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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (11 page)

26 de enero

En las reducidas dimensiones de nuestra isla la mirada erosiona los objetos. Ha recorrido mil veces todas las superficies. Hablamos de los dominios del faro como de una provincia. Cada rincón tiene su nombre, cada árbol, cada piedra. Una rama de formas peculiares es inmediatamente bautizada. Y así, las distancias transforman su esencia. Si alguien nos oyera pensaría que nos referimos a lugares remotos, pero todo lo que existe está a un paso. El tiempo también se convierte en una idea relativa. Una gota suspendida en el hilo de una telaraña puede tardar siglos en caer; a veces, en cambio, parpadeo y ha transcurrido una semana.

27 de enero

No puedo evitar que la peculiar acústica del faro me transmita murmullos eróticos. Generalmente Batís escoge la última hora de la noche para empezar, cuando yo me retiro del balcón y de su piso. Puede prolongar la actividad dos, tres e incluso cuatro horas. Sus gemidos se suceden con regularidad taquigráfica. Gime como un hombre sediento que cruza el desierto, una agonía monótona. A veces creo que sería capaz de mantener el ritmo sincopado días enteros. Curiosa poliorgasmia de la mascota. Puedo ir siguiendo la excitación permanente, los espasmos que se aceleran y el clímax que culmina la obra. Cada minuto y medio, a lo sumo, la efervescencia explota con unos chillidos volcánicos, largos, larguísimos, sostiene el placer veinte segundos enteros y, en vez de decaer, recomienza. Indiferente, Batís la ataca una y otra vez, hasta que el placer se extingue con una blasfemia.

28 de enero

Nuestra dieta incluye cangrejos. En Europa no los querría nadie. Tienen el caparazón muy grueso, y debajo mucha grasa y poca carne. Pero nosotros nos conformamos, y con mucho gusto, qué remedio. Al principio —ingenuo de mí— la isla me vio dando saltitos ridículos por los arrecifes de la costa. Los cangrejos me evitaban fácilmente, escondiéndose por las hendiduras. Las olas chocaban contra las concavidades de las rocas, con un ruido sordo, y la espuma me iba mojando. Esto resultaba más peligroso que divertido. Yo sólo quería contribuir a la despensa del faro, pero el agua fría me agarrotaba los dedos. Hacía tiempo que no blasfemaba tanto. Por suerte Batís pasaba por allí y me dijo: —Parece una cabra coja, Kollege. Se dirigía al bosque con el hacha al hombro. Tras él iba la mascota. Con un chasquido de los labios le dio una orden. Ella se deslizó entre las piedras como una serpiente. Pescaba cangrejos con una facilidad insultante. También arrancaba una especie de mejillones tan adheridos a la piedra que yo ni siquiera me había planteado conseguir, porque estaba seguro de que me harían falta un cincel y un martillo. A ella le bastaban las uñas. Yo sólo tenía que abrir la cesta. A veces, antes de lanzar un cangrejo a la cesta, la mascota le arrancaba una pata y se la zampaba entera. Mi aportación a la dieta del faro ha sido un tipo de hongos comestibles que he descubierto en el bosque. Se agarran a la corteza de los árboles, como los mejillones a las rocas, y necesito una navaja para extraerlos. No deben de tener demasiado valor nutritivo, pero los arranco igualmente. También machaco las raíces de algunas plantas del bosque hasta reducirlas a una pasta vitamínica. Como Batís es un hombre tan silencioso y ensimismado, el siguiente diálogo merece ser transcrito. —¿Y cómo sabe que no son malas hierbas? —dijo, mirando con desconfianza el jarabe que salía de las raíces tras mezclar la pasta con ginebra. —Las hierbas, como las personas, no son ni buenas ni malas; son diferentes —repliqué, dando un trago—. Nos son conocidas o nos son desconocidas, nada más. —El mundo está lleno de gente mala, muy mala. Sólo un cándido puede creer en la bondad humana. —Que los individuos puedan ser mejores o peores por naturaleza es del todo irrelevante. La cuestión es si, una vez juntos, la sociedad que forman es buena o mala. Y el cómputo global de los hombres no depende de las inclinaciones del carácter. Imagínese a un par de náufragos, dos individuos especialmente detestables. Por separado pueden ser odiosos. Pero una vez juntos optarán por la única solución factible: aliarse para construir el mejor lugar para vivir. ¿A quién le interesan sus defectos particulares? Pero no sé si me escuchaba. Se tragó la mezcla y dijo: —En Austria tenemos schnapps. Me gusta más que la ginebra. También pescamos. Mucho antes de mi llegada Caffó ya había establecido toda una galería de cañas en la costa sur, encima de unas rocas que se proyectan como pequeños istmos rodeados de agua por tres de sus lados. En contra de lo que pueda pensarse, nuestro problema no es la escasez de capturas, sino el exceso. Los peces de estas latitudes son rematadamente estúpidos, o tal vez sea que no tienen ninguna experiencia con los anzuelos. Pero son tan grandes y potentes que pueden arrancar la caña entera. Para impedírselo, Batís las insertó firmemente entre las piedras, como estacas. Diseñó y fabricó un sedal reforzado y unos anzuelos que parecen patas de pollo, con tres ganchos. Incluso así, periódicamente nos desaparece una caña. Al día siguiente del estirón aún podemos verla, arrastrada por las corrientes. Perder este material nos provoca unos ataques de odio que no sabemos contra quién dirigir. Sea como sea, deberíamos reconocer que la isla es una autarquía alimentaria. Las provisiones que traje conmigo complementan y alegran nuestra dieta, pero no dependemos de ellas.

29 de enero

De mi jornada diaria. Al rayar el alba abandono la guardia en el balcón. Me deshago del armamento y me tiendo en el colchón, a menudo aún vestido. Mi conciencia se apaga como el quinqué de petróleo, de un soplo, y duermo tanto como me pide la naturaleza. Desde que estoy en el faro, no recuerdo ningún sueño. Generalmente me despierto a mediodía, o más tarde. Desayuno en un plato de aluminio, como el de los presidiarios. Si el tiempo es excepcionalmente benigno puedo llevarme el plato afuera. Vuelvo al interior: toilette. Este es para mí el mejor momento del día. De la revisión periódica deduzco que mis cabellos han mudado de color para siempre, al menos en la nuca. El miedo de los primeros días los transfiguró hasta el gris ceniza y así siguen. Acto seguido me visto. De mi vestuario: los pantalones que más me pongo están hechos de un tejido basto pero óptimo para las tareas más duras. Por encima de las camisetas, un jersey marinero de cuello de cisne. Los primeros días también llevaba una chaqueta que me llegaba hasta la cintura, de color caqui, con dos bolsillos muy hondos en el pecho, donde ponía las municiones como si fuesen caramelos. Y aquí una ironía que raya en la parodia: inexplicablemente, no advertí que era una vieja guerrera del ejército inglés hasta que Batís me lo hizo saber. Alguien la había dejado abandonada en un rincón del faro. Quizá formaba parte del almacén militar, del depósito de una guarnición que nunca apareció. A pesar de su utilidad, la lancé al mar. Batís me tachó de loco. Hago gimnasia dos días a la semana, aunque llueva, que es lo más habitual. Como aquí no hay barberos me corto el pelo al estilo de un paje medieval. En cuanto al afeitado, no claudico. ¿Por qué me gustarán tanto unas mejillas perfectamente rasuradas? ¿Por higiene? ¿Porque así me impongo una disciplina diaria? Creo que no. La respuesta es que, en algunas ocasiones, la frontera entre la barbarie y la civilización depende de actos tan nimios como un buen afeitado. La barba espesa de Caffó me espanta. La cuida muy poco. A golpe de hachazos, se diría. Lo peor de todo es cuando toma baños de sol en el exterior, sentado en el suelo y con la espalda contra el muro del faro. Se queda inmóvil como un cocodrilo y mientras tanto la mascota hurga en su barba con gran habilidad. Un día entendí que lo hacía para comerse los piojos que encuentra. Después del aseo me dedico a tareas que comparto con Batís. Recojo leña. Tardará en secarse y debemos apilarla mucho antes de quemarla, al amparo del faro. Tal vez sea éste un trabajo inútil, pero ofrece una ilusión de futuro. Recojo las cañas de pescar, que escondo en el faro. Reparo y refuerzo el entramado de latas, busco clavos oxidados y rompo botellas —racionando el cristal— para hacer más hostiles las fisuras entre las piedras. Nadie que no haya vivido aquí, en el faro, entenderá nunca la obsesión que representa un centímetro libre entre clavo y clavo o cristal y cristal. También hago estacas nuevas, cuento la munición que nos queda y dosifico los víveres. Por regla general Batís no discute mis iniciativas cuando propongo, por ejemplo, esculpir una estrella en la cápsula de las balas para convertirlas en proyectiles de fragmentación, o perforar el granito que rodea la construcción del faro. En los agujeros instalamos más estacas, de tan sólo un palmo y muy puntiagudas, a fin de que los monstruos se hieran las plantas de los pies. Es una idea de campamento romano. Obviamente, ello no impide que se acerquen, pero se lo pone más difícil. Eso sí, con esta innovación nuestro entorno se ha vuelto aún más lúgubre. Hasta que anochece dispongo de tiempo libre, si es que esta expresión puede tener algún valor aquí, en el faro.

1 de febrero

Bonito atardecer. El día se retira como si el horizonte fuese una gran tramoya; absorbe la luz, la hunde, y sobrepone oscuridades. Es como si un pincel gigantesco pintara el cielo de negro destacando pequeñas chispas, que son las estrellas. Mientras hago guardia compruebo que un monstruo madrugador nos acecha, un monstruo anormalmente pequeño. No debería haberlo visto porque se oculta muy hábilmente. Pero resulta que se encarama al mismo árbol que utilicé yo cuando quería matar a Batís —eso lo descubre. Me observa como un búho con brazos. Estoy sentado en un taburete, fumando. Dejo el cigarrillo en la barandilla y le apunto con parsimonia. El monstruo no relaciona mi postura con una muerte inminente. Sigue en el árbol, mirándome sin entender. Tengo su corazón en el punto de mira. Un disparo. El cuerpo cae arrastrando hojarasca, por un instante lo pierdo de vista. Pero antes de llegar al suelo se le enredan las rodillas en las ramas. Los brazos se balancean, está muerto. El proyectil le ha traspasado el pecho. Batís me riñe, una bala innecesaria. Le recuerdo el episodio de los cepos. ¿O no era innecesario disparar contra monstruos inmóviles y por tanto inofensivos? Tenemos que ahorrar, dice él, la munición es la vida. Yo traje la munición, le replico, y la gasto cuando quiero. Discutimos toda la noche como dos criaturas.

2 de febrero

Hoy los monstruos se han pasado la noche entera chillando desde la oscuridad sin atacarnos, muy curioso. Intento hablar con Batís sobre nuestra anterior vida en Europa, sin ningún éxito. Es imposible establecer la menor complicidad con este hombre. No es que se niegue a hablar, no es que me esconda nada. Pero la conversación banal y distendida, simplemente, no le interesa. Cuando le comento cosas mías, asiente con la cabeza. Cuando le pregunto cosas suyas, responde con monosílabos, siempre atento a las oscuridades que circundan el faro. Y así hasta que renuncio. Imaginemos a dos personas durmiendo en la misma habitación, y hablando en sueños: ésta es la naturaleza más exacta de nuestros diálogos.

5 de febrero—20 de febrero

Nada. Esta nada incluye el hecho de que la mascota no canta —eso es bueno—. Mis contactos con ella son mínimos. O fornica con Batís o la ocupan tareas simplísimas o me rehúye porque recuerda nuestro primer contacto con memoria de perro apaleado. Cuando sale del faro, por ejemplo, forzosamente ha de coincidir conmigo. Acelera el paso y mantiene distancias, como un gorrioncillo. Cuando miro a la mascota, a veces, me vienen escalofríos. De una observación sucinta se deduce que es cuadrumana, termostática, daltónica, biliosa y abúlica. Pero tiene formas tan antropomórficas, modos tan humanos, que hay que hacer auténticos esfuerzos para resistir la tentación de entablar conversación con ella. Hasta que topamos con una inteligencia de mosquito: no nos mira, no nos escucha; no nos ve, no nos oye. Vive en una órbita solitaria. Aquí tiene un contacto con Batís.

22 de febrero

Batís se ha emborrachado, algo muy poco frecuente en él. Lo he visto bebido, en una mano la botella de ginebra y en la otra el fusil. Bailaba como un zulú sobre el granito donde se eleva el faro. Después ha desaparecido por el bosque y no ha regresado hasta última hora. Mientras tanto, aprovechando su ausencia, he capturado a la mascota y me la he llevado a un rincón, a pesar de la resistencia que me oponía. Muerta de miedo, no ha entendido que sólo quería palparle la cabeza. El cráneo es perfecto. Me refiero a una perfección lisa, una esfericidad limpia de asperezas. Una bóveda espléndidamente redonda, sin hoyos, sin bultos. ¿Será así para soportar las presiones abismales? No tiene las concavidades de los criminales de nacimiento, tampoco las protuberancias de los genios prematuros. Sorpresa del frenópata: ningún desarrollo especial de la zona parietal u occipital. Tiene un volumen ligeramente menor que el de las mujeres eslavas y una sexta parte más dilatado que el de la cabra bretona. La cojo por las mejillas y la obligo a abrir la boca. No tiene amígdalas, en su lugar aparece un segundo paladar, que debe de servir para impedir la entrada de agua. Padece anosmia y no percibe los olores. En cambio, sus orejitas pueden oír sonidos que a mí me resultan inaudibles, como sucede con los cánidos. A menudo se queda embelesada, tiene lapsos de desvanecimiento durante los cuales pierde el oremus en beneficio de quién sabe qué voces, melodías o invocaciones. ¿Qué oye la mascota? Imposible adivinarlo. Membranas en las manos y en los pies, de anchura y longitud más moderada que las de los machos. Puede separar los dedos superiores e inferiores en un ángulo imposible para los humanos. Imagino que es un movimiento que hacen los monstruos en el agua para ganar impulsos de natación. Para desnudarla debo abofetearla, porque se opone. El cuerpo es de una arquitectura admirable. Las jóvenes de Europa desfallecerían si viesen su silueta; eso sí, para desfilar en los salones necesitaría guantes de seda. Como oficial atmosférico me consta que el islote se sitúa en una región marítima particular, frecuentada por corrientes cálidas. Esto explicaría muchas cosas. Desde la abundancia de la vegetación superior y el retraso en las primeras nieves invernales —que ya deberían haber caído— hasta la presencia de estas bestias por los alrededores. Si proliferasen en todos los mares y océanos la humanidad tendría referencias históricas sobre ellas, más allá de la leyenda. También he leído que los peces polares disponen de anticongelantes en la sangre. Es su caso, y justifica la sangre de color azul, supongo. ¿Cómo entender, si no, que organismos complejos que habitan océanos fríos no acumulen capas de grasa? Musculatura de mármol, una piel tersa y con deliciosos barnices de verde salamandra. Imaginemos a una ninfa de los bosques con piel de serpiente. Los pezones son negros y pequeños como botones. Le he puesto un lápiz bajo los pechos, pero se cae, como si un hilo invisible los empujara hacia arriba. Con estas manzanas, Newton habría tenido muchos problemas para elaborar su teoría. Aquí se hace imprescindible la referencia francesa, según la cual unos pechos perfectos deben caber en una copa de champán. La musculatura de todo el cuerpo revela salud y energía, adiós corsés. Caderas de bailarina y vientre plano, planísimo. Glúteos más compactos que el granito de la isla. Cutis uniforme con el resto de la piel, cuando en los humanos, tan a menudo, la textura de las mejillas y del resto del cuerpo no suelen ser homogéneos. En la mascota una fina película sepulta la menor porosidad. Ni rastro de raíces de pelos en las axilas, el cráneo o el pubis. Los muslos son un milagro de esbeltez y se ajustan a las caderas con una exactitud que ningún escultor podría reproducir. En cuanto al rostro, perfiles egipcios. La nariz es una aguja que contrasta con la esfericidad del cráneo y de los ojos. La frente sube lentamente como un acantilado dulce, muy dulce, ningún busto romano se le equipara. El cuello recuerda al de las doncellas estilizadas de las pinturas renacentistas. La llevo a un rincón oscuro y tiembla de miedo, idiota, una vaca tampoco entendería las razones manipuladoras del veterinario. He encendido una vela, y se la he acercado y alejado alternativamente de los ojos. La luz excesiva reduce las pupilas, que se convierten en una ranura mínima, como en los felinos. Al observarlo no he podido evitar un estremecimiento: los ojos son unos espejos prodigiosamente azules, más redondos que ovalados. Brillo de ámbar, un líquido ocular con densidad de mercurio. Me he visto allá dentro, mirándola, es decir, mirándome. He estado a punto de desistir. Cuando uno se ve reflejado en los ojos del monstruo experimenta vértigos ridículos pero poderosos, que sólo me acuse quien haya participado en la experiencia. Es imposible observarla y mantener las distancias. Cuando la toco, me involucro. La palma de mi mano se deposita en su mejilla. Y mi mano huye horrorizada, como si me electrocutasen. Uno de nuestros instintos más primarios es aquel que relaciona el contacto humano con el calor; no hay cuerpos fríos. Su temperatura hiere. Recuerda la frialdad de un cadáver, a quien la vida ya ha abandonado.

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