La piel fría (20 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

—¿De dónde viene su testarudez de mula? ¡Abra los ojos, Caffó! Creíamos que esto era el sitio de Siracusa, y nosotros, con fusiles y dinamita, unos Arquímedes del siglo XX. Pero todo nos indica que luchan por su tierra, la única tierra que tienen. ¿Quién puede recriminarles eso?

—¿Alimenta su cerebro con matarratas? —replicó, mostrándome un puño—. ¿Aún no sabe que en este lugar Dios no tiene derechos? Usted quiere ver luces de catedral donde sólo hay cenizas. ¡Se engaña, Kollege! ¡Si aún sigue vivo es porque le abrí las puertas del faro! Si no los matamos, ellos nos matarán a nosotros. Es así. ¡Ayúdeme a bajar al barco! Yo lo hice por usted. ¿Me va a negar ahora su ayuda?

La conversación se había convertido en una retórica de bizantinos fanáticos. Confluían mi frustración, su cabezonería y la inmensa soledad del faro. Sólo necesitamos una pericia, le decía yo, ninguna aversión es insuperable. Juntos somos fuertes, no nos separe, era su contrapunto. Pero por una vez yo no estaba dispuesto a transigir, no podía transigir. Él se refugiaba en fuerzas de argonauta, yo le oponía una tensión de espadachín. Cuando repitió sus antiargumentos grité:

—¡Soy yo quien intenta ayudarle! ¡Y lo haré si deja de comportarse como una mula!

Se puso a reír como un loco. Me miró a los ojos y aún se rió más. Soy una mula, yo, una mula, decía, como si hablara con amigos invisibles. Reía y repetía: ¡Los carasapo son unos señoritos y yo soy una mula!

Se reía mirando las nubes y trazando pequeños círculos, como un tren de juguete. Indignado, o loco, o ambas cosas. Oí que comentaba para sí mismo la historia del italiano confundido con un sodomita. Me tapé los oídos con las dos manos:

—¡Cállese de una vez, Caffó! ¡Cállese! ¡Olvídese de italianos y sodomitas! ¿A quién le interesan esas monsergas de eremita loco? Tarde o temprano tendremos que asumir lo único sensato: que hay que pactar con ellos, hacer las paces, ¡maldita sea!

De repente fingió que no me escuchaba, como si yo no estuviese y se encontrara solo en la fuente. Aquella actitud infantil me indignó:

—¡Quizá tengan algún gramo más de inteligencia que usted! —dije—. ¡Sí, tal vez las únicas bestias de esta isla seamos nosotros! ¡Nosotros y nuestras escopetas y fusiles y municiones y explosiones! ¡Es muy fácil matar, y muy difícil pactar con el enemigo!

—No soy un asesino —me cortó—. No soy un asesino.

Y, paradójicamente, me dirigía la mirada más patibularia que he visto nunca.

Cogió un cubo de agua en cada mano y desapareció. En ese momento supe que Batís Caffó había matado a alguien, alguna vez, y que eso lo mortificaba. Supongo que fue un grave error no escucharle. Aunque también es cierto que escondía su alma bajo una piel de elefante; no era fácil entenderle.

Una vez se hubo ido continué con mi paseo. Empezó a llover. La lluvia ensuciaba la nieve. El hielo de los árboles se licuaba, las estalactitas de los árboles se rompían con un leve crujido. El caminito se llenaba de barro. Tenía que dar saltos para esquivarlo. Al principio me daba igual que lloviera o no. Las gotas se filtraban por la capucha de lana; simplemente me la aparté. Pero pronto llovió con suficiente fuerza para apagar la lumbre de mi cigarrillo. Me hallaba más cerca de la casa del oficial atmosférico que del faro. Decidí refugiarme en la casita, que me acogió como un palacio de mendicantes. Las nubes oscurecían el día. Encontré media vela abandonada y la encendí. La llamita temblaba. Hacía bailar claroscuros por el techo.

Fumaba sin pensar en nada concreto cuando apareció Aneris. Era evidente que Batís la había golpeado. La hice sentar cerca de mí, en la cama. ¿Por qué te ha pegado?, pregunté sin esperar respuesta. En aquellos momentos habría podido matarlo. Empezaba a aprender que la grandeza del amor que sentimos por alguien se nos puede revelar por la magnitud del odio que dirigimos hacia un tercero. Estaba empapada. Eso aún incrementaba más su belleza, pese a los golpes recibidos. Se sacó la ropa.

El tránsito entre la humanidad y la animalidad no influía en los placeres que ella me ofrecía. Hicimos el amor, tantas veces y con tanta intensidad que vi chispas amarillas. Hubo un momento en que ya no sabía dónde acababa mi cuerpo y dónde comenzaba el suyo, y la casa, y la isla entera. Después: tendido en la cama, su aliento frío contra mi cuello. Escupí el cigarrillo muy lejos y me vestí. Me ajusté la hebilla del cinturón pensando en cosas banales. Salí de la casita. Tuve un estremecimiento de frío.

El drama se hizo presente cuando estaba a unos cien metros del faro. Aunque sólo fuera para romper la monotonía, había decidido seguir la costa norte en vez del sendero interior del bosque. Era una ruta tortuosa. A mi derecha el océano, a la izquierda los árboles formando una pared impenetrable. Las raíces salían por debajo de los bancales, formados por tierra y materiales de resaca. A menudo tenía que dar largos saltos de piedra a piedra si quería evitar caer al mar. Cantaba un himno de estudiantes. Y a mitad de la tercera estrofa vi el humo, en el horizonte. Una línea fina y negra que, por efecto del viento, se torcía antes de poder ganar altura. ¡Un barco! Debían de haberse desviado de su ruta por algún motivo, y ahora navegaban muy cerca de la isla. ¡Oh sí, un barco! A trancas y barrancas logré llegar hasta el faro:

—¡Batís! ¡Un barco! —Y casi sin detenerme—: ¡Ayúdeme a encender el faro!

Caffó cortaba leña. Se detuvo para mirar el horizonte, indiferente:

—No le verán —dictaminó—. Demasiado lejos.

—¡Ayúdeme a emitir el SOS!

Subí la escalera interior. Él me siguió lentamente. Demasiado lejos, repetía, demasiado lejos, no le verán. Tenía razón. Los focos del faro eran como señales luminosas de un insecto que pretende comunicarse con la luna. Pero mi deseo era tan intenso que sufrí alucinaciones ópticas y, durante unos minutos de agonía, me pareció que la nave viraba en nuestra dirección, que aquella partícula metálica se hacía más y más tangible. Naturalmente, me equivocaba. El casco del barco se hundió en el horizonte. Durante un rato aún fue visible el humo de la chimenea, cada vez más delgado. Después, ni siquiera el humo.

Hasta el último instante emití frenéticamente en morse. SOS, Save Our Souls. SOS, Salvad Nuestras Almas. Nunca las oraciones y las peticiones de auxilio se han unificado tanto como en esa ocasión, en el faro. Y nunca ha existido una prueba tan favorable al ateísmo. No vendrían. Dentro de aquel barco había seres humanos, una verdadera multitud. Les esperaban familias, amigos, amantes, destinos que en esos momentos, justamente en esos momentos, les parecerían remotos. Pero ¿qué podían saber ellos de la lejanía? ¿De mí, del faro? ¿De Batís Caffó o de Aneris? El mundo que me retenía, para ellos, no era más que un perfil lejano, una mancha insignificante y yerma.

—No le ven —dijo Batís sin ninguna emoción en la voz, ni buena ni mala. Simplemente, miraba en dirección al barco con una actitud neutra, con el hacha de cortar leña aún entre las manos, parpadeando como una lechuza. No fui justo con él. Pero era la única persona cercana y tenía que cobrarme la desesperanza.

—¡Mírese! ¡No ha movido ni un músculo! ¿Qué clase de individuo es usted, Caffó? No me ayuda con los citauca, no me ayuda con los hombres. Por activa o por pasiva sabotea cualquier iniciativa sensata o cualquier posibilidad de rescate. ¡Si los náufragos tuvieran sindicatos usted sería el esquirol perfecto!

Batís salió del faro, evitándome. Pero yo lo perseguí escaleras abajo. Lanzaba reproches contra su espalda. Él fingía que no me oía, sólo murmuraba abominaciones en algún dialecto alemán. Lo atrapé por una manga. Alzó los brazos, gesticulaba como si yo fuera una suegra insoportable. Me rehuía pero de inmediato volvía a agarrarlo por el codo, o por la culata del fusil que le colgaba de un hombro. Se detuvo en la explanada, delante del faro. Nos cruzábamos acusaciones mutuas. La silueta del barco había roto las delgadas esclusas que aún nos separaban de la franca hostilidad. Tardé mucho en advertir que Batís callaba.

Batís tenía la boca abierta y muda. Giraba la cabeza a la derecha y a la izquierda alternativamente. La costa norte y la sur aparecían atestadas de unos pequeñísimos citauca. Medio cuerpo dentro del agua, o escondidos entre las rocas y el mar, como cangrejos. Las membranas de manos y pies eran casi transparentes. Batís dio un bufido de caballo. Miraba el cielo, la luz diáfana, y después las siluetas que se refugiaban en la frontera marítima, como si alguna incongruencia hiciera imposible aquella visión. Parecía un hombre perdido en el desierto intentando discernir si lo que ve es un espejismo o es real. Dio un paso hacia el norte. Los niños se escondieron detrás de las piedras. La mayoría no medía ni un metro de altura. Contemplar a aquellas criaturas, inevitablemente, amansaba. Incluso el oleaje parecía más prudente, como si refrenara su impulso por miedo a herirlos. Ellos utilizaban el agua como colchón y nos observaban con curiosidad.

De repente, Caffó se sacó el fusil de la espalda. Con gestos acelerados y torpes movió el cerrojo.

—No lo hará, ¿verdad? —dije.

Tragó saliva. Miraba y no encontraba peligros. Sólo eran niños, niños que no buscaban las seguridades de las penumbras para matarnos. Y venían justamente ahora, cuando los días empezaban a hacerse más largos. Por fin, Batís se decidió por trotar hacia el faro, desconfiando de todo y olvidándose de mí.

Un tiro al aire habría sido suficiente para provocar una desbandada. Pero no disparó. ¿Por qué no disparó? Si sólo eran bestias irracionales, si sólo les debíamos sufrimientos y penalidades, ¿por qué no los mataba sin contemplaciones? Creo que ni él mismo comprendía el alcance de aquella renuncia. O quizá sí.

Con timidez de gorriones y prudencia de ratoncitos, los pequeños citauca se fueron acercando al corazón de la isla. Es decir, al faro. Los primeros días no se atrevían a superar la línea de la costa. Hacían que nos sintiéramos como animales de zoológico. Centenares de ojos, grandes y verdes como manzanas, nos espiaban horas y horas, siguiendo todos y cada uno de nuestros movimientos. Dudábamos sobre la actitud que debíamos mantener. Sobre todo Caffó. Ahora que topaba con un enemigo inofensivo no sabía cómo reaccionar. Su desconcierto daba la medida exacta de sus contradicciones. Sus escrúpulos marcaban los límites de su testarudez.

Se convirtió en una especie de araña humana. Todavía salía muy de mañana del faro. Un par de horas después aparecían los primeros niños, siempre fascinados. Él se hacía el ciego, pero enseguida se recluía en su habitación. Muy a menudo se llevaba consigo a Aneris y le ataba un tobillo a la pata de la cama. Otras veces, sin embargo, actuaba como si ella no existiese. Su comportamiento se hacía cada vez más imprevisible.

Era un hombre de un olor corporal muy fuerte —no estoy diciendo que fuese desagradable, sólo una peculiaridad suya—, y la habitación se impregnó más que nunca de su personalidad, un hedor de calor primario que ninguna nariz europea reconocería. A fin de prevenir riesgos imaginarios, cerraba el blindaje del balcón, con lo cual oscurecía la habitación. Un buen día entré: lo localicé más bien con la nariz que con los ojos. Su sombra estaba junto a una tronera, controlando las novedades de aquel parvulario flotante en que se estaba convirtiendo la isla. La luz solar que entraba por la grieta le retrataba los ojos como una máscara de carnaval. Aquello ya no era un dormitorio, era un cubil.

—Son niños, Caffó, nada más. Los niños no matan, juegan —dije, aún con medio cuerpo en la trampilla.

Ni me miró. Por toda respuesta se llevó un dedo a los labios, exigiendo silencio.

Yo también sufría una especie de asombro mágico. Pero más benigno. Eran seres de otros mundos, no los entendía. Nos hacían la guerra, y de repente enviaban a sus hijos al campo de batalla. Quizá nos trataban como si fuésemos una especie de sífilis, una enfermedad que sólo atacaba a los adultos. Fuese como fuese, no había que ser un genio para establecer una correspondencia entre la escopeta clavada en la arena y la aparición de los niños. Detrás de todo aquello, ¿se escondía la mentalidad de unos grandes estrategas o de unos irresponsables absolutos? Y sin embargo, si querían manifestarnos su buena voluntad, ¿de qué medios disponían? A los fusiles que habíamos utilizado nosotros, ellos siempre habían opuesto cuerpos desnudos. Yo había pedido una tregua con una escopeta inofensiva, y ellos nos respondían con cuerpos inofensivos. ¿Era una lógica perversa o la más perfecta?

Los niños se dieron cuenta muy pronto de que no les haría ningún daño. Los días siguientes pisaron tierra firme. Aún se mantenían a distancia. Pero a pesar de que mi actitud intentaba ser grave, a menudo no podía evitar media sonrisa: me observaban fijamente, no hacían más que mirar y mirar. Los ojos desmesuradamente grandes, la boca abierta, como sometidos a una hipnosis de feria.

Una mañana me adentré en el bosque. El abrigo de piel me servía de almohada para la espalda, los pantalones gruesos me aislaban de la nieve y los brazos cruzados me calentaban el pecho. No fue una siesta tranquila. Un murmullo cercano me hizo abrir los párpados.

Tal vez eran quince, o veinte. Colgaban de las ramas a distintas alturas, y me escrutaban como búhos. Yo me encontraba en ese estado de duermevela que aumenta la sensación de irrealidad. Los árboles no les eran familiares y trepaban por ellos sin la menor destreza. Eso convertía sus cuerpecitos en unas piezas tan frágiles, tan vulnerables, que para no herirlos me sometí a su curiosidad. Pensé: si me levanto de repente los asustaré y cuando huyan se harán daño. Me quité las legañas.

—¡Largo de aquí! —dije, sin levantar demasiado la voz—. Volved al agua.

No se movieron. Me puse de pie en medio de un círculo de espías enanos. La mayoría se estaban quietos y callados. Otros cuchicheaban, o se abrazaban con unas carantoñas a medio camino entre la lucha y la fraternidad, pero tampoco éstos me sacaban los ojos de encima. No pude evitar la tentación de tocarle los pies al que tenía más cerca. Estaba sentado en una rama grande y paralela al suelo, balanceando las piernas. Le toqué el pie y una especie de carcajada general se extendió por la vegetación.

No tardaron demasiado en tomar confianza. Tanta, que se convirtieron en una verdadera molestia. Allá adonde iba, aquellos pequeños cuerpos de cabeza pelada se movían a mi compás. Realmente eran como las bandadas de palomas que viven en las plazas de las grandes ciudades. A menudo me giraba y una alfombra de cabezas se congregaba a la altura de mi ombligo. Hacía un gesto brusco, para ahuyentarlos, y sólo reculaban unos metros. Se morían por tocarme. Los más atrevidos me pellizcaban codos y rodillas, huían y volvían a la carga entre carcajadas de pato. Si me sentaba en algún lugar era el delirio: infinidad de deditos se disputaban los cabellos de la cabeza, las patillas y la nuca. Repartí un par de bofetones, aquí y allá. Pero la réplica me humillaba más a mí que a la víctima.

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