—¿Le han silbado en el circo o le han obligado a componer bufonadas para pagar el entierro de su amante? ¿O es que padece usted la fiebre del oro? ¿Quiere usted desterrar el tedio? ¿Qué mal pensamiento, en fin, le impulsa al suicidio?
—No busque usted el móvil de mi resolución en los motivos vulgares a que obedecen la mayor parte de los suicidios. Para dispensarme de revelarle penalidades inauditas, difíciles de traducir en palabras, me limitaré a manifestarle que me encuentro en la más profunda, en la más innoble, en la más horrenda de todas las miserias… y no quiero mendigar socorros ni consuelos.
Esta última frase fue pronunciada en un tono cuya salvaje arrogancia desmentía las palabras anteriores.
—¡Je! ¡Je! —se concretó a replicar el viejo desde luego, con áspera vocecilla semejante al ruido de una carraca.
Y después de una breve pausa, prosiguió diciendo:
—Sin obligar a usted a implorar nada de mí, sin avergonzarle, sin darle un céntimo francés, un parat levantino, un tarino siciliano, un kreutzer alemán, un copeck ruso, un farthing escocés, un solo sextercio ni óbolo de la antigüedad, ni un peso ni piastra de los actuales tiempos, sin ofrecerle absolutamente nada en oro, plata, vellón, papel o billete, pretendo hacerle más opulento, más poderoso y más considerado que un rey constitucional.
El joven creyó que su interlocutor chocheaba, y quedó perplejo, sin atreverse a replicar.
—Vuelva la cara —dijo el mercader, tomando con presteza la lámpara y dirigiendo sus rayos al muro frontero al retrato—, y fíjese en esa piel de zapa.
El joven se levantó bruscamente, mostrándose algo sorprendido al ver sobre la silla que ocupaba un trozo de zapa, adosado a la pared, cuyas dimensiones no excederían de las de una piel de zorro; pero, por un fenómeno inexplicable al pronto, aquella piel proyectaba en la profunda obscuridad que reinaba en el almacén una porción de rayos luminosos, que le comunicaban el aspecto de un cometa en miniatura.
El incrédulo joven se acercó al supuesto talismán, que debía preservarle de la desgracia, mofándose mentalmente de su virtud; pero, impulsado por una curiosidad bien legítima, se inclinó para examinar minuciosamente la piel, no tardando en descubrir la causa naturalísima de aquellos resplandores. Los negros granillos de la zapa estaban tan esmeradamente pulidos y bruñidos, sus caprichosas rayas se destacaban con tanta limpieza, que las asperezas del cuero oriental, semejantes a facetas de granate, constituían otros tantos pequeños focos, que reflejaban vivamente la luz. Demostró palpablemente la causa del fenómeno al anciano, quien, por toda respuesta, sonrió maliciosamente. Aquel aire de superioridad hizo sospechar al joven erudito que era víctima, en aquel momento, de la charlatanería de su interlocutor; y no queriendo llevarse un nuevo enigma a la tumba, comenzó a dar vueltas entre sus manos a la piel, como chiquillo impaciente por conocer los secretos de su nuevo juguete.
—¡Ah! —exclamó—, aquí hay señales de la marca que los orientales conocen con el nombre de sello de Salomón.
—¿Luego la conocía usted? —inquirió el mercader, lanzando por las narices tres o cuatro resoplidos, mucho más significativos y elocuentes que lo hubieran sido las más enérgicas palabras.
—¿Pero hay en el mundo alguien tan cándido que pueda prestar crédito a semejante patraña? —replicó el joven, amoscado al observar aquella risita muda y sardónica—. ¿Ignora usted que las supersticiones orientales han consagrado la forma mística y los falaces caracteres de ese emblema, que representa un poderío fabuloso? Tan necio sería tomando en serio semejante sandez, como hablando de esfinges o de grifos, cuya existencia está en cierto modo admitida, siquiera sea mitológicamente.
—Siendo, como es usted, orientalista —manifestó el anciano—, probablemente sabrá leer esta sentencia.
Y acercando la lámpara al talismán, que el joven tenía invertido, le mostró unos caracteres grabados en el tejido celular de la maravillosa piel, como si los hubiera producido el animal a que perteneció en otros tiempos.
—Confieso —declaró el desconocido— que no atino con el procedimiento que puede haberse utilizado para grabar tan profundamente estas letras en la piel de un onagro.
Y, volviéndose vivamente hacia las mesas cargadas de curiosidades, pareció buscar algo con la vista.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó el viejo.
—Una herramienta para cortar la piel, a fin de comprobar si las letras son impresas o grabadas.
El anciano alargó su verduguillo al desconocido, que raspó la piel, en el sitio en que las palabras estaban escritas; pero después de quitar una ligera capa de cuero, las letras reaparecieron tan claras y tan idénticas a las estampadas en la superficie, como si no se hubiera quitado nada.
—La industria oriental posee secretos que le son peculiares —dijo el joven, fijándose detenidamente en la sentencia, con una especie de inquietud.
—Sí —contestó el anciano—. ¡Vale más achacárselo a los hombres que a Dios!
Las palabras cabalísticas estaban dispuestas en la siguiente forma:
Lo cual significaba en español:
Si me posees, lo poseerás todo.
Pero tu vida me pertenecerá.
Dios lo ha querido así.
Desea, y se realizarán tus deseos.
Pero acomoda tus aspiraciones a tu vida.
Aquí está encerrada.
A cada anhelo, menguaré como tus días.
¿Me quieres? ¡Tómame!
Dios te oirá.
¡Así sea!
—Veo que lee usted de corrido el sánscrito —dijo el anciano—. ¿Acaso ha viajado por Persia o por Bengala?
—No, señor —contestó el joven, palpando con curiosidad la simbólica piel, bastante parecida a una lámina de metal, por su escasa flexibilidad.
El mercader volvió a dejar la lámpara sobre la columna de donde la tomó, lanzando al joven una mirada de glacial ironía, que parecía significar:
—¡Ya no piensa en morir!
—¿Es una broma o un verdadero misterio? —preguntó el joven desconocido.
El viejo balanceó la cabeza y contestó en tono solemne:
—No puedo afirmarlo categóricamente. He ofrecido el terrible poder que confiere ese talismán a hombres dotados de más energía de la que aparenta usted tener; y, a pesar de haberse burlado de la problemática influencia que debía ejercer sobre sus futuros destinos, ninguno ha querido arriesgarse a formalizar ese contrato tan fatalmente propuesto por no sé qué poder oculto. Les alabo el gusto; yo he dudado, me he abstenido y…
—¿Pero no ha probado usted siquiera? —interrumpió el joven.
—¡Probar! —exclamó el anciano—. Si estuviera usted en lo alto de la columna de la plaza de Vendôme, ¿probaría a lanzarse al espacio? ¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Ha logrado alguien fraccionar la muerte? Antes de entrar en este gabinete, había usted resuelto suicidarse; pero, de pronto, le preocupa un secreto y le distrae de su propósito. ¡Criatura! ¿Acaso no se le ofrecerá, diariamente, un enigma mucho más interesante que éste? ¡Escúcheme!
»Yo he conocido la corte licenciosa del Regente. Como ahora usted, estaba entonces en la indigencia; tenía que mendigar mi sustento; sin embargo, he llegado a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruído. Voy a revelar a usted, en pocas palabras, un gran misterio de la vida humana. El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: «Querer y Poder». Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la qué yo debo la suerte de mi longevidad. «Querer» nos abrasa y «Poder» nos destruye; pero «Saber» constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; el movimiento, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo.
»Ningún exceso ha menoscabado mi alma ni mi cuerpo, y eso que he visto el mundo entero. Mis plantas han hollado las más altas montañas de Asia y América, he aprendido todos los idiomas humanos, he vivido bajo todos los regímenes. He prestado dinero a un chino, aceptando como garantía el cuerpo de su padre; he dormido bajo la tienda de un árabe, fiado en su palabra; he firmado contratos en todas las capitales europeas, he dejado sin temor mi oro en la cabaña del salvaje: lo he conseguido todo, en fin, por haber sabido desdeñarlo todo.
»Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamente? ¿no es descubrir la substancia misma del hecho y apropiársela esencialmente? ¿Qué queda de una posesión material? Una idea, juzgue, pues, cuán deliciosa ha de ser la vida del hombre que, pudiendo grabar todas las realidades en su mente, transporta en su alma las fuentes de la dicha, extrayendo de ella mil voluptuosidades ideales, exentas de las mancillas terrenas. La imaginación es la llave de todos los tesoros; procura las satisfacciones del avaro, sin proporcionar las preocupaciones. Por eso me he cernido sobre el mundo, en el que todos mis placeres fueron siempre goces intelectuales. Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio, jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas, que, trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior. Como nunca he desgastado mi organismo, disfruto aún de perfecta salud; y como mi alma conserva todas las energías que no he disipado, mi cabeza está mucho mejor surtida que mis almacenes.
»¡Aquí —prosiguió, dándose, una palmada en la frente—, aquí está el verdadero capital! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo vuestras guerras, vuestras revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿cómo preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿cómo preferir todos los desastres de vuestras erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios?». Aquí —agregó en voz vibrante, mostrando la piel de zapa—, en este pedazo de piel, se encuentran reunidos el «poder» y el «querer». En él están resumidas vuestras ideas sociales, vuestras desmedidas ambiciones, vuestras intemperancias, vuestras alegrías que matan, vuestros dolores que alargan la vida, porque quizá el mal no sea más que un violento placer. ¿Quién será capaz de determinar el punto en que la voluptuosidad se convierte en mal, y el en que el mal continúa siendo voluptuosidad? ¿No acarician la vista los más vivos fulgores del mundo ideal, al paso que siempre la hieren las más suaves tinieblas del mundo físico? ¿No se deriva de saberla palabra sabiduría? ¿Y en qué consiste la locura, sino en el exceso de un querer o de un poder?
—¡Pues bien! ¡sí, quiero vivir con exceso! —exclamó el desconocido, apoderándose de la pie! de zapa.
—¡Cuidado, joven! —exclamó a su vez el anciano, con increíble vivacidad.
—Había consagrado mi existencia al estudio y a la meditación que ni siquiera me han servido para subvenir a mis necesidades —replicó el desconocido—. No quiero ser juguete de un sermón digno de Swedenborg, ni de ese amuleto oriental, ni de los caritativos esfuerzos que hace usted para retenerme en una sociedad, en la que mi existencia se ha convertido en imposible. ¡Vamos a ver! —añadió, apretando el talismán con mano convulsa y mirando al anciano—. ¡Quiero una comida regiamente espléndida, una bacanal digna del siglo en que, según dicen, todo está perfeccionado! ¡qué mis comensales sean jóvenes espirituales y sin prejuicios, alegres hasta la locura! ¡qué los vinos se vayan sucediendo, cada vez más incisivos, más espumosos, con fuerza suficiente para que la embriaguez nos dure tres días! ¡qué den realce a la fiesta las más fogosas hermosuras! ¡Quiero que la Licencia delirante, rugiente, nos arrastre en su carro tirado por cuatro corceles más allá de los confines del mundo, para volcarnos en playas ignoradas! ¡qué las almas asciendan a los cielos o se hundan en el fango, poco me importa! ¡Exijo, por tanto, a ese poder siniestro, que me refunda todos los goces en uno solo! ¡Sí! ¡Necesito estrechar a los placeres del cielo y de la tierra en un postrer abrazo, para que me maten! Ansío, después de beber, antiguas priapas, canciones que despierten a los muertos, besos interminables, cuyo clamor pase sobre París como el estallido de un incendio, desvelando a los esposos, infundiéndoles un ardor irresistible que rejuvenezca a todos, ¡hasta a los septuagenarios!