con alguaciles con toda clase de curiales. Una deuda sin saldar es la bajeza, u principio de truhanería, y lo que es peor aún, la mentira: es la antesala del crimen y la senda del patíbulo.

»Mis letras fuero protestadas, pero las pagué a los tres días, del modo que te diré:

»Un especulador me propuso que le vendiera la isla que poseí en el Loira y en la que estaba la tumba de mi madre. Acepté. Al firmar la escritura en casa del notario del adquirente, sen en el fondo de aquel obscuro estudio una frescura semejante a la de una cueva. Me estremecí, al reconocer la misma frialdad húmeda que noté al borde de la fosa en que yacía mi madre. Tomé la coincidencia como un funesto presagio. Me parecía oír la voz de mi madre y ver su sombra no sé qué poder hacía resonar vagamente mi propio nombré en mis oídos, en medio de un ruido de campanas. El importe de la isla me dejó un remanente de dos mil francos, después de liquidadas todas mis deudas.

»Realmente, hubiera podido volver a la tranquila existencia del estudio, regresar a mi buhardilla, con la experiencia adquirida en el mundo y gozando ya de cierta reputación. Pero Fedora no había soltado su presa. Nos encontrábamos con bastante frecuencia. Yo hacía que sus galanteadores zumbaran mi nombre en sus oídos, admirándose de mi talento, de mis éxitos, de mi boato, de mis caballos y de mis trenes.

»Ella permanecía fría e insensible a todo, hasta a la horrible frase: «¡Se está matando por usted!», dicha por Rastignac.

»Yo encargaba al mundo entero de mi venganza, pero no era feliz. Cuanto más ahondaba en el fango de la vida, más anhelaba las delicias de un amor correspondido, persiguiendo su fantasma a través de las contingencias de mis disipaciones, en el seno de las orgías. Por desgracia, resultaba engañado en mis hermosas ilusiones, castigado por mis beneficios con la ingratitud, recompensado por mis faltas con abundantes placeres. ¡Siniestra filosofía, pero exacta para el libertino!

»Por fin, Fedora me había contagiado la lepra de su vanidad. Al sondear mi alma, la encontré gangrenada, podrida. El demonio había clavado su espolón en mi frente. En adelante, me habría sido imposible prescindir de los continuos sobresaltos de una vida arriesgada a cada paso, de los execrables refinamientos de la riqueza. Aun sobrándome los millones, habría seguido jugando, habría mantenido la irregularidad de mis costumbres. Evitaba quedarme a solas con mi conciencia; necesitaba cortesanas, falsas amistades, plétora de manjares y de vinos, para aturdirme. Los lazos que unen al hombre con la familia, estaban rotos a perpetuidad para mí. Galeote del placer, debía cumplir mi destino de suicida.

»Durante los últimos días de mi fortuna, cometí excesos increíbles todas las noches; pero, cada mañana, la muerte me lanzaba de nuevo a la vida. Semejante a un rentista vitalicio, no me apuraba por nada; pero, al fin, me vi con una moneda de veinte francos por todo capital. Entonces me acordé de la suerte de Rastignac… ¡Pero, calla! —exclamó de pronto, pensando en su talismán, que sacó del bolsillo.

Fuera porque, fatigado de las luchas de aquella larga jornada, te faltaran ya energías para gobernar su inteligencia, entre las oleadas de vino y de ponche, fuera porque, exasperado por la imagen de su vida, le hubiera embriagado insensiblemente el torrente de sus palabras, Rafael se animó, se exaltó como un hombre completamente privado de razón.

—¡Al diablo la muerte! —gritó blandiendo la piel—. ¡Ahora, quiero vivir! Soy rico, poseo todas las virtudes, no habrá nada que se me resista. ¿Quién no es bueno, cuando todo lo puede? ¡Oye! ¡Ambiciono doscientas mil libras de renta y las tendré! Saludadme, puercos que os revolcáis en estas alfombras como sobre el cieno! Me pertenecéis. ¡Valiente propiedad! Soy rico, puedo compraros a todos, hasta al diputado que ronca en aquel extremo. ¡Hola! ¡Canallas de alto copete! ¡Bendecidme! ¡Soy pontífice!

Las exclamaciones de Rafael, apagadas hasta entonces por el sordo rumor de los ronquidos, llegaron en aquel momento a oídos de los durmientes. Casi todos ellos se incorporaron gritando, y al ver al interruptor mal afirmado sobre sus piernas, maldijeron su estruendosa borrachera con un concierto de juramentos.

—¡Callad! —ordenó Rafael—. ¡Perros! ¡A vuestras casetas! Amigo Emilio, poseo tesoros: fumarás cigarros habanos.

—Ya te oigo —contestó el poeta—. «¡Fedora o la muerte!». ¡Sigue tu camino! Esa melindrosa condesa te ha engañado. Al fin y al cabo, todas las mujeres son hijas de Eva. Tu historia no tiene nada de dramática.

—¡Ahí! ¿Con que te habías dormido también? ¡Trapalón!

—¡No! ¡Fedora o la muerte!. Ya estoy en ello.

—¡Despiértate! —gritó Rafael, frotando a Emilio con la piel de zapa, como si quisiera producir fluido eléctrico.

—¡Mil rayos! —exclamó Emilio, levantándose y agarrando a brazo partido con su amigo—. ¡Ten en cuenta que estás con mujerzuelas!

—¡Soy millonario!

—No sé si serás millonario, pero, positivamente, eres un curda.

—¡Ebrio de poder! Puedo matarte. ¡Silencio! ¡Soy Nerón! ¡Soy Nabucodonosor!

—Repara, Rafael, en que estamos en mala compañía: deberías guardar silencio, por dignidad.

—Mi vida ha sido un prolongado silencio. Ahora, voy a vengarme del mundo entero. No me entretendré en disipar vil escudos, sino que imitaré, resumiré mi época consumiendo vida humanas, inteligencias, almas. He ahí un lujo nada mezquino semejante a la opulencia de la peste. Lucharé con la fiebre amarilla, azul, verde, con los ejércitos, con los cadalsos. Puedo posee a Fedora. ¡Pero no! No quiero nada de Fedora; es mi enfermedad y muero de ella. ¡Quiero olvidar a Fedora!

—Si continúas gritando, te llevo al comedor.

—¿Ves esta piel? Es el testamento de Salomón. Tengo en mis manos a ese reyezuelo galopín. Soy dueño de Arabia, todavía Petrea. El Universo me pertenece. Tú eres mío, si quiero. ¡Ah! ¡Cuidado con mis caprichos! Puedo comprar todo tu periódico y convertirte en mi amanuense; me escribirás versos y me rayarás el papel. Después de todo, es un oficio bien socorrido, porque no hay nada en qué pensar.

Al verle tan desatinado, Emilio se llevó a Rafael al comedor.

—Está bien —le dijo—, soy tu amanuense. Tú serás el redactor jefe de un periódico, ¡pero calla, sé decente, siquiera por consideración a mí! ¿Me aprecias?

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