—Aquilina mía —declaró Eufrasia—, jamás estuviste tan atinada en tus desesperaciones. ¡Sí! Los cachemires, las blondas los perfumes, el oro, la seda, el lujo, todo cuanto brilla y todo cuanto agrada, sólo sienta bien a la juventud. El tiempo es el único capaz de poner coto a nuestras locuras, pero la dicha nos absuelve. Ríanse ustedes cuanto quieran de lo que digo —agregó, lanzando a los dos amigos una sonrisa venenosa—; pero, ¿verdad que tengo razón? Prefiero morir de placer que de enfermedad. No tengo ni la manía de la perpetuidad ni gran respeto por la especie humana, al ver cómo la trata Dios. ¡Dadme millones, y me los comeré! No quiero que sobre un céntimo para el año próximo. Vivir para gustar y reinar: tal es el fallo que pronuncia cada latido de mi corazón. La sociedad está de acuerdo conmigo, proveyendo incesantemente a mis disipaciones. ¿Por qué me proporciona todas las mañanas, la bondad divina, la renta necesaria para mis despilfarros nocturnos? ¿Por qué no construyen ustedes hospitales? Como no se nos ha colocado entre el bien y el mal para escoger lo que nos mortifique o nos hastíe, sería una necedad no divertirme.
—¿Y los demás? —interrogó Emilio.
—¿Los demás? ¡Allá se las arreglen! Prefiero reírme de sus sufrimientos a llorar los míos. Desafío a cualquier hombre a que me cause la más ligera pena.
—¿Tanto has sufrido, para pensar así? —preguntó Rafael.
—Aquí donde me ve usted, he sido abandonada por una herencia —contestó la muchacha, adoptando una postura que hizo resaltar todas sus seducciones—. ¡Y eso que me pasaba día y noche trabajando para que él comiera! No quiero dejarme embaucar por sonrisas ni promesas, y me propongo convertir mi vida en una prolongada partida de placer.
—Pero, ¿es que la dicha no procede del alma? —exclamó Rafael.
—¿Y qué? —replicó Aquilina—. ¿Por ventura es poco verse admirada, lisonjeada, triunfar de todas las mujeres, hasta de las más virtuosas, abrumándolas con nuestra hermosura y con nuestro fausto? Además, vivimos más en un día que una buena burguesa en diez años, y con eso está dicho todo.
—¿Pero no es odiosa una mujer sin virtud? —preguntó Emilio a Rafael.
Eufrasia les lanzó una mirada viperina y contestó con inimitable acento de ironía:
—¡La virtud! Eso queda para las feas y contrahechas. ¿Qué sería, sin ella, de esas infelices?
—¡Calla! ¡Calla! —exclamó Emilio—, no hables de lo que no sabes.
—¿No he de saberlo? —replicó Eufrasia—. Entregarse durante toda la vida a un ser odiado, saber criar hijos que nos abandonen, y haber de darles las gracias cuando desgarren nuestro corazón. Esas son las virtudes que exigen ustedes a la mujer; y aun para recompensar su abnegación, acaban por imponerla sufrimientos, tratando de seducirla, y si resiste la comprometen. ¡Bonita vida! Vale más conservar la libertad, amar a quien se quiera y morir jóvenes.
—¿No temes que llegue un día, en el que pagues todos esos excesos?
—Si llegara, en lugar de haber mezclado mis alegrías con sinsabores, habría dividido mi vida en dos partes: una juventud positivamente gozosa, y una vejez incierta, durante la cual lo sufriré todo a gusto.
—Esta no ha querido de veras —arguyó Aquilina, en tono sentencioso—, no ha corrido nunca cien leguas para ir a devorar con fruición una mirada y un desaire; no ha tenido su vida pendiente de un cabello ni ha intentado acuchillar a varios hombres, por salvar a su soberano, a su señor, a su dios. Para ella, el amor ha sido un gallardo coronel.
—¡Oye! ¡Oye, la Rochela! —contestó Eufrasia—, el amor es como el viento, que no sabemos de dónde viene. Además, si hubieras sido verdaderamente amada por un bruto, tendrías aversión a las gentes de talento.
—El código nos prohíbe amar a los brutos —replicó la arrogante Aquilina, en tono irónico.
—Te creía más indulgente con los militares —dijo Eufrasia riendo.
—¡Qué felices sois, pudiendo abdicar así de vuestra razón! —exclamó Rafael.
—¡Felices! —repitió Aquilina, con una sonrisa de conmiseración, de espanto, lanzando a los dos amigos una iracunda mirada—. ¡Cómo se conoce que ignoran ustedes lo que significa verse obligada al placer, con un muerto en el corazón!
La contemplación de los salones, en aquel momento, constituía una vista anticipada del Pandemonio de Milton. Las azuladas llamas del ponche coloreaban de un matiz infernal los rostros de los que aun podían beber. Insensatas danzas, animadas por una energía salvaje, excitaban risas y gritos, que estallaban como detonaciones de un fuego de artificio. El tocador y un saloncillo contiguo, sembrados de muertos y de moribundos, ofrecían el aspecto de un campo de batalla. La atmósfera estaba caldeada de vino, de placeres y de palabras. La embriaguez, el amor, el delirio, el olvido del mundo, se reflejaban en las caras, en los corazones, aparecían estampados en las alfombras, expresados por el desorden, y tendían ante todas las miradas tenues velos, que producían las más halagadoras ilusiones. Agitado en el aire, como en los haces luminosos de un rayo de sol, flotaba un brillante polvillo, a través del cual se dibujaban las más caprichosas formas, las más grotescas luchas. Diseminadas por todas partes, las enlazadas parejas se confundían con los blancos mármoles, obras maestras de la escultura, que adornaban las habitaciones.
Aunque los dos amigos conservasen todavía una especie de lucidez engañosa en sus ideas y de agilidad en su organismo, un postrer sacudimiento, simulacro imperfecto de la vida, les era imposible determinar lo que había de real en las extrañas fantasías, en los cuadros sobrenaturales que desfilaban de continuo ante sus fatigados ojos. El cielo asfixiante de nuestros sueños, la suavidad ardiente que adquieren las imágenes en nuestras visiones, los más inusitados fenómenos letárgicos, les asaltaron tan vivamente, que tomaron aquella baraúnda por las quimeras (le una pesadilla, en la que el movimiento fuera silencioso y los gritos perdidos para el oído. En aquel momento, un criado de confianza logró, no sin trabajo, atraer a su señor a la antesala, y le dijo en voz baja:
—¡Señor! Todos los vecinos están asomados a los balcones, quejándose de este escándalo.
—Si les molesta el ruido, ¡qué atrincheren los huecos con paja! —exclamó Taillefer.
Rafael soltó una carcajada tan intempestiva y ruidosa, que su amigo le pidió la explicación de aquella brutal alegría.
—Difícilmente me comprenderías —contestó Rafael—. Ante todo, habría de confesarte que me detuvisteis en el malecón Voltaire, en el momento preciso en que intentaba arrojarme al Sena, lo cual provocaría el deseo, por tu parte, de conocer los móviles de mi resolución. Pero si te agregara que, por un azar casi fabuloso, acababan de resumirse a mis ojos las ruinas más poéticas del mundo material, en una traducción simbólica de la sabiduría humana, mientras que ahora, los restos de todos los tesoros intelectuales de que hemos echado mano en la mesa se han concentrado en estas dos mujeres, originales personificaciones de la locura, y que nuestra profunda indiferencia por hombres y cosas ha servido de transición a los cuadros, tan fuertemente matizados, de dos sistemas de existencia tan diametralmente opuesto, ¿qué me dirías? Si no estuvieras a medios pelos, quizá vieras en ello un tratado de filosofía.
—Si no te apoyaras en esa hechicera Aquilina, cuyos ronquidos tienen cierta analogía con el bramido de una tempestad próxima a desencadenarse —replicó Emilio, entretenido a su vez en arrollar y desarrollar los cabellos de Eufrasia, sin darse cuenta de la inocente ocupación—, te avergonzarías de tu embriaguez y de tu charla. Tus dos sistemas pueden compendiarse en una sola frase y reducirse a una idea. La vida sencilla y mecánica conduce a una discreción rutinaria, ahogando nuestra inteligencia con el trabajo, mientras que la vida pasaba en el vació de las abstracciones o en el abismo del mundo moral, lleva una sabiduría loca. En una palabra, matar los sentimientos para vivir viejos, o morir jóvenes, aceptando el martirio de las pasiones; a eso estamos condenados. Y aun así, esta sentencia lucha con los temperamentos de que nos ha dotado el guasón a quien debemos el patrón de todas las criaturas.
—¡Majadero! —exclamó Rafael, interrumpiéndole—. Continúa compendiándote a ti mismo, en esa forma, y formarás volúmenes. Si yo hubiera tenido la pretensión de formular propiamente esas dos ideas, te habría dicho que el hombre se corrompe por el ejercicio de la razón y se purifica por la ignorancia. ¡Eso es hacer el proceso de las sociedades! Pero, vivamos con los prudentes o perezcamos con los locos, ¿dejará de ser el mismo el resultado, más tarde o más temprano? Por eso, el gran abstractor y quintaesenciador, ha condensado ya estos dos sistemas antes de ahora en estas dos palabras: «
Carymari
», «
Carymara
».
—Me haces dudar del poder de Dios, porque eres más necio que El poderoso —contestó Emilio—. Nuestro querido Rabelais ha resuelto esta filosofía con una palabra más breve que «
Carymari, Carymara
»; esta palabra es la de «quizá», de la que Montaigne sacó su «¿Qué sé yo?». Y aun estas últimas palabras de la ciencia moral, apenas son otra cosa que la exclamación de Pyrrhon al quedarse entre el bien y el mal, como el asno de Buridán entre dos piensos. Pero dejemos aquí esta eterna discusión, que hoy se reduce a «sí y no». ¿Qué experimento pretendías realizar, arrojándote al Sena? ¿Sentías envidia de la bomba hidráulica del puente de Nuestra Señora?
—¡Ah! ¡Si conocieses mi vida!
—¡Chico! ¡No te creía tan vulgar! —exclamó Emilio—. La frasecilla está ya muy gastada. ¿No sabes que todos tenemos la, pretensión de sufrir mucho más que los otros?
—¡Oh! —repuso Rafael.
—¡Me hacen gracia tus exclamaciones! ¡Vamos a ver! ¿Padeces alguna enfermedad, corpórea o anímica, que te obligue todas las mañanas, por una contracción de tus músculos, a adiestrar los caballos que han de descuartizarte por la noche, como lo hiciera en otro tiempo Damiens? ¿Te has comido a tu perro, en crudo y sin sal, en tu mísera buhardilla? ¿Te piden pan tus hijos? ¿Has vendido la cabellera de tu querida para ir a jugar? ¿Has ido a pagar a un domicilio supuesto una letra de cambio falsa, girada contra un tío imaginario, con el temor d llegar demasiado tarde? ¡Habla, que ya te escucho! Si te arrojabas al agua por una mujer, por un protesto, o por hastío de la vida, ¡reniego de ti! ¡Confiésamelo todo, pero sin mentir! No reclamo de ti memorias históricas. Sobre todo, sé tan breve como te lo permita tu embriaguez. Soy exigente como un lector, y estoy a punto de dormirme, como mujer que lee las vísperas en su breviario.
—¡Qué tontería! —replicó Rafael—. ¿De cuándo acá no están los dolores en razón directa de la sensibilidad? Cuando lleguemos al grado de ciencia que nos permita formar la historia natural de los corazones, denominarlos, clasificarlos en géneros, subgéneros y familias, en crustáceos, en fósiles, en saurios, en microscópicos… en ¿qué sé yo?, entonces se demostrará que los hay sensibles, delicados como flores, que deben quebrarse, como ellas al más ligero roce, y que resistirían, sin conmoverse, ciertos corazones pétreos.
—¡Por favor, ahórrame el prefacio! —suplicó Emilio, entre risueño y compasivo, estrechando la mano de Rafael.
Después de una breve pausa, Rafael comenzó, afectando indiferencia:
—Realmente, no sé si debo achacar a los vapores del vino y del ponche la especie de lucidez que me permite abarcar en este instante toda mi vida como un solo cuadro, en el que las figuras, los colores, las sombras, los claros y las medias tintas están fielmente marcados. No me asombraría este juego poético de mi imaginación si no estuviese acompañado de cierto desdén hacia mis penas y mis alegrías pretéritas. Vista de lejos, mi vida aparece como circunscrita por un fenómeno moral. El prolongado y lento padecer que ha durado diez años, puede reproducirse hoy en unas cuantas frases, en las que el dolor no será ya más que un pensamiento y el placer una reflexión filosófica, juzgo, en lugar de sentir…
—Estás pesado, como si desarrollaras una enmienda —interrumpió Emilio.
—Es posible —contestó Rafael, sin protestar—. Así, pues, para no abusar de tu atención, te haré gracia de los diez y siete primeros años de mi vida. Hasta entonces, viví como tú, como otros mil, esa vida de colegio o de academia, en la que los pesares ficticios y las alegrías reales hacen las delicias de nuestro recuerdo; esa vida, a la que nuestro agotado estómago pide las verduras del viernes, mientras no las hemos gustado nuevamente hermosa vida, cuyos trabajos nos parecen despreciables, y que, sin embargo, nos han enseñado a trabajar…
—¡Entra de lleno en el drama! —dijo Emilio, entre jovial y lastimero.
—Cuando salí del colegio —prosiguió Rafael, reclamando con un ademán el derecho a continuar—, mi padre me sometió una severa disciplina y me aposentó en un cuarto contiguo su despacho. Me hacía acostar a las nueve de la noche y levantar a las cinco de la mañana; quería que cursase a conciencia mi carrera de Derecho. Además de ir a clase, practicaba en bufete de un letrado; pero las leyes del tiempo y del espacio se aplicaban tan rígidamente a mis idas y venidas y a mis trabajos, y mi padre me exigía, a la hora de la comida, tan rigurosa cuenta de…
—¿Pero a mí qué me importa todo eso? —interrumpió Emilio.
—¡Llévete el diablo! —contestó Rafael—. ¿Cómo has de hacerte cargo de mis sentimientos, si no te relato los hechos imperceptibles que influyeron en mi alma, acostumbrándola al temor y dejándome largo tiempo en la prístina inocencia de la niñez? Así, hasta los veintiún años, he gemido bajo el yugo de un despotismo tan frío como el de una regla monacal.
»Para revelarte las tristezas de mi vida, quizá baste con que te haga el diseño de mi padre: un señor alto y seco, de perfil afilado como la hoja de un cuchillo, tez pálida, parco en el hablar, tacaño como una solterona y meticuloso como un jefe de oficina. Su paternidad planeaba sobre mis diabluras y mis juveniles expansiones, abatiéndose y encerrándolas como bajo losa de plomo. Si pretendía exteriorizarle mi ternura, me recibía como a chiquillo que molesta. Le tenía más miedo que a un antiguo dómine, y jamás pasé, para él, de los ocho años. Aun me parece verle. Embutido en su redingote color marrón, dentro del que se mantenía derecho como una vela, tenía el aspecto de un arencón salado, envuelto en la cubierta rojiza de un folleto.
»Sin embargo, yo quería a mi padre; en el fondo, era justo. Tal vez no puede aborrecerse la severidad, cuando la justifican el carácter entero, la pureza de costumbres y cierta discreta bondad. Si mi padre no me dejó nunca a sol ni a sombra, si hasta la edad de veinte años no puso diez francos a mi disposición, diez pícaros, diez libertinos francos, tesoro inmenso, cuya posesión vanamente ambicionada durante tanto tiempo me hizo soñar inefables delicias, procuraba, por lo menos, proporcionarme algunas distracciones. Después de prometerme una diversión, meses enteros, me llevaba a los Bufos, a un concierto, a un baile, donde yo esperaba encontrar una querida. Para mí, una querida constituía la independencia; pero vergonzoso y tímido, ignorante del lenguaje de los salones y sin conocer a nadie, salía siempre con el corazón tan intacto como henchido de deseos. Y al otro día, embridado por mi padre, como un caballo de escuadrón, volvía al bufete del abogado, a la Universidad, al Palacio de Justicia.