La piel de zapa (9 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—¡¡Ah!! —repuso Emilio, con acento tristemente burlón—, no veo dónde poner los pies entre la geometría del incrédulo y el «
Pater noster
» del papa. ¡Bah! ¡bebamos! «Trinc» es, a mi juicio, el oráculo de la divina botella y sirve de conclusión al Pantagruel.

—Al «
Pater noster
» debemos —contestó Rafael— nuestras artes, nuestros monumentos, nuestras ciencias quizá y un beneficio mucho mayor aún, nuestros modernos gobiernos, en los cuales está maravillosamente representada una sociedad vasta y fecunda por quinientas inteligencias, cuyas fuerzas opuestas entre sí se neutralizan, dejando todo poder a la «civilización», reina gigantesca que reemplaza al «Rey», esa antigua y terrible figura, especie de falso destino interpuesto por el hombre entre el cielo y él. En presencia de tantas obras realizadas, el ateísmo aparece como un esqueleto infecundo. ¿Qué te parece?

—Pienso en las oleadas de sangre derramadas por el catolicismo —replicó fríamente Emilio—. El ha tomado nuestras venas y nuestros corazones para hacer un remedio del diluvio. Pero, ¡no importa! Todo hombre sensato debe marchar bajo la bandera de Cristo. El tan sólo ha consagrado el triunfo del espíritu sobre la materia; él tan sólo nos ha revelado poéticamente el mundo intermedio que nos separa de Dios.

—¿Lo crees así? —preguntó Rafael, lanzando a su amigo una indefinible sonrisa de embriaguez—. ¡Pues bien! para no comprometemos, pronunciemos el famoso brindis: «¡
Deo ignoto
!».

Y vaciaron sus cálices de ciencia, de ácido carbónico, de fragancias, de poesía y de incredulidad.

—Si los señores gustan pasar al otro salón, está servido el café —dijo el maestresala.

En aquel momento, casi todos los comensales se revolcaban en el seno de esos limbos deliciosos en los que, apagadas las luces del espíritu, el cuerpo, desligado de su tirano, se abandona a los delirantes goces de la libertad. Unos, llegados al apogeo de la embriaguez, permanecían melancólicamente cavilosos, buscando afanosamente una idea que les atestiguara su propia existencia; otros, sumidos en el marasmo producido por una laboriosa digestión, negaban el movimiento. Algunos intrépidos oradores seguían pronunciando vagas frases, cuyo sentido no alcanzaban a comprender ellos mismos. Los estribillos se repetían como los golpes de un aparato mecánico, que desenvuelve su vida ficticia y sin alma. El silencio y el tumulto se acoplaban de modo extraño.

Sin embargo, al oír la sonora voz del criado que, a falta de un amo, les anunciaba nuevos placeres, los congregados se levantaron, arrastrados, sostenidos o llevados unos por otros. La turba entera permaneció, durante un instante, inmóvil y embelesada en el umbral de la puerta. Las excesivas delicias del festín palidecieron ante el seductor espectáculo que el anfitrión ofrecía al más voluptuoso de los sentidos de sus huéspedes. Bajo las centelleantes bujías de dorada lucerna, en torno de una mesa cuajada de servicio de plata, surgió súbitamente un grupo de mujeres ante los atolondrados comensales, cuyas pupilas brillaron como otros tantos diamantes. Espléndidos eran los atavíos, pero mucho más espléndidas resultaban aquellas hermosuras deslumbradoras, ante las cuales desaparecían todas las maravillas de aquel palacio. Los apasionados ojos de aquellas jóvenes, tentadoras como hadas, refulgían más que los torrentes de luz que hacían resplandecer los vivos matices del raso de los cortinajes, la blancura de los mármoles y los delicados contornos de los bronces.

El corazón ardía en deseo al contemplar los contrastes de sus vistosos adornos y de sus actitudes y ademanes, todos distintos en atractivo y en carácter. Era un ramo de flores salpicado de rubíes, zafiros y corales; un cinturón de negros collares ciñendo níveos cuellos. Las vaporosas gasas, flotando como destellos de un faro, los caprichosos turbantes, las túnicas modestamente provocativas…

Aquel serrallo encerraba seducciones para todos los ojos, voluptuosidades para todos los gustos. Lánguidamente abandonada, una bailarina parecía despojada de velos bajo los ondulantes pliegues de la cachemira. Aquí un tul diáfano, allá los tornasoles de la seda ocultaban o revelaban perfecciones misteriosas. Diminutos pies brindaban amores, que reservaban las bocas frescas y sonrosadas. Tiernas y candorosas doncellas, vírgenes aparentes, cuyas hermosas cabelleras respiraban religiosa inocencia, se ofrecían a las miradas como apariciones que un soplo podía disipar. Beldades aristocráticas, de altivo mirar, pero indolentes, endebles, delgadas y graciosas, inclinaban la cabeza como si aún aspirasen a regias protecciones. Una inglesa, una especie de alba y casta sombra, descendida de las nubes de Osián, semejaba un ángel de melancolía, un remordimiento huyendo del crimen. La parisina, cuya belleza, en con, junto, estriba en una gracia indescriptible, engreída de su elegancia y de su ingenio, armada de su omnipotente debilidad, flexible y dura, sirena sin corazón y sin sentimientos, pero que sabe crear artificiosamente los tesoros de la pasión, así como imitar los acentos del alma, no faltaba en aquella peligrosa asamblea, en la que figuraban asimismo italianas tranquilas en apariencia y concienzudas en su dicha, opulentas normandas de formas exuberantes, mujeres meridionales de negros cabellos y rasgados ojos.

Hubiéraseles tomado por cortesanas versallescas convocadas por Lebel, que hubieran tendido todos sus lazos, de madrugada, llegando como una banda de esclavas orientales despiertas por la voz del traficante, para partir al rayar la aurora. Permanecían confusas, avergonzadas, y se agolpaban, solícitas, en torno de la mesa, como abejas que zumban en el interior de una colmena. Aquella tímida cortedad, reproche y coquetería a la vez, era seducción calculada o pudor involuntario. Quizá cierto sentimiento, del que la mujer no se desprende nunca en absoluto, les ordenaba envolverse en el manto de la virtud, para dar más encanto y mayor incentivo a las prodigalidades del vicio.

Por ello, la conspiración urdida por el taimado Taifeller estuvo a punto de fracasar. Al pronto, aquellos hombres desenfrenados se sintieron subyugados por el majestuoso poder de que la mujer se halla investida. Un murmullo de admiración resonó como la más dulce de las melodías. El amor no había navegado de conserva con la embriaguez: en lugar de un huracán de pasiones, los comensales, sorprendidos en un momento de debilidad, se abandonaron a las delicias de un éxtasis voluptuoso. Los artistas, a la voz de la poesía, que constantemente predomina en ellos, estudiaron con fruición los delicados matices que distinguían entre sí a las selectas beldades. Reanimado por una idea, inspirada quizá por alguna emanación de ácido carbónico desprendida del vino de Champaña, un filósofo se enterneció, al pensar en las desventuras que habían conducido a semejante lugar a aquellas mujeres, dignas probablemente, en otros tiempos, de los más puros homenajes. Indudablemente, todas ellas habían sido protagonistas de un drama sangriento. Casi todas llevaban consigo infernales torturas, y arrastraban en pos hombres descreídos, promesas burladas, alegrías rescatadas por la miseria.

Los comensales se acercaron a ellas cortésmente, entablándose conversaciones tan diversas como los caracteres.

Formáronse grupos y la estancia tomó aspecto de un salón honesto, en el que solteras y casadas ofrecieran a los invitados, después de la comida, los auxilios que el café, los licores y el azúcar prestan a los gastrónomos que luchan con una digestión recalcitrante. Pero no tardaron en estallar las risas, creciendo el murmullo y arreciando las voces. La orgía, domada durante un momento, amenazó a intervalos con despertarse. Las alternativas de silencio y de ruido ofrecían cierta vaga semejanza con una sinfonía de Beethoven.

Sentados en un mullido diván, los dos amigos vieron llegar hacia ellos a una joven alta, bien proporcionada, de soberbio porte y de fisonomía bastante regular, pero perspicaz, impetuosa y que impresionaba al alma con vigorosos contrastes. Su cabellera negra, lascivamente ondulada, parecía haber soportado ya los combates del amor, y caía en ligeras guedejas sobre los anchos hombros, que ofrecían a la contemplación atrayentes perspectivas. Largos bucles envolvían a medias un soberbio cuello, por el que se deslizaba la luz, de rato en rato, revelando la delicadeza de sus primorosos contornos. La piel, de un blanco mate, hacía resaltar los tonos cálidos y animados de sus vivos colores. Los ojos, provistos de largas pestañas, despedían atrevidas llamaradas, chispazos de amor. La boca, roja, húmeda, entreabierta, pedía besos.

Era de talle robusto, pero amorosamente elástico: su seno y sus brazos ostentaban amplio desarrollo como los de las hermosas figuras de Carraccio; sin embargo, parecía ligera, flexible, y su vigor delataba la agilidad de una pantera, como la varonil elegancia de sus formas prometía insaciables voluptuosidades. Aunque aquella muchacha debió ser risueña y retozona, su mirada y su sonrisa ponían pavor en la mente. Semejante a las profetisas agitadas por un genio maléfico, admiraba más bien que gustaba. Todas las expresiones pasaban en tropel y como relámpagos por su inquieto rostro. Quizá hubiera entusiasmado a gentes estragadas, pero un joven la hubiera temido. Era una estatua colosal caída de lo alto de algún templo griego, sublime a distancia, pero tosca, mirada de cerca. Con todo, su radiante belleza debía despertar a los impotentes; su voz, encantar a los sordos; su mirada, reanimar vetustas osamentas.

Así, Emilio la comparó vagamente con una tragedia de Shakespeare, especie de arabesco admirable en que la alegría aúlla, el amor tiene algo de salvaje, la gracia de la magia y el fuego de la dicha suceden a los sangrientos tumultos de la cólera; monstruo que sabe morder y acariciar, reír como un demonio, llorar como los ángeles, improvisar en un solo abrazo todas las seducciones femeninas, excepto los suspiros de la melancolía y las inefables modestias de una virgen; y luego, en un momento, rugir, desgarrarse las entrañas, aniquilar a su pasión y a su amante; destrozarse, en fin, a sí misma, como se destroza un pueblo amotinado. Ataviada con un vestido de terciopelo rojo, pisoteaba indolentemente varias flores desprendidas ya de las cabezas de sus compañeras, mientras tendía desdeñosamente a los dos amigos una bandeja de plata.

Orgullosa de su belleza, y quizá de sus vicios, mostraba un brazo blanco que se destacaba vivamente sobre el terciopelo. Allí estaba erguida como la reina del placer, como una imagen de la alegría humana, de esa alegría que disipa los tesoros acumulados por tres generaciones, que ríe sobre cadáveres, se mofa de los antepasados, disuelve perlas y tronos, transforma a los jóvenes en ancianos, y muchas veces a los ancianos en jóvenes; de esa alegría únicamente permitida a los colosos fatigados del poder, quebrantados de pensamiento o para los cuales la guerra ha venido a ser como un juguete.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Rafael.

—Aquilina.

—¡Ah! —exclamó Emilio—, ¿procedes de «Venecia salvada»?

—Sí —contestó ella—. Así como los papas adoptan nombres nuevos al remontarse sobre los demás hombres, yo he variado el mío al elevarme sobre todas las mujeres.

—¿Y tienes, como tu patrona, un noble y terrible conspirador que te ame y sepa morir por ti? —preguntó con viveza Emilio, reanimado por aquella apariencia de poesía.

—Le tuve —respondió la muchacha—; pero la guillotina se declaró mi rival. Por eso llevo siempre algún trapajo rojo en mi indumentaria, para que mi alegría no se desborde.

—¡Oh! ¡si la dejan ustedes contar la historia de los cuatro sargentos de la Rochela, para rato hay! ¡Cállate, pues, Aquilina! No todas las mujeres tienen un amante a quien llorar, pero tampoco tienen todas, como tú, la satisfacción de haberle perdido en un cadalso. ¡Por mi parte, preferiría saber que el mío reposaba en una fosa, en Clamart, que en el lecho de una rival!

Estas frases fueron pronunciadas en voz dulce y melodiosa, por la más inocente, más linda y más gentil de cuantas criaturas hayan podido salir de un huevo encantado, bajo el mágico poder de la varita de un hada. Había llegado sigilosamente y mostraba un rostro delicado, talle cenceño, ojos azules de sugestiva modestia, frente pura y lozana. Una náyade ingenua escapada de su fuente, no es más tímida, más blanca ni más candorosa que aquella muchachuela, que representaba unos diez y seis años y parecía ignorar el mal y el amor, desconocer las tempestades de la vida y venir de una iglesia, donde hubiera implorado, por mediación de los ángeles, la merced de ser llamada prematuramente a los cielos.

Sólo en París se encuentran esas criaturas de rostro cándido, que ocultan la depravación más profunda, los vicios más refinados bajo una frente tan dulce, tan tierna como la flor de una margarita. Engañados a primera vista por las celestiales promesas escritas en los suaves atractivos de aquella chicuela, Emilio y Rafael aceptaron el café que les vertió en las tazas presentadas por Aquilina y comenzaron a dirigirle preguntas. Ella acabó por transfigurar, a los ojos de los dos poetas, por una siniestra alegría, no sé qué faz de la vida humana, oponiendo a la expresión ruda y apasionada de su imponente compañera el retrato de esa corrupción fría, voluptuosamente cruel, bastante aturdida para cometer un crimen y bastante fuerte para reírse de él; especie de demonio descorazonado, que castiga a las almas generosas y leales a experimentar las emociones de que él está privado, que encuentra siempre un mohín amoroso que vender, lágrimas para el entierro de su víctima, y júbilo por la noche, para leer su testamento.

Un poeta hubiese admirado a la hermosa Aquilina; el mundo entero debía huir de la sugestiva Eufrasia: una era el alma del vicio; la otra era el vicio sin alma.

—Desearía saber —dijo Emilio a la linda criatura— sí piensas alguna vez en el porvenir.

—¿En el porvenir? —contestó riendo la interpelada—. ¿Qué entiende usted por porvenir? ¿A qué pensar en lo que aún no existe? Yo no miro nunca ni atrás ni adelante. ¿Acaso no es más que suficiente ocuparme del día en que vivo? Además, nuestro porvenir le conocemos de sobra; es el hospital.

—¿Y cómo, viendo el hospital en perspectiva, no procuras evitar ir a parar allí? —preguntó Rafael.

—¿Pues qué tiene de pavoroso el hospital? —interrogó a su vez la terrible Aquilina—. No siendo madres ni esposas, ¿qué podremos necesitar cuando la vejez debilite nuestros cuerpos y arrugue nuestras frentes; cuando el tiempo marchite nuestros encantos y seque la alegría en las miradas de nuestros amigos? Entonces, ya no ven ustedes en nosotras, de todas nuestras galas, de todos nuestros hechizos, más que la abyección primitiva, que avanzó fría, seca, descompuesta, produciendo chasquidos semejantes al de las hojas caídas. Los más preciosos atavíos se nos convierten en andrajos; el ámbar que aromatizaba el tocador, trasciende a muerte y presiente el esqueleto; y si por acaso se encuentra un corazón en ese fango, todos le insultan ustedes, sin permitirnos siquiera un recuerdo. Así pues, ya nos encontremos en esa época de la vida cuidando perros en un hotel suntuoso, ya en un hospital, escogiendo guiñapos, ¿dejará de ser idéntica nuestra existencia? ¿Qué diferencia media entre ocultar nuestras canas bajo un pañuelo a cuadros encarnados y azules o bajo encajes, barrer las calles con escobón o los peldaños de las Tullerías con colas de raso, sentarse ante doradas chimeneas o calentarse al rescoldo de un barreño de barro, asistir al espectáculo de la Gréve o a la representación de la Opera?

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