La piel fría (17 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

Me asomé por encima de los sacos. Docenas, centenares de monstruos se habían volatilizado. Los cadáveres estaban dispersos, los que agonizaban se arrastraban entre los muertos. Parpadeé, limpiándome las mejillas y la frente, y grité:

—¡Batís, ayúdeme!

Los supervivientes ignoraban a los muertos. Cargaban contra la puerta abierta, aullando. Medio recuperado, o completamente enloquecido, Batís disparó el fusil contra la multitud. Yo también. Con cada disparo, el casquillo saltaba, y todo con celeridad de ametralladora. Era imposible fallar. Morían como fanáticos, caían y los caídos hacían tropezar a los que venían detrás.

—¡Continúe disparando! —bramé, prescindiendo del fusil—. ¡No deje que se acerquen a la puerta!

Mi intención era activar la segunda carga, pero el fragor de la lucha hizo que me equivocara: en vez de conectar la dinamita de la segunda línea hice estallar la tercera, más atrás. La mitad del bosque voló por los aires.

Una seta negra y granate ascendió veinticinco, cincuenta metros. Pese a la capa de nieve, los árboles ardían como cerillas, y muchos salían proyectados por los aires, giraban sobre el eje de las raíces y caían por encima de nosotros. Fragmentos de cuerpos se incrustaron en las estacas. Nos bombardeaban como balas de cañón. Un cráneo reventó contra el blindaje del balconcito justo en el momento en que nos llegaba la onda expansiva. Esta empujó la mayoría de los sacos, y a mí mismo, con la fuerza de un huracán tropical. De repente me descubrí dentro de la habitación. Me arrastraba con los codos en medio de una humareda negra que me asfixiaba. El suelo estaba lleno de tierra, de chispas que daban saltitos. Allá fuera, en algún punto, haces de dinamita explotaban con retraso y por simpatía. Mi aliento era de azufre. Tosí, y escupí, y vi a la mascota, indefensa en un rincón de la casa. Durante un segundo nos cruzamos una mirada de incomprensión. Ella no entendía nada. Yo tampoco. ¿Qué estaba sucediendo? Aquel poder explosivo superaba las previsiones más optimistas. ¿Dónde estaba Batís? ¿Se había caído del faro como un marinero del barco? Batís, sí. Adiviné que durante los últimos días, mientras yo inspeccionaba las cargas dispersas y les sumaba metralla, Caffó no había resistido la tentación de añadir cartuchos por su cuenta. Habíamos convenido que ahorraríamos una parte de la dinamita, por precaución. Pero sin duda, a escondidas, él había llenado las minas con todo lo que teníamos. Si la primera y la tercera línea de dinamita por poco nos habían matado, ¿qué pasaría cuando accionásemos la segunda, tan poderosa como las otras dos juntas?

—¡Batís!

Estaba en el balcón, indemne y sucio. Una niebla londinense lo difuminaba con aires de fantasma. Les gritaba a los monstruos hecho un Goliat, poseído por espíritus de valquirias, más allá de la cordura humana. Buena parte de los cabellos se le habían quemado y humeaban. Disparaba el remington con una sola mano como si fuese una pistola, a derecha e izquierda, y maldecía con la otra, el puño cerrado. Sorprendentemente, un monstruo logró trepar entre las estacas y la barandilla medio destruida. Caffó le aplastó el cráneo con la culata, lo abrió como una sandía, a golpes, cinco golpes, seis, siete, brutalidades añadidas, y de una patada lo hizo caer. Después su atención se dirigió a la última caja de detonadores.

—¡Batís, no lo haga, no lo haga, por lo que más quiera, no lo haga! —gritaba yo de rodillas, reteniéndolo por la cintura—. ¡Volaremos por los aires!

Durante unos instantes me miró con la indulgencia de un señor feudal. Después:

—¡Apártese!

Y de un empujón me lanzó sobre los sacos. Debajo de nosotros los monstruos se agitaban y consumían en una trampa sin salida. Buscaban el mar y sólo encontraban cortinas de fuego. Muchos corrían entre las llamas, aún vivos. Los incendios quemaban más de la mitad de la isla. La mezcla de noche, monstruos aterrorizados y fogonazos rojos creaba un efecto aberrante de sombras chinescas. Dos terceras partes del granito habían desaparecido. Hasta el balcón subían voces de manicomio. Batís bajó la palanca.

Creía que la isla se hundía como un barco cañoneado. De norte a sur se elevó una cúpula incandescente. Comparándolo con aquel fenómeno, nuestro faro era una insignificancia ridícula, más frágil que un cirio bajo la tormenta. Una ola de ruinas y barro negro remontaba el cielo abarcando todo el arco visual. Los aullidos de los monstruos, de Caffó, los míos, todo se fundió de repente. Me había quedado sordo. En medio de un silencio artificial veía los labios de Batís moviéndose. Veía cuerpos mutilados volando a alturas inverosímiles. Veía la explosión, que parecía un ser vivo al que Caffó hubiese invocado. Indiferente al apocalipsis, Batís aplaudía, bailaba y blasfemaba como sometido a los efectos de una poción negra. Un último alud entró por el balcón, un torrente de escoria que nos cubrió de magma frío. Aquello era una escena secundaria del fin del mundo.

Lo que siguió tiene poca importancia. Caffó y yo nos sentamos muy lejos el uno del otro. Nos rehuíamos, presos de un raro embrutecimiento. Si aquello era la victoria, nadie quería mencionar ni celebrar aquella hecatombe de matadero. Dos horas después empecé a oír un silbido de locomotora lejana. Lentamente mis oídos volvían a abrir sus puertas al mundo de los sonidos. Poco antes de que llegara el día estaba casi totalmente restablecido.

Nos preparamos para la más macabra de las tareas. Bufandas y pañuelos nos servirían para taparnos la nariz. Salimos cuando las primeras luces iluminaban el campo con una tibieza de velas. Era horrible. Lenguas de fuego habían pintado el faro de negro. Los impactos de metralla lo convertían en una cara picada por la viruela más cruel. Los sacos de la barandilla, llenos de agujeros, seguían goteando como relojes de arena.

Allí donde había explotado la última carga se abría un cráter gigantesco. En cuanto a los monstruos, se extendían por todos lados, como abatidos por un ángel exterminador. Era imposible contar los cadáveres. Estaban por todas partes. Muchos flotaban en el mar. Mutilados, ennegrecidos, los miembros momificados por la acción del fuego. Retorcidos en posturas de muñeco, las garras rígidas y la boca abierta. Siempre recordaré aquel hedor a carne quemada, un olor increíblemente similar al del vinagre hervido. Algunos cuerpos habían perdido tanta carne que las costillas, carbonizadas, asomaban como barrotes negros. Otros aún se movían. Que los rematáramos debe entenderse como una obra compasiva más que otra cosa. Caminábamos entre los muertos y cuando advertíamos un movimiento los pinchábamos en la nuca, yo con un cuchillo y Caffó con su arpón. Pero el espectáculo hizo que aflorara la parte más sádica de Batís.

Uno de ellos había perdido una pierna entera y la otra a la altura de la rodilla. Sólo era un cuerpo que desprendía humo blanco y se arrastraba con los codos. En vez de rematarlo Batís le cerró el paso. El monstruo vio aquellas botas que le impedían seguir su camino. A fuerza de espasmos cambió de dirección. Batís se interponía constantemente entre él y la nada. Pero el monstruo no se rendía, con movimientos de caracol y cabezonería de mula buscaba el mar.

—¡Liquídelo de una vez, maldita sea! —grité, arrancándome el pañuelo de la cara.

Aún se divirtió un poco más. Después le traspasó el cuello con el arpón.

Durante un tiempo indeterminado estuvimos arrojando cuerpos al mar. No habíamos acabado, ni mucho menos, cuando vi a la mascota en el balcón. Estaba sentada con las piernas dobladas y se aferraba a la barandilla como si la atasen cadenas. Dios mío, exclamé, Dios mío, mírela.

—¿Y ahora qué le pasa? —dijo Batís.

—Dios mío, está llorando.

XI

La catástrofe cayó sobre nosotros con la violencia añadida de los imprevistos. No habían pasado ni cuarenta y ocho horas desde la gran carnicería. Dos días, tan sólo dos días sin que nos atacaran. Me encontraba en algún punto del bosque. Paseaba armado con un lápiz y un bloc, reconstruyendo el calendario. Hacía mucho tiempo que ignoraba la fecha exacta en la que vivíamos. Caffó no se tomaba ninguna molestia al respecto y yo había abandonado el seguimiento de forma intermitente. Durante las épocas más peligrosas no había marcado ninguna cruz sobre el día que se acababa, sencillamente porque no creía que llegase al siguiente. Pero algunas páginas del calendario las había señalado dos veces, aumentando con ello la confusión. Era el caso de un mes entero, en que había repetido por error todos los días: podía seguir el trazo nervioso que había cambiado del lápiz negro al rojo, causa del error. El negro suprimía las jornadas fusilándolas con una línea. Pero era como si el rojo no diera validez a los días suprimidos por el negro y volviera a empezar el mismo mes, día tras día. Con barroquismo geométrico, el rojo se entretenía en cada fecha, minuciosamente, decorando los números hasta que adquirían las formas del capricho. El uno de febrero era un monstruo al acecho; el dos un monstruo que se encogía antes del salto; el ocho una montaña de cuerpos escalando el faro; el once un grupo en columna. Ya no recordaba haber plasmado tanta inconsistencia mental y no lo asumía como un producto propio. Al principio, como es natural, tuve una alegría: si había alargado falsamente el tiempo, quería decir que mi barco vendría antes de lo que me esperaba. Pero el cálculo de mis errores, de los días que había suprimido dos veces, daba un resultado exactamente opuesto a la alegría: el calendario me indicaba que mi barco debería haber aparecido hacía dos semanas.

¿Qué podía haber sucedido? ¿Una nueva guerra de alcance mundial que hubiese interrumpido el tránsito naval hasta la conclusión de las hostilidades? Tal vez. Pero, aunque los hombres tenemos tendencia a echar la culpa de nuestras penas a las grandes hecatombes —eso realza nuestra importancia como individuos—, la verdad casi siempre se escribe en minúsculas. Yo era el último grano de arena de esa playa infinita llamada Europa. Un elemento avanzado, patrulla mínima, súbdito sin rey. Lo más probable era que un burócrata inepto o una confusión de expediente, cualquier hecho insignificante, hubiera escondido la misión meteorológica en un archivo erróneo. La cadena de mando se había interrumpido por algún punto, y eso era todo. Un oficial atmosférico perdido en las proximidades antárticas, ¡oh fatalidad, qué pérdida tan grave para una corporación naviera de ámbito internacional! Seguro que la junta directiva no me incluiría en el orden del día de ninguna de sus reuniones.

Recuerdo que pasaba las páginas con nervio, intentando rehacer unos cálculos catastróficos, que todas las aritméticas confirmaban. Recuerdo la uña negra de mi dedo índice, arriba y abajo, como si yo fuera el más tétrico de los contables. Nada. Dentro de mí podía sentir cómo se extendía la desesperación, un castillo que se hundía en el interior del estómago. Asumiendo la categoría de sentencia judicial, el calendario me notificaba mi condena a cadena perpetua. Sentía ganas de morir. Y sin embargo, la mejor manera de olvidar una mala noticia es oír otra peor. ¿Podía existir una noticia peor? Sí.

Sencillamente, no podía dar crédito a aquella voz, zum Leuchtturm!, que me avisaba desde el balcón. Oí la alarma de Batís, y disparos horadando la fría atmósfera, y alguna cosa muy delicada se deshizo dentro de mí. Al principio no tuve conciencia de ello. Dejé caer lápiz y papel y corrí para salvar la vida.

Ni siquiera habían esperado hasta la noche. Aparecían con los primeros claroscuros, cercando el faro quemado y picado de metralla. Kollege, Kollege, me advertía Batís mientras disparaba en todas las direcciones. Las escaleras de granito habían quedado destrozadas por las explosiones. Para llegar a la puerta debía trepar. Batís me cubría. Escogía como blanco a los monstruos que más se me acercaban. Aparecían y desaparecían con cada disparo. Cuando me encontraba a un par de metros del refugio el miedo se transformó en rabia. ¿Por qué volvían? Los habíamos matado a centenares. Y allí los teníamos de nuevo, otra vez. En lugar de esconderme opté por apedrear al más cercano. Cogía pedruscos de granito y se los lanzaba a la cara, uno, dos, tres. Recuerdo que le grité. El monstruo se protegía con los brazos. Retrocedió un poco. Y después, hecho insólito, me apedreó él a mí. Todo aquello era horripilante y esperpéntico a la vez. Caffó lo liquidó de un disparo bien dirigido.

—¡Kollege! ¡Entre de una vez! ¿A qué espera?

Ocupé mi puesto, a su lado, en el balcón. Disparé uno o dos proyectiles. No eran muchos. Pero ahí estaban de nuevo.

Bajé el cañón. Su presencia demostraba que cualquier esfuerzo sería inútil. Hiciésemos lo que hiciésemos volverían, siempre, más, todos. Para ellos balas y explosiones eran lo mismo que la lluvia para las hormigas, catástrofes naturales que se asumían y sólo afectaban al número, jamás a su perseverancia. Me rendía, levantaba la bandera blanca.

—¿Dónde diablos va ahora? —me recriminó Batís.

No tenía fuerzas ni para contestar. Me senté en una silla con el fusil cruzado sobre las rodillas, las manos en la cabeza. Me puse a llorar como un crío. Delante de mí estaba la mascota. •A diferencia de otras ocasiones, esta vez se había sentado en una silla. Estaba sentada y apoyaba medio cuerpo sobre la mesa, indolente. Pero, como siempre, miraba a Batís en el balcón, los, disparos, mi llanto, el asalto al faro, con la distancia que un cuadro de motivos bélicos genera en el espectador de pinacoteca...

Había llevado el coraje, la energía y la inteligencia más allá de cualquier límite. Había luchado con ellos armado y desarmado, en la tierra y en el mar, fortificado y al descubierto. Y regresaban cada noche, cuando querían, más y más, impasibles a la destrucción. Batís continuaba disparando. Pero aquel combate ya no me pertenecía. Oh, Dios mío, me dije enjugándome las lágrimas, ¿qué más podría haber hecho un hombre razonable en mi situación, qué más? ¿Qué habría hecho el más decidido, el más sensato de los hombres que yo no hubiera hecho todavía?

Me miré las palmas húmedas de lágrimas y miré a la mascota, la mascota y las palmas. Dos días antes lloraba ella y ahora lloraba yo. El llanto había distendido algo más que mi cuerpo. Los recuerdos me asaltaron sin ningún control —después de llorar pensamos con más libertad que nunca— y la memoria me llevó hasta una vieja escena, típica de mi tutor.

Una vez estaba frente a un espejo, abstraído en esa complacencia tan enigmática de los adolescentes. Mi tutor me preguntó a quién veía. A mí, dije, a un chico. Correcto, dijo él. Me puso una gorra militar inglesa en la cabeza —a saber de dónde la había sacado—. ¿Y ahora? A un oficial inglés, reí. No, me cortó, yo no le pregunto qué ve, sino a quién. A mí, dije, con una gorra inglesa en la cabeza. No es correcto del todo, insistió. Todo lo convertía en uno de sus ejercicios, a veces tan enojosos. Me pasé media tarde con aquella odiosa gorra en la cabeza. No me la sacó hasta que sencillamente contesté: A mí, me veo a mí.

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