Si el banquero y los propios criados de la sala se estremecieron, fue porque aun se observaban los rastros de una encantadora inocencia en aquellas formas gráciles y delicadas, en aquella blonda y rala cabellera, ensortijada naturalmente. El sujeto en cuestión no contaba más de veinticinco años, y el vicio parecía ser en él tan sólo un accidente. La lozanía de la juventud seguía luchando con los estragos de una impotente lascivia. Las tinieblas y la luz, la nada y la existencia combatían entre sí, produciendo a la vez atracción y horror. El joven se presentaba allí como un ángel sin aureola, extraviado en su camino. Así, todos aquellos profesores eméritos de vicio y de infamia, semejantes a una repugnante Celestina, acometida por la piedad a la vista de una hermosa doncella que se ofrece a la corrupción, estuvieron a punto de gritar al novato:
—¡Vete!
El recién llegado marchó derecho a la mesa, se quedó en pie, tiró al azar sobre el tapete una moneda de oro que tenía en la mano, y que fue, rodando, al negro; luego, a fuer de corazón esforzado, que abomina de trapaceras incertidumbres, lanzó al tallador una mirada, entre turbulenta y tranquila.
El interés de aquel golpe fue tal, que los viejos hicieron postura; pero el italiano, asaltado por una luminosa idea que cruzó su mente, con el fanatismo de la pasión, apuntó su montón de oro en contra del juego del desconocido. El banquero se olvidó de pronunciar esas frases que, a la larga, se convierten en un murmullo ronco e ininteligible:
—¡Hagan juego!… ¿Está hecho?… ¡No va más!
Al extender las cartas sobre la mesa, el tallador, indiferente siempre a la pérdida o a la ganancia de los aficionados a aquellos sombríos placeres, pareció mostrarse deseoso de que la suerte favoreciese al advenedizo. A cada espectador se le antojó ver un drama y la última escena de una noble vida en la suerte de aquella moneda de oro; sus pupilas, clavadas en las fatídicas cartulinas, chispeaban; pero, a pesar de la atención con que miraron alternativamente al joven y a las cartas, no pudieron sorprender el menor síntoma de emoción en su fisonomía fría y resignada.
—Encarnado gana, color pierde —cantó el banquero con solemnidad.
Una especie de sordo estertor salió del pecho del italiano, al ver caer, uno a uno, los billetes doblados que le arrojó el pagador. En cuanto al joven, no se dio cuenta de su ruina hasta el momento en que se alargó la raqueta para recoger su última moneda. El marfil produjo un ruido seco al chocar con el metal, y la moneda, rápida como una flecha, fue a reunirse al montón de oro apilado delante de la caja.
El desconocido cerró los ojos dulcemente y sus labios blanquearon; pero casi en el acto descorrió los párpados, su boca recobró un rojo coralino, y afectando el aire de un inglés para quien la vida carece ya de misterios, desapareció sin mendigar consuelo con una de esas miradas desgarradoras que los jugadores, en su desesperación, suelen lanzar con harta frecuencia a la galería. ¡Cuántos acontecimientos se agolpan en el espacio de un segundo y qué de cosas en un golpe de dados!
—Debe ser su último cartucho —observó sonriendo el raquetero, después de un instante de silencio, durante el cual retuvo la moneda de oro entre el pulgar y el índice, para exhibirla a la concurrencia.
—¡Ese tarambana es capaz de tirarse de cabeza al río! —contestó uno de los asiduos, circulando una mirada en torno de la mesa, en la que todos se conocían.
—¡Bah! —exclamó uno de los libreados servidores, aspirando una toma de rapé.
—¡Si hubiéramos imitado al señor! —dijo uno de los viejos a sus colegas, señalando al italiano.
Todos los presentes miraron al afortunado jugador, cuyas manos temblaban al contar los billetes de Banco.
—En aquel momento —declaró el italiano— me pareció percibir una voz que murmuraba a mi oído: ¡El juego hará entrar en razón a ese desesperado muchacho!
—¡Ese hombre no es jugador! —replicó el banquero—; si lo fuese, hubiera distribuido su dinero en tres posturas, para contar con más probabilidades.
El joven pasó por delante de la portería, sin reclamar su sombrero; pero el viejo mastín, después de observar el mal estado de aquel guiñapo, se lo entregó sin proferir palabra. El jugador restituyó maquinalmente la contraseña y descendió las escaleras tarareando «
Di tanti palpiti
», en tono tan quedo, que apenas oiría él mismo las deliciosas notas.
Una vez bajo las arcadas del Palacio Real, siguió hasta la calle de San Honorato, tomó el camino de las Tullerías y atravesó el jardín, con paso vacilante. Caminaba como por un despoblado, empujado por los transeúntes, a quienes no veía, sin escuchar a través de los clamores populares más que una sola voz; la de la muerte; perdido, en fin, en un ensimismamiento semejante al que invadía, en otro tiempo, a los acusados a quienes se conducía en una carreta desde el Palacio a la Gréve, hacia el cadalso tinto en la sangre vertida desde 1793.
Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible. Implacables deben ser los huracanes que le fuerzan a demandar la paz del alma al cañón de una pistola. ¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta de oro y que se aburre! Ante semejante idea, el suicidio adquiere proporciones gigantescas. Entre una muerte voluntaria y la fecunda esperanza cuya voz llamara a un joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo de concepciones encontradas, de poesías abandonadas, de lamentos y de gritos ahogados, de tentativas inútiles y de méritos abortados. Cada suicidio es un sublime poema de melancolía. ¿Dónde encontraréis, en el océano de las literaturas, un libro flotante que pueda luchar en genio con esta gacetilla: «Ayer, a las cuatro, una muchacha se arrojó al Sena desde lo alto del Puente de las Artes»?
Ante tal laconismo parisino, todo palidece; los dramas, las novelas, hasta la vieja portada: «
Las lamentaciones del glorioso rey de Kaérnavan, reducido a prisión por sus hijos
»; último fragmento de un libro perdido, cuya sola lectura enternecía a Sterne, sin perjuicio de abandonar a su mujer y a sus hijos.
El desconocido fue asaltado por mil pensamientos semejantes, que pasaban en jirones por su alma, como desgarradas banderas ondeantes en el fragor de una batalla. Si depositaba durante un momento el fardo de su inteligencia y de sus recuerdos, para detenerse ante algunas flores cuyas corolas balanceaba muellemente la brisa entre los macizos de verdura, se sentía bruscamente embargado por una convulsión de la vida, que respingaba todavía bajo la abrumadora idea del suicidio, y elevaba los ojos al cielo; pero los grises nubarrones, las bocanadas de viento, cargadas de tristeza, la pesadez de la atmósfera, seguían aconsejándole morir.
Se encaminó hacia el puente Real, pensando en los últimos caprichos de sus predecesores. Sonrió al recordar que lord Castlereagh satisfizo la más humilde necesidad física antes de cortarse el cuello, y que el académico Auger fue a buscar su caja de rapé, aspirando el acre polvillo al avanzar hacia la muerte. Analizando estas extravagancias, hubo de interrogarse a sí mismo, cuando al estrecharse contra el parapeto del puente, para dejar pasar a un mozo del mercado, rozó ligeramente con la manga el yeso de la pared y se sorprendió sacudiéndose cuidadosamente el polvo. Llegado al punto culminante de la bóveda, miró al agua con aire siniestro.
—¡Mal tiempo para zambullirse! —le dijo riendo una vieja, envuelta en andrajos—. El Sena está turbio y frío.
El contestó con una sonrisa llena de ingenuidad, que denotaba su delirante ardimiento; pero se estremeció de pronto, al ver a lo lejos, sobre el malecón de las Tullerías, la caseta rematada por el cartelón, con el siguiente rótulo, en letras de un pie de altura: «Salvamento de náufragos». Se le apareció el buen Dacheux, armado de su filantropía, requiriendo y utilizando aquellos bienhechores remos, que rompen la cabeza a los ahogados, cuando tienen la desgracia de remontarse a la superficie: le vio exhortando a los curiosos, reclamando un médico, disponiendo las inhalaciones; leyó los pésames de los periodistas, escritos entre la broma de un festín y la sonrisa de una bailarina; oyó el chocar de las monedas asignadas a los barqueros, por su cabeza, por el prefecto del Sena. Muerto, valdría cincuenta francos, mientras que vivo no era sino un hombre de talento sin protectores, sin amigos, sin casa ni hogar, un verdadero cero social, inútil al Estado, que para nada se preocupaba de él. Pareciéndole innoble una muerte en pleno día, resolvió morir de noche, a fin de entregar un cadáver indescifrable a aquella sociedad, que desconocía la grandeza de su vida.
Continuó, pues, su camino y se dirigió al muelle Voltaire, adoptando el andar indolente de un desocupado que desea matar el tiempo. Al descender los peldaños que terminan la acera del puente, en el ángulo del malecón, atrajeron sus miradas unos librotes extendidos sobre el parapeto. En poco estuvo que ajustase algunos. Sonrió, metió filosóficamente las manos en los bolsillos, y ya se disponía a reanudar su interrumpida marcha, en la que se notaba cierto dejo de frío desdén, cuando quedó admirado al oír resonar unas monedas en el fondo de su faltriquera, de un modo verdaderamente fantástico. Una sonrisa de esperanza iluminó su rostro, deslizándose de sus labios a sus facciones y a su frente y haciendo brillar de alegría sus pupilas y sus sombrías mejillas. Aquel destello de felicidad se asemejaba a los chispazos que recorren los restos de un papel consumido ya por las llamas; y cupo al semblante la propia suerte de las negras cenizas, tornándose triste cuando el desconocido, después de retirar apresuradamente la mano de su bolsillo, vio tan sólo tres monedas de diez céntimos.
—¡
Signorino
! ¡
Per carita
!… ¡Una limosna para pan!
Un muchachuelo de rostro sucio y abotagado, mal cubierto de harapos, tendió la mano al personaje, para arrancarle sus últimos recursos.
A dos pasos del saboyanito, un anciano vergonzante, de aspecto achacoso y miserable, envuelto en un mantón agujereado, le dijo en bronca voz velada:
—¡Caballero! ¡Una voluntad, por el amor de Dios!…
—Pero, cuando el joven miró al anciano, éste calló y cesó en su súplica, reconociendo quizá en aquel fúnebre semblante la divisa de una miseria más acerba que la suya.
—¡
Per carita
! ¡
Per carita
!
El desconocido distribuyó su capital entre el chicuelo y el anciano, abandonando la acera y cruzando a la parte edificada, por no poder soportar la punzante vista del Sena.
—¡Dios se lo pague y se lo aumente! —dijeron a la vez ambos mendigos.
Al llegar al escaparate de una estampería, el moribundo tropezó con una joven que descendía de un lujoso tren. Contempló con fruición a la encantadora mujer, cuyo blanco rostro iba encuadrado armónicamente en la seda de un elegante sombrero, y quedó seducido por su esbelto talle, por la gracia de sus movimientos. La falda, ligeramente levantada por el estribo, dejó al descubierto los delicados contornos de una bien moldeada pantorrilla, encerrada en una tersa media blanca.
La joven entró en el establecimiento regateó y ajustó varios álbumes y colecciones de litografías y compró por valor de algunas monedas de oro, que relucieron y tintinearon sobre el mostrador. Nuestro personaje, aparentemente abstraído en examinar los grabados expuestos en el aparador, cambió vivamente con la hermosa desconocida la más penetrante de las miradas que pueda lanzar un hombre, contra una de esas indiferentes ojeadas dirigidas al azar a los transeúntes. Era, por parte del hombre, un adiós al amor, a la mujer; pero esta última y poderosa interrogación no fue comprendida, no conmovió aquel corazón de mujer frívola, no la ruborizó, no la hizo bajar los ojos.
¿Qué significaba aquello para ella? Una admiración más, un deseo inspirado, que le sugeriría por la noche esta grata reflexión: «¡La verdad es que hoy estaba bien!».
El joven se trasladó seguidamente de sitio, sin volver siquiera la cabeza cuando la desconocida ocupó de nuevo su carruaje. Los caballos arrancaron, y aquella postrera imagen del lujo y de la elegancia se eclipsó, como pronto se eclipsaría su vida. Avanzó melancólicamente a lo largo de los almacenes, examinando sin gran interés las muestras de mercancías. Cuando acabaron las tiendas, estudió el Louvre, el Instituto, las torres de Nuestra Señora, las del Palacio, el puente de las Artes. Aquellos monumentos parecían tomar una fisonomía triste al reflejar los grisáceos matices del cielo, cuyos escasos claros prestaban un aire amenazador a París, que semejante a una mujer bonita, está sometiendo a inexplicables caprichos de fealdad y de belleza. Hasta la propia Naturaleza conspiraba para sumir al moribundo en un éxtasis doloroso. Presa de aquel poder maléfico, cuya acción disolvente encuentra un vehículo en el fluido que circula por nuestros nervios, sentía llegar insensiblemente su organismo a los fenómenos de la fluidez. Las borrascas de aquella agonía le imprimían un movimiento semejante al de las olas, y le hacían ver edificios y hombres a través de una bruma, en la que todo ondulaba.
Trató de substraerse a las titulaciones que producían en su alma las relaciones de la naturaleza física, y se dirigió a un almacén de antigüedades, con el propósito de dar pasto a sus sentidos, o de aguardar allí la noche, simulando el deseo de adquirir objetos de arte. Era, por decirlo así, reunir ánimos y pedir un cordial, como los condenados que desconfían de sus fuerzas al ir al patíbulo; pero la conciencia de su próximo fin infundió, por un momento, en el joven la entereza de una duquesa con dos amantes, y entró en la tienda del anticuario con aire desenvuelto, dejando ver en sus labios una sonrisa fija, como la de un beodo. ¿Acaso no estaba embriagado de la vida, o quizá de la muerte?
No tardó en recaer en sus vértigos, y continuó viendo las cosas bajo extraños colores o animadas de un ligero movimiento, cuya causa era, sin duda, una irregular circulación de su sangre, tan pronto turbulenta, como una cascada, tan pronto tranquila y blanda, como el agua tibia. Solicitó simplemente visitar los almacenes, para ver si encerraba alguna curiosidad que le conviniera. Un mocetón de cara fresca y mofletuda, cabellera roja, cubierto con una gorra de nutria, encomendó la vigilancia del establecimiento a una anciana lugareña, especie de Caliban femenino, ocupada en limpiar una estufa, cuyas maravillas eran debidas al genio de Bernardo de Palissy. Luego, dijo al presunto parroquiano, con aire indiferente: