La piel de zapa (24 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—¿Qué si te aprecio?… Fumarás soberbios habanos, a costa de esta piel.

—¡Siempre la piel, chico, la piel soberana! Excelente tópico para la curación de los callos. ¿Tienes callos? ¡Te los quito!

—Jamás te he visto tan estúpido.

—¿Estúpido yo? ¡Nada de eso! Esta piel mengua, cada vez que tengo un deseo… es una antífrasis. El brahmán, porque has de saber que anda un brahmán mezclado en el ajo, el brahmán, digo, era un pillastre redomado, porque los deseos deben alargar…

—Sí, convenido.

Te digo que…

—Tienes razón, estoy conforme contigo… El deseo alarga…

—Digo que la piel…

—Perfectamente de acuerdo.

—Veo que no me crees. Te conozco, mi amigo, mientes.

—¿Cómo quieres que admita las divagaciones de tu embriaguez?

—Apostemos. Puedo demostrártelo; midamos la piel.

—¡Está visto que no se dormirá! —exclamó Emilio para sí, al ver huronear a Rafael por el comedor.

Valentín, animado por una destreza de simio, gracias a esa singular lucidez cuyos fenómenos contrastan a veces en los beodos con las obtusas visiones de la embriaguez, dio con una escribanía y una servilleta, sin cesar de repetir:

—¡Midamos la piel! ¡Midamos la piel!

—¡Sea! —contestó Emilio—. ¡Midámosla!

Los dos amigos extendieron la servilleta, colocando sobre ella la piel de zapa. Emilio, cuya mano parecía más firme que la de Rafael, trazó a pluma los contornos del talismán, mientras su compañero le decía:

—He pedido doscientas mil libras de renta, ¿no es verdad? Pues bien, cuando las tenga, observarás la disminución de la piel.

—Bueno, pero ahora duerme. ¿Quieres que te acomode en ese sofá? ¡Vamos a verla! ¿Estás bien?

—¡Sí, cachorro de la prensa! Tú me distraerás, me espantarás las moscas. El amigo en la desgracia tiene derecho a serlo en la prosperidad. Descuida, que fumarás… ci… garros… haba… ¡Vaya! ¡Empolla tu oro, millonario!

—Y tú ¡empolla tus artículos! ¡Buenas noches!… ¡Hombre!

Despídete de Nabucodonosor… ¡Amor! ¡Bebamos!… ¡Francia!… ¡Gloria y riquezas… muchas riquezas!…

Al poco rato, los dos amigos unieron sus ronquidos a las músicas que resonaba en los salones. ¡Concierto inútil! Las bujías se consumieron una a una, quebrando las arandelas de cristal. La noche envolvió en crespones aquella prolongada bacanal, en la que el relato de Rafael vio a ser una orgía de palabras, de frases sin ideas y de ideas a las que frecuentemente faltaba la expresión.

Al mediodía siguiente se levantó la hermosa Aquilina, bostezando, rendida y con las mejillas veteadas por el tinte del taburete de terciopelo pintado, en el que había tenido apoyada la cabeza. Eufrasia, despierta, por el movimiento de su compañera, se alzó rápidamente, lanzando un grito ronco; su lindo rostro, tan blanco, tan fresco la víspera, estaba lívido y macilento, como el de una meretriz que ingresa en el hospital. Insensiblemente, los comensales fueron desperezándose, prorrumpiendo en siniestros gemidos y sintiendo entumecidos brazos y piernas, doloridos los músculos, molidos los huesos. Un criado abrió las persianas y las vidrieras de los balcones. La concurrencia se puso en pie, llamada a la vida por los ardientes rayos del sol, que retozaban sobre las cabezas de los durmientes.

Como los movimientos del sueño habían desmoronado el artístico edificio de los peinados y ajado los trajes, las mujeres ofrecían un repugnante espectáculo, a los fulgores del día. Sus cabellos colgaban sin gracia, sus fisonomías habían variado de expresión, sus pupilas, antes tan relucientes, estaban empañadas por la lasitud. Los cutis biliosos, tan brillantes a la luz artificial, horrorizaban; los rostros linfáticos, tan blancos, tan finos en estado de reposo, se habían vuelto verdes; los labios, antes provocativos y rojos, ahora secos y descoloridos, llevaban impresos los vergonzosos estigmas de la embriaguez. Los hombres renegaban de sus amantes nocturnas, al verlas lívidas, marchitas, como flores pisoteadas en el arroyo, después del paso de una procesión.

Pero el aspecto de aquellos hombres desdeñosos era todavía peor. Estremecía, contemplar aquellas caras humanas, ojerosas, con las pupilas hundidas y fijas, abotagadas por el vino, embrutecidas por un sueño agitado, más fatigoso que reparador.

Aquellos rostros descompuestos, en los que aparecían al desnudo los apetitos físicos, sin la poesía con que los adorna el alma, tenían algo de feroz y de fríamente bestial. Aquel despertar del vicio, sin ropajes ni afeites; aquel esqueleto del mal desarrapado, ostensible, escueto, privado de dos sofismas del espíritu o de los atractivos del lujo, no pudo menos de asustar a aquellos intrépidos atletas, a pesar de hallarse avezados a la lucha con la licencia. Artistas y cortesanas guardaron silencio, examinando con mirada hosca el desorden de la estancia, en la que todo había sido devastado, asolado por el fuego de las pasiones.

De pronto resonó en la sala una carcajada satánica de Taillefer, que al oír el sordo estertor de sus invitados, intentó saludarles con una mueca. Su rostro sudoroso y sanguinolento cernió sobre la infernal escena la imagen del crimen sin remordimientos, de la «Posada roja».

El cuadro fue completo. Era la vida cenagosa en el seno del lujo, una horrible mezcolanza de las pompas y de las miserias humanas, el despertar de la crápula, cuando ha exprimido con su vigorosa mano todo el zumo de la vida, para no dejar en su derredor más que innobles desperdicios o mentiras en las que ya no cree. Hubiérase imaginado la muerte, sonriendo en medio de una familia apestada. Nada de perfumes ni de luces deslumbradoras; nada de alegría ni de deseos; únicamente el asco, la aversión, con sus olores nauseabundos y su punzante filosofía.

El sol, resplandeciente como la verdad, y el aire, puro como la virtud, contrastaban con aquella atmósfera caliginosa, cargada de miasmas, ¡los miasmas de una orgía!

A pesar de sus hábitos de vicio, varias de aquellas jóvenes pensaron en su despertar de otros tiempos, cuando, inocentes y castas, columbraban por sus ventanas campesinas, adornadas de madreselvas y de rosas, un risueño paisaje amenizado por los jubilosos trinos de la alondra, vaporosamente iluminado por los destellos de la aurora y engalanado con perlas de rocío. Otras rememoraban el almuerzo familiar, la mesa en cuyo torno reían cándidamente los hijos y el padre, en la que todo respiraba un encanto indefinible y los manjares eran tan sencillos como los corazones. Un artista pensaba en la paz de su taller, en su casta estatua, en la gentil modelo que le esperaba. Un letrado, al recordar el litigo de que dependía la suerte de una familia, pensaba en la importante transacción que reclamaba su presencia. El erudito echaba de menos su despacho, al que le llamaba una interesante obra. Casi todos se quejaban de sí mismos.

En aquel momento apareció Emilio, sonriente y fresco, como el mancebo más gallardo de una tienda en boga.

—¡Valientes fachas tenéis! —exclamó—. ¡Cualquiera os hace trabajar hoy! Puesto que ya se ha perdido el día, propongo que almorcemos aquí.

Apenas formulada la proposición, Taillefer salió a comunicar las órdenes oportunas. Las mujeres se situaron lánguidamente ante los espejos, para reponer el desorden de sus tocados. Todos sacudieron la pereza. Los más viciosos exhortaron a los más comedidos. Las cortesanas se burlaron de los que aparentaban carecer de energías para continuar el rudo holgorio. En un momento, aquellos espectros se animaron, formaron corrillos, charlaron y bromearon. Unos cuantos camareros hábiles y diligentes, dispusieron rápidamente la mesa y sus accesorios y sirvieron un opíparo almuerzo. Los comensales invadieron atropelladamente el comedor, donde, si todo llevó el sello imborrable de los excesos de la víspera, hubo al menos vestigios de vida y de raciocinio, como en las postreras convulsiones de un moribundo.

A semejanza del Carnaval, en la noche del martes, la saturnal fue enterrada por máscaras fatigadas de sus danzas, ebrias de embriaguez, y empañadas en tildar al placer de impotencia, por no confesarse la propia. En el momento en que el intrépido concurso abordaba la mesa del capitalista, Cardot, que la noche anterior había desaparecido prudentemente, después de la comida, para terminar su orgía en el hecho conyugal, asomó su cara oficiosa, por la que vagaba una plácida sonrisa. Parecía haber adivinado alguna herencia que saborear, que repartir, que inventariar, que autorizar, una escritura de partición abundante en testimonios y fértil de honorarios, tan jugosa como el tierno solomillo en que acababa de hundir el anfitrión el filo de su cuchillo.

—¡Señores! ¡Vamos a almorzar ante notario! —dijo Cursy.

—Llega usted a tiempo para marginar y rubricar todas estas piezas —agregó el banquero, señalando a los manjares.

—Aquí nadie piensa en hacer testamento, pero contratos de boda, ¡quién sabe! —repuso el erudito, que por primera vez, desde hacía un año, había matrimoniado superiormente.

—¡Oh! ¡Oh!

—¡Ah! ¡Ah!

—¡Un momento, señores! —replicó el notario, ensordecido por un coro de epigramáticas cuchufletas—. Vengo aquí para un asunto serio. Traigo seis millones a uno de ustedes.

Un profundo silencio siguió a estas palabras.

—Caballero —continuó el notario, dirigiéndose a Rafael, que en aquel momento se ocupaba, sin cumplidos, en secarse los ojos con una punta de la servilleta—, ¿no se apellidaba O'Flaharty su señora madre?

—Sí —contestó Rafael, casi maquinalmente—. Bárbara María.

—¿Tiene usted en su poder —preguntó Cardot— los documentos justificativos de su personalidad y el óbito dela señora de Valentín?

—¡Ya lo creo!

—¡Pues bien! Es usted el único y universal heredero del mayor O'Flaharty, fallecido en agosto de 1828 en Calcuta.

—¡Es una fortuna «incalculable!» —exclamó el crítico.

—Como el mayor había dispuesto en su testamento de algunas sumas en favor de varios establecimientos públicos —continuó el notario—, el gobierno francés reclamó la liquidación a la Compañía de Indias. Así, pues, la herencia existe actualmente en dinero contante y sonante. Hacía quince días que buscaba infructuosamente a los derecho-habientes de la difunta señora Bárbara María O'Flaharty, cuando ayer, en la mesa…

En aquel momento, Rafael se levantó súbitamente, haciendo un movimiento brusco, como si acabara de recibir una herida. Hubo una especie de aclamación silenciosa. E! primer sentimiento de los comensales fue dictado por una envidia sorda, y todas las miradas se volvieron hacia él, como otras tantas llamas. Luego, se inició un murmullo semejante al del público airado del patio de un teatro, rumor que fue acentuándose, y acabó por exteriorizarse en una frase de cada concurrente, para dar la bienvenida a la inmensa fortuna aportada por el notario.

Reintegrado a la razón por la brusca obediencia de la suerte, Rafael extendió apresuradamente sobre la mesa la servilleta en que había trazado, poco antes, las líneas determinantes del tamaño de la piel de zapa. Sin atender observaciones, superpuso el talismán, y se sintió violentamente acometido por un estremecimiento, a! observar un pequeño espacio entre el contorno marcado sobre el lienzo y el de la piel.

—¿Qué es eso? ¿Qué le pasa? —inquirió Taillefer—. Su fortuna está perfectamente asegurada.

—¡Sosténle, Chatillán! —dijo Bixiou a Emilio—. Va a matarle la alegría.

Una densa palidez cubrió los músculos del desencajado rostro del heredero; sus facciones se contrajeron y sus pupilas quedaron fijas. ¡Veía la muerte! Aquel espléndido banquero rodeado de ajadas cortesanas, de semblantes ahítos, aquella agonía del placer, era una imagen viviente de su vida.

Rafael miró tres veces al talismán, que se movía holgadamente entre las implacables líneas impresas en la servilleta, queriendo dudar; pero un claro presentimiento aniquilaba su incredulidad. El mundo le pertenecía; lo podía todo y ya no quería nada. Como viajero en medio del desierto, tenía un poco de agua para calmar la sed y había de medir su vida por el número de sorbos. Se percataba de lo caro que había de costarle cada deseo. No pudiendo dudar de la pie! de zapa, observó su respiración, se sintió ya enfermo y se preguntó:

—¿Si estaré tísico? ¿Por qué no, cuando mi madre murió del pecho?

—¡Cómo se va usted a divertir, Rafael! —dijo Aquilina—. ¿Qué me regalará?

—¡Bebamos a la memoria de su tío, el mayor Martín O'Flaharty! —propuso un comensal—. ¡Era todo un hombre!

—Será par de Francia —profetizó un segundo.

—¡Bah! ¿Qué significa un par de Francia, después de la Revolución de Julio? —objetó el crítico.

—¿Tendrás palco en los Bufos? —le preguntó un amigo.

—Supongo que nos obsequiarás a todos —expuso Bixiou.

—Un hombre como él, sabe hacer las cosas en grande —contesté Emilio.

El ¡hurra! de aquella bulliciosa reunión resonó en los oídos de Valentín, sin que acertase a explicarse el sentido de una sola de las frases. Pensaba de una manera vaga en la existencia mecánica y sin aspiraciones de un campesino bretón cargado de hijos, labrando sus tierras, comiendo borona, bebiendo sidra a chorro en su «porrón», creyendo en la Virgen y en el rey, comulgando en Pascua florida, bailando el domingo en una verde pradera y no comprendiendo el sermón de su «rector».

El espectáculo que ofrecían en aquel momento a sus ojos aquellos dorados artesonados, aquellas cortesanas, aquel ágape y aquel lujo, le provocaban náuseas.

—¿Quiere usted espárragos? —le gritó el banquero.

—¡No quiero nada! —contestó Rafael en voz tonante.

—¡Bravo! —replicó Taillefer—. Comprende usted la fortuna, que es una patente de impertinencia. Es usted de los nuestros. ¡Señores, bebamos al poder del oro! El señor Valentin, seis veces millonario actualmente, acaba de ascender al trono. Es rey, lo puede todo, está por encima de todo, como sucede a todos los ricos. En lo sucesivo «la igualdad ante la ley», consignada al frente de la Constitución, será un mito para él. No estará sometido a las leyes, sino que las leyes se le someterán. Para los millonarios, no existen tribunales ni sanciones.

—Sí —arguyó Rafael—, porque se las imponen ellos mismos.

—¡Otra preocupación! —opuso el banquero.

—¡Bebamos! —dijo Rafael, guardando el talismán.

—¿Qué haces? —preguntó Emilio, impidiéndolo—. ¡Señores! —agregó, dirigiéndose a los congregados, sorprendidos de la actitud de Rafael—, sepan ustedes que nuestro amigo Valentín, ¿qué digo? ¡el excelentísimo señor marqués de Valentín!, posee un secreto para hacer fortuna. Sus deseos se realizan en el instante mismo en que los formula. A menos de pasar por un cualquiera, va a enriquecernos a todos.

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