Una estridente carcajada del vejete resonó en los oídos del enloquecido joven como un eco infernal, imponiéndose tan despóticamente, que le hizo enmudecer.
—¿Cree usted —repuso el mercader que va a abrirse de pronto el pavimento, para dar paso a mesas suntuosamente ser, vidas y a comensales del otro mundo? ¡No, joven aturdido! ¡No! Ha firmado usted el pacto, y no hay más que hablar. Ahora, sus aspiraciones quedarán escrupulosamente satisfechas, pero a costa de su vida. El círculo de sus días, representado por esa piel, se irá reduciendo en relación con la cantidad y calidad de sus deseos, desde el más modesto al más exorbitante. El brahmín que me proporcionó ese talismán me indicó que existiría una concordancia misteriosa entre los destinos y los deseos de su poseedor. El primer deseo de usted es vulgar; yo mismo podría realizarlo; pero lo dejo a cuenta de los acontecimientos de su vida futura. Después de todo, ¿no quería usted morir? ¡Pues bien! el suicidio queda simplemente aplazado.
El desconocido, sorprendido y casi enojado de ser el blanco constante de las burlas de aquel anciano singular, cuya intención semifilantrópica le pareció claramente demostrada en este último sarcasmo, contestó:
—Ya veré, señor mío, si cambia mi suerte durante el tiempo que invierta en cruzar la calle. Pero si no se burla usted de la desgracia, le deseo, para vengarme de tan fatal servicio, que se enamore perdidamente de una bailarina. Entonces comprenderá usted la satisfacción que proporciona una orgía, y prodigará quizá todas las riquezas que tan filosóficamente ha ido economizando.
Y saliendo, sin oír un hondo suspiro lanzado por el anciano, atravesó las salas y descendió la escalera de la casa, seguido por el mofletudo mocetón que trataba en vano de alumbrarle, pues corría con la ligereza de un ladrón sorprendido en flagrante delito. Cegado por una especie de delirio, ni siquiera se dio cuenta de la increíble ductilidad de la piel de zapa, que habiendo adquirido la flexibilidad de un guante, se arrolló entre sus crispados dedos y se deslizó en el bolsillo de su frac, donde la guardó casi maquinalmente.
Al precipitarse del almacén a la calle, tropezó con tres jóvenes que iban cogidos del brazo.
—¡Animal!
—¡Imbécil!
Tales fueron las corteses interpelaciones que cambiaron.
—¡Calla! ¡si es Rafael!
—¡Es verdad! te buscábamos.
—¡Ah! ¿sois vosotros?
Estas tres frases amistosas siguieron a las injurias, tan pronto como la luz de un farol iluminó las caras del asombrado grupo.
—¡Chico! es preciso que vengas con nosotros —dijo a Rafael el joven a quien estuvo a punto de derribar.
—¿De qué se trata?
—¡Vamos andando! ya te lo contaré por el camino.
De grado o por fuerza, Rafael se vio rodeado de sus amigos que, secuestrándole y agregándole al gozoso grupo, le arrastraron hacia el puente de las Artes.
—¡Amigo mío! —continuó el que había tomado la palabra—, hace ya cerca de una semana que andamos buscándote. En tu respetable hotel de San Quintín, que, entre paréntesis, sigue ostentando una invariable muestra con letras alternativamente negras y rojas, como en tiempo de Juan Jacobo Rousseau, la simpática Leonarda nos dijo que habías marchado al campo. ¡Y eso que no tenemos traza de acreedores, de gente de curia, ni de proveedores!
»Pero ¡ni por esas! Rastignac te había visto en los Bufos la noche anterior, y todos hicimos cuestión de amor propio averiguar si vivías encaramado en algún árbol de los Campos Elíseos, si pasabas la noche en una de esas filantrópicas casas, en las que, por diez céntimos, duermen los pordioseros apoyados en una cuerda tirante, o si, más afortunado, habías establecido tu vivac en el tocador de alguna dama. No te hemos encontrado en ninguna parte; ni en los registros de Santa Pelagia, ni en los de la Fuerza. Hemos explorado concienzudamente los ministerios, la Opera, las casas conventuales, cafés, bibliotecas, comisarías de policía, redacciones de periódicos, casas de comida, saloncillos de teatros, en una palabra, cuantos lugares buenos y malos existen en París, y ya llorábamos la pérdida de un hombre dotado de genio suficiente para hacerse buscar lo mismo en la Corte que en las cárceles. Hasta nos proponíamos canonizarte, como a un héroe de julio, y ¡palabra de honor! te echábamos de menos.
En aquel momento, Rafael cruzaba con sus amigos el puente de las Artes, desde donde, sin prestarles atención, contempló el Sena, cuyas mugientes aguas reflejaban las luces de París. Sobre aquella corriente, en la que pocas horas antes intentó precipitarse quedaban cumplidas las predicciones del anciano; la hora de su muerte se retrasaba ya fatalmente.
—¡Te añorábamos, verdaderamente! —continuó su amigo, sin abandonar el tema iniciado—. Se trata de una combinación, en la que te hemos incluido en tu calidad de hombre superior, es decir, de hombre que sabe sobreponerse a todo. El escamoteo de la bolilla constitucional bajo el cubilete real, se hace hoy, amigo mío, con más desfachatez que nunca. La infame Monarquía, derrocada por el heroísmo popular, con la que se podía reír y banquetear; pero la Patria es una cónyuge arisca y virtuosa, con cuyas metódicas y mesuradas caricias hemos de conformarnos. Como sabes muy bien, el poder se ha trasladado de las Tullerías a los periódicos, de igual modo que el presupuesto ha cambiado de distrito, pasando del Arrabal de San Germán a la Calzada de Antín.
»Pero hay algo que tal vez ignoras. El gobierno, es decir, la aristocracia del dinero y del talento, que se sirve actualmente de la patria, como antes el clero de la monarquía, ha experimentado la necesidad de engañar al buen pueblo francés con palabras nuevas e ideas rancias, ni más ni menos que los filósofos de todas las escuelas y los poderosos de todos los tiempos. Trátase, por tanto, de inculcarnos una opinión regiamente nacional, demostrándonos las enormes ventajas de pagar mil doscientos millones y treinta y tres céntimos a la patria, representada por tales o cuales señores, en vez de satisfacer mil ciento y nueve céntimos a un rey, que decía «yo», en lugar de decir «nosotros».
»En una palabra, acaba de fundarse un periódico, pertrechado con doscientos o trescientos mil francos efectivos, con el objeto de hacer una oposición que calme a los descontentos, sin perjudicar al gobierno nacional del rey democrático.
»Ahora bien; como a nosotros nos tiene tan sin cuidado la libertad como el despotismo, la religión como la incredulidad; como, para nosotros, la patria es una capital en la que las ideas se cambian y se venden a tanto la línea, en la que todos los días hay suculentas comidas y numerosos espectáculos, en la que hormiguean disolutas meretrices y no terminan las cenas hasta el día siguiente, en la que los amores se alquilan por horas como los «simones», París será siempre la más adorable de las patrias, la patria de la alegría, de la libertad, del genio, de las mujeres bonitas, de los hombres calaveras, del buen vino, y en la que jamás se dejará sentir la férula del poder, por estar cerca de los que la empuñan… Nosotros, verdaderos sectarios de Mefistófeles, hemos emprendido la tarea de revocar el espíritu público, de caracterizar a los actores, de apuntalar la barraca gubernamental, de medicinar a los doctrinarios, de reconocer a los viejos republicanos, de pintar a dos colores a los bonapartistas y de avituallar al centro, con tal que se nos permita reírnos para nuestro coleto de reyes y de pueblos, tener por la noche otra opinión que por la mañana, pasar alegremente la vida a la Panurga o a usanza oriental, reclinados en mullidos almohadones. Te reservamos las riendas de ese imperio macarrónico y burlesco, y aprovechamos la coyuntura para llevarte a la comida que da el fundador del susodicho periódico, un banquero retirado, que no sabiendo qué hacer de su dinero quiere cambiarlo por talento. ¡Serás acogido como un hermano, te aclamaremos rey de los espíritus levantiscos que no se asustan de nada y cuya perspicacia descubre los propósitos de Austria, Inglaterra o Rusia, antes que Rusia, Inglaterra o Austria los hayan concebido!
»¡Sí! te instituiremos soberano de esas autoridades intelectuales que proporcionan al mundo los Mirabeau, los Talleyrand, los Pitt, los Metternich, en una palabra, todos esos audaces Crispines que se juegan entre sí los destinos de un imperio, como los hombres vulgares se juegan su doble de cerveza al dominó. Te hemos presentado como el más intrépido de cuantos compañeros han abrazado estrechamente el libertinaje, ese admirable monstruo con el que quieren luchar todos los ánimos esforzados y hasta hemos afirmado que todavía no te ha vencido. Espero que no desmentirás nuestros elogios. Taillefer, nuestro anfitrión, nos ha prometido rebasar las mezquinas saturnales de nuestros pequeños Lúculos modernos. Es suficientemente rico para comunicar grandeza a las pequeñeces y gracia y distinción al vicio… Pero, ¿no me oyes, Rafael? —preguntó a éste el orador, interrumpiéndose.
—Sí —contestó el interpelado, menos maravillado de la realización de sus deseos que sorprendido de la manera natural en que se desarrollaban los acontecimientos; pues, aunque le fuera imposible creer en una influencia mágica, admiraba los azares del destino humano.
—Has dicho que sí, como si estuvieras pensando en las musarañas —replicó uno de los amigos.
—¡Ah! —repuso Rafael, con un acento de candidez que hizo reír a aquellos escritores, esperanza de la regenerada Francia— ¡pensaba, mis buenos amigos, en que no estamos lejos de convertirnos en unos consumados bribones! Hasta ahora, hemos blasonado de impiedad, entre dos vinos; hemos pasado la vida en estado de embriaguez; hemos valorado a los hombres y a las cosas en plena digestión. Vírgenes de hechos, éramos osados en la palabra; pero en estos momentos, marcados por el hierro candente de la política, vamos a entrar en ese presidio suelto y a perder en él nuestras ilusiones. Cuando ya sólo se cree en el diablo, es permitido echar de menos el paraíso de la niñez, el tiempo inocente en que sacábamos la lengua ante un buen sacerdote, para recibir en ella el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Si hemos disfrutado tanto al cometer nuestros primeros pecados, ha sido por, que sentíamos remordimientos para embellecerlos y darles un sabor agridulce, mientras que ahora…
—¡Oh! —interrumpió el primer interlocutor—. Ahora nos queda…
—¿Qué? —preguntó uno de los otros.
—¡El crimen!…
—He ahí una palabra que tiene toda la elevación de una horca y toda la profundidad del Sena —replicó Rafael.
—No me has entendido. Me refiero a los crímenes políticos. Desde esta mañana, tan sólo envidio una existencia: la de los conspiradores. No sé si mañana durará este capricho; pero, esta noche, la vida incolora de nuestra civilización lisa como un riel de camino de hierro me produce náuseas. Estoy enamorado apasionadamente de la derrota de Moscú, de las emociones del «Corsario Rojo» y de la vida de los contrabandistas. Puesto que ya no hay cartujos en Francia, quisiera por lo menos un Botany-Bay, un asilo, una especie de enfermería para los pequeños lords Byron que, después de haber estrujado la vida como una servilleta al terminar la comida, no tienen otros recursos que incendiar su país, levantarse la tapa de los sesos, conspirar en favor de la República o abogar por la guerra…
—¡Mira, Emilio! —interrumpió con vehemencia el amigo más inmediato a Rafael—, te aseguro que, a no ser por la revolución de julio, hubiera vestido el hábito sacerdotal para irme a vegetar en el fondo de una campiña; pero…
—¿Y hubieras leído el breviario todos los días?
—Sí.
—¡Valiente ridiculez!
—¡Bien leemos los periódicos!
—¡Vaya un periodista! Pero, cállate, porque marchamos entre un núcleo de suscriptores… Quedamos, pues, en que el periodismo es la religión de las sociedades modernas y una prueba patente de progreso.
—¿Cómo?
—Los pontífices no vienen obligados a creer, ni el pueblo tampoco…
Departiendo así, como pacíficos ciudadanos que sabían el «
De Viris Illustribus
» desde muchos años antes, llegaron a un hotel de la calle Joubert.
Emilio era un periodista que había conquistado más gloria, sin hacer nada, que la que otros cosechan a fuerza de éxitos. Osado en su crítica, ocurrente y mordaz, poseía, todas las buenas cualidades que permitían sus defectos. Franco y burlón soltaba en su cara mil epigramas a un amigo, al que defendía luego, en su ausencia, con denuedo y lealtad. Se mofaba de todo, hasta de su porvenir. Falto constantemente de dinero, apático en extremo, como todos los hombres de cierta capacidad, lanzaba un libro, en una frase, a las narices de los que no sabían escribir una frase en sus libros. Pródigo en promesas, jamás cumplidas, había hecho almohada de su fortuna y de su gloria, a riesgo de despertar viejo en un hospital. Al propio tiempo, amigo hasta el sacrificio, cínico descarado y sencillo como un niño, no trabajaba más que impulsado por propio arranque o apremiado por la necesidad.
—¡Ya siembran de flores nuestro camino! —dijo a Rafael, indicándole las macetas que embalsamaban el ambiente y recreaban la vista.
—Me encantan los vestíbulos bien caldeados y ricamente alfombrados —contestó Rafael—. Aquí me siento renacer.
—¡Y arriba nos espera una bacanal, amigo Rafael! ¡Ah! —continuó diciendo por la escalera—, confío en que triunfaremos y pasaremos sobre todas esas cabezas.
Y señaló con ademán burlón a los comensales congregados en una vasta sala, resplandeciente de oro y luz, donde fueron presurosamente acogidos, al entrar, por la juventud más distinguida de París. Uno acababa de revelar su incipiente talento, emulando, con su primer cuadro, las glorias de la pintura imperial. Otro había aventurado a la publicación, la víspera, un libro lleno de lozanía, impregnado de una especie de desdén literario y que marcaba nuevas orientaciones a la escuela moderna. Más allá, un escultor, cuyo rudo semblante acusaba el vigor de su genio, conversaba con uno de esos guasones impenitentes, que, según los casos, o no admiten superioridad en nada, o la reconocen en todo. Aquí, el más chispeante de los caricaturistas, de maliciosa mirada y risa diabólica, acechaba los epigramas, para traducirlos a rasgos de lápiz. Acullá, un joven y atrevido escritor, que destilaba mejor que nadie la quinta esencia de las ideas políticas, o condenaba, como si tal cosa, el espíritu de un escritor fecundo, departía con un poeta, cuyas estrofas habrían anulado todas las obras de la época, si su talento hubiera tenido la intensidad de su odio. Ambos procuraban no decir la verdad ni mentir, dirigiéndose gratas lisonjas. Un músico notable consolaba en «si bemol» y en voz zumbona a cierto joven político, recientemente caído de la tribuna, sin producirse daño alguno. Noveles autores sin estilo se codeaban con otros sin ideas, y prosistas llenos de poesía con poetas prosaicos.