La piel de zapa (8 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—¡Amigo mío, cuando menos, Napoleón nos ha legado gloria! —afirmó un oficial de marina, que jamás había salido de Brest.

—¡Gloria! ¡triste mercancía! Se paga cara y no se conserva. ¿No es, por ventura, el egoísmo de los grandes hombres, como la felicidad es el de los tontos?

—¡Qué feliz debe ser usted!

—El inventor de las zanjas hubo de ser necesariamente un hombre débil, porque la sociedad no aprovecha más que a las gentes ruines. Situados en los dos extremos del mundo moral, el salvaje y el pensador aborrecen igualmente la propiedad.

—¡Magnífico! —exclamó Cardot—. ¡Si no hubiera propiedades, no se otorgarían escrituras!

—¡Esos guisantes son un manjar de dioses!

—Y al siguiente día encontraron al párroco muerto en su lecho…

—¿Quién habla de muertos? ¡No os bromeéis, porque tengo un tío…!

—¿A cuya pérdida se resignaría usted indudablemente?

—Eso no se pregunta.

—¡Atención, señores! «¡Procedimiento para matar a los tíos!».

—¡Chist! ¡Oigamos! ¡oigamos!

—Ante todo, supongamos un tío sanóte y rollizo, septuagenario por lo menos… Estos son los mejores tíos. Se le hace comer, con cualquier pretexto, un pastel de «
foie gran
»…

—Mi tío es alto, enjuto de carnes, avaro y sobrio. —Esos tíos son monstruos que abusan de la vida.

—Y se le anuncia durante la digestión —continuó el «matatíos»— la quiebra de su banquero.

—¿Y si resiste?

—¡Se le suelta una chica guapa!

—¿Y si dice que…? —insistió el otro, haciendo un gesto negativo.

—Entonces, eso no es un tío, porque los tíos son esencialmente alegrillos.

—La voz de la Malibran ha perdido dos notas.

—¿Qué ha de perder?

—Le digo a usted que sí.

—Sí y no. Es la historia eterna de todas las disertaciones religiosas, políticas y literarias. ¡El hombre es un funámbulo, que se arriesga constantemente al borde del precipicio!

—Si continuara escuchándole, me acreditaría de tonto.

—Al contrario; si acaso, será por no escucharme.

—La instrucción… ¡Valiente tontería! Heineffettermach hace ascender a más de mil millones el número de volúmenes impresos, y la vida de un hombre apenas alcanzará para leer ciento cincuenta mil. Ahora, ¡explíqueme usted lo que significa la palabra «instrucción»! Para unos, consiste en saber cuatro vulgaridades estúpidas, sin estar al tanto del movimiento en ningún orden de la actividad humana. Otros, han utilizado sus conocimientos para escamotear un testamento y conquistarse fama de honrados, disfrutando de la estimación y del respeto de los demás, como hubieran podido ser sorprendidos en flagrante delito de robo con reincidencia, con todas las agravantes del código, yendo a morir aborrecidos y deshonrados, a un presidio.

—¿Se sostendrá Nathan?

—Sus colaboradores tienen mucho talento.

—¿Y Canalis?

—De ése no hay que hablar: es un gran hombre.

—¡Estáis beodos!

—La consecuencia inmediata de una constitución es el aplanamiento de las inteligencias. Artes, ciencias, monumentos, todo lo devora un espantoso sentimiento de egoísmo, lepra de nuestra época. Vuestros trescientos burgueses, sentados en sus escaños, únicamente pensarán en plantar chopos. El despotismo realiza grandes cosas, ilegalmente la libertad ni aun se toma el trabajo de realizar legalmente las más insignificantes.

—Vuestra enseñanza mutua fabrica monedas de carne humana —dijo un absolutista, interrumpiendo—. En un pueblo nivelado por la instrucción, desaparecen las personalidades.

—Sin embargo, ¿no es el objeto de la sociedad proporcionar el bienestar a todos? —preguntó el sansimoniano.

—¡Si tuviera usted cincuenta mil libras de renta, ni siquiera se acordaría del pueblo! ¿Está usted tan verdaderamente apasionado por la humanidad? ¡Pues váyase a Madagascar! Allí encontrará un pueblo nuevecito que sansimonizar, clasificar y embotellar; pero aquí cada cual entra naturalmente en su alvéolo, como una clavija en su agujero. Los porteros y los necios son bestias que no se precisa que sean promovidos a tales por un colegio de religiosos. ¡Ja! ¡Ja!

—¡Es usted un carlista!

—¿Por qué negarlo? Me gusta el despotismo, porque indica cierto desprecio a la raza humana. No aborrezco a los reyes. ¡Son tan amenos! ¿Le parece a usted poco elevarse a un trono, a treinta millones de leguas del sol?

—Pero resumamos este amplio concepto de la civilización —decía entretanto el sabio, que para instrucción del distraído escultor había entablado una discusión acerca del comienzo de las sociedades y de los pueblos autóctonos—. En los orígenes de las naciones la fuerza fue, en cierto modo, material, uniforme, grosera; luego al aumentar las agregaciones, los gobiernos procedieron a descomposiciones más o menos hábiles, del poder primitivo. Así, en los tiempos remotos la fuerza residía en la teocracia; el sacerdote manejaba el acero y el incensario. Más adelante, hubo dos sacerdocios: el pontífice y el rey. Hoy, nuestra sociedad, último término de la civilización, ha distribuido el poder con arreglo al número de combinaciones y hemos llegado a las fuerzas denominadas industria, cultura, capital, oratoria. Como el poder carece ya de unidad, camina incesantemente hacia una disolución social, para la que no existe otro valladar que el interés; por consiguiente, no nos apoyamos en la religión ni en la fuerza material, sino en la inteligencia. Ahora bien; ¿podrá reemplazar el libro al acero, la discusión al hecho? Ese es el problema.

—La inteligencia lo ha matado —replicó el carlista—. La libertad absoluta conduce al suicidio a las naciones, que se hastían en el triunfo, como un inglés millonario.

—¿Qué nos dirá usted de nuevo? Hoy se ridiculizan todos los poderes, y hasta es cosa corriente negar a Dios. Ya no existen creencias, y este siglo es como un sultán caduco, víctima de sus excesos. En fin, el celebrado lord Byron, en una suprema desesperación poética, ha cantado las pasiones del crimen.

—¿No sabe usted —objetó Bianchon, completamente beodo— que una dosis de fósforo, de más o de menos, hace al hombre inteligente o idiota, valeroso o tímido, virtuoso o criminal?

—¿Es posible que se trate de tal modo a la virtud? —exclamó Cursy—. ¿La virtud, tema de todas las producciones teatrales, desenlace de todos los dramas, base de toda justicia?

—¡Cállate, animal! —contestó Bixiou—. Tu virtud es Aquiles sin talón.

—¡Bebamos!

—¿Quieres apostar a que me bebo de un trago una botella de Champaña?

—¡Qué rasgo de ingenio! —exclamó Bixiou.

—¡Están borrachos como carreteros! —observó un mozalbete, que daba de beber concienzudamente a su chaleco.

—¡Sí, señor! el gobierno de los tiempos actuales es el arte de hacer reinar a la opinión pública.

—¿La opinión? ¡Si es la más viciosa de todas las rameras! A dar oídos a las predicaciones moralizadoras de los que os consagráis a la política, habría que preferir vuestras leyes a la Naturaleza, la opinión a la conciencia. ¡Todo es verdad y todo es mentira! Si la sociedad nos ha proporcionado el plumón de las almohadas, ha compensado el beneficio con la gota, así como ha ideado el procedimiento para atemperar a la justicia y ha puesto los resfriados a continuación de los chales de cachemira.

—¡Monstruo! —exclamó Emilio, interrumpiendo al misántropo—, ¿cómo es posible que murmures de la civilización, ante tantos y tan deliciosos vinos y manjares? ¡Muerde las patas y hasta las doradas astas de ese corzo, pero no muerdas a tu madre!

—¿Qué culpa tengo yo de que el catolicismo llegue a meter un millón de dioses en un saco de harina, de que la República venga siempre a parar en un Robespierre, de que la realeza se encuentre siempre entre el asesinato de Enrique IV y el proceso de Luis XVI, y de que el liberalismo se reduzca a La Fayette?

—¿Le abrazó usted en julio?

—No.

—Entonces, calle usted, ¡escéptico!

—Los escépticos son los hombres más concienzudos.

—¡Si no tienen conciencia!

—¿Qué dice usted? Tienen lo menos dos.

—¡Descontar el Cielo! Es el colmo del mercantilismo. Las religiones antiguas se reducían a un afortunado desarrollo del placer físico; pero nosotros hemos desarrollado el alma y la esperanza. El progreso es evidente.

—¿Qué puede esperarse, amigos míos, de un siglo nutrido de política? —repuso Nathan—. ¿Cuál ha sido la suerte del «Rey de Bohemia y de sus siete castillos», la más arrebatadora concepción…?

—¡Hola! ¡hola! —gritó el crítico, de extremo a extremo de la mesa—. Esas son frases barajadas al azar en un sombrero, verdadera obra escrita para Charenton.

—¡Es usted un estúpido!

—¡Y usted un canalla!

—¡Vamos! ¡vamos!

—¡Calma, señores!

—Habrán de batirse.

—¡Ca!

—Mañana nos veremos.

—Ahora mismo —contestó Nathan.

—Decididamente, son ustedes dos bravos.

—¡Y usted otro! —replicó el provocador.

—¡Ni siquiera pueden tenerse en pie!

—¿Cómo que no? —contestó el belicoso Nathan, cabeceando, al levantarse, como una cometa sin contrapeso.

Y después de lanzar en derredor una mirada imbécil, cayó desplomado sobre su asiento, como extenuado por el esfuerzo, inclinó la cabeza y permaneció mudo.

—¡Tendría gracia —dijo el crítico a su vecino— que me batiera por una obra que no he leído ni visto siquiera!

—¡Emilio! ¡ten cuidado de tu indumentaria, porque tu vecino palidece! —advirtió Bixiou.

—¿Kant? ¡Un globo más, lanzado para embaucar a los tontos! ¡El materialismo y el espiritualismo son dos vistosas raquetas, con las que los charlatanes togados despiden el mismo volante! ¿Qué más da que Dios esté en todo, según Spinosa, o que todo proceda de Dios, según San Pablo?… ¡Imbéciles! ¿No es idéntico el movimiento para cerrar que para abrir una puerta? ¿Ha salido el huevo de la gallina o la gallina del huevo? En eso estriba todo.

—¡Inocente! —objetó el erudito—, el problema que planteas, está ya resuelto por un hecho.

—¿Cuál?

—El de que las cátedras no se han creado para explicar filosofía, sino más bien la filosofía para justificar las cátedras. ¡Cálate los lentes y lee el presupuesto!

—Ladrones!

—¡Imbéciles!

—¡Tunantes!

—¡Embusteros!

—¿En dónde, sino en París, encontraréis un cambio tan vivo, tan rápido de ideas? —preguntó Bixiou, ahuecando la voz.

—¡Anda, Bixiou! ¡Represéntanos una farsa clásica! ¡Una crítica burlesca!

—¿Queréis que os represente el siglo diez y nueve?

—¡Atención!

—¡Silencio!

—¡Ponedle carátula!

—¿Callarás alguna vez?

—¡Tapadle la boca con vino!

—¡Venga, Bixiou!

El artista se abotonó hasta el cuello, se calzó sus guantes amarillos y bizcó los ojos, empezando su relación; pero el ruido apagó su voz, siendo imposible oír una sola palabra de su sátira.

Los postres aparecieron como por encanto. La mesa fue adornada con un gran centro salido de los talleres de Thomire. Esbeltas figuras, a las que un célebre artista había comunicado las formas convenidas en Europa para la belleza ideal, sostenían y llevaban canastillas de fresas, de ananás, dátiles frescos, doradas uvas, rubios melocotones, naranjas llegadas de Setúbal en un vapor, granadas, frutas de la China; en una palabra, todas las sorpresas del lujo, los milagros de la repostería los más apetitosos bocados, las más delicadas golosinas. El brillo de la porcelana, las líneas resplandecientes de los dorados, el tallado de la cristalería, realzaban los colores de aquellos cuadros gastronómicos. Grácil como las líquidas franjas del Océano, flexible y ligera, la espuma coronaba los paisajes del Poussin, reproducidos en Sévres.

El territorio de un príncipe alemán no hubiera bastado a sufragar aquella insolente esplendidez. La plata, el nácar, el oro, el cristal, fueron prodigados nuevamente y bajo nuevas formas; pero el abotagamiento de los ojos y la fiebre locuaz de la embriaguez apenas permitieron a los comensales adquirir una vaga intuición de aquel mágico espectáculo, digno de un cuento oriental.

Los vinos de postre aportaron sus aromas y sus ardores, deliciosos vapores que engendran una especie de espejismo intelectual y cuyos potentes lazos encadenan los pies y apesantan las manos. Las pirámides de frutas fueron saqueadas, las voces aumentaron y redobló el tumulto. Ya no hubo medio de percibir distintamente las palabras; las copas volaron en añicos y los labios todos prorrumpieron en risotadas, ruidosas como cohetes. Cursy cogió una trompa y tocó llamada, que fue como una señal dada por el diablo.

La delirante reunión aulló, silbó, cantó, gritó, rugió, gruñó. Habríase sonreído al ver aquellas gentes, joviales por temperamento, tornarse sombrías como los desenlaces de Crébillon, o meditabundas, como marinos en coche. Los discretos confiaban sus intimidades a curiosos que no les escuchaban. Los melancólicos sonreían, como bailarinas al terminar sus piruetas. Claudio Vignon se contoneaba como un oso enjaulado. Los amigos íntimos disputaban. Las semejanzas animales inscritas en los rostros humanos y tan curiosamente demostradas por los fisiólogos, reaparecían vagamente en los gestos, en las actitudes. Aquello era un libro abierto para cualquier observador.

El anfitrión, sintiéndose beodo, no se atrevía a levantarse; pero aprobaba las extravagancias de sus invitados con una mueca fija, tratando de conservar un aire decoroso y hospitalario. Su ancha faz, roja y azul, casi amoratada, repulsiva, se asociaba al movimiento general por medio de esfuerzos semejantes a los cabeceos y bandazos de un bergantín.

—¿Los asesinó usted? —le preguntó Emilio.

—Dicen que la pena de muerte va a ser abolida, en favor de los revolucionarios de julio —contestó Taillefer, enarcando las cejas con un aire mezcla de malicia y de estupidez.

—Pero, ¿no los suele usted ver en sueños? —inquirió Rafael.

—¡Hay prescripción! —dijo el asesino enriquecido.

—¡Es claro! —exclamó Emilio, en tono sardónico—. Y luego, el marmolista grabará sobre la losa de su tumba: «¡Transeúntes, derramad una lágrima a su memoria!». ¡Oh! —añadió—, ¡de qué buena gana daría cinco francos al matemático que demostrara por medio de una ecuación algebraica la existencia del infierno!

Y arrojó una moneda al aire, gritando:

—¡Cara por Dios!

—¡No me mire usted! —dijo Rafael, recogiendo la moneda ¿Quién sabe? ¡El azar es tan guasón!…

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