La piel fría (16 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

—Kollege, sólo es una carasapo.

Más que una manifestación de piedad era una declaración de propiedad. Mi frustración obedecía a procesos mentales que no estaba seguro de querer reconocer. En primer lugar, una cuestión obvia: había invertido el capital de mi vida en la aventura submarina, me había jugado la piel en el barco portugués. Y por un azar incomprensible mis riesgos coincidían con la apatía del enemigo. Eso me frustraba. Después de nuestra incursión me sentía como un buen burgués esperando la recompensa a sus esfuerzos. Es más: creía, o quería creer, que una matanza general eliminaría los peligros que me asediaban de una vez por todas, que así extinguiría el infierno para siempre. Por otra parte, experimentaba una inquietud que ni siquiera era capaz de formular en palabras: los propios monstruos. Aquella manita en el cristal de la escafandra. Y la sexualidad de la mascota, también. Durante el día, una indisciplina mental hacía que se me aparecieran imágenes de fumador de opio. Batís estaba ante mí, farfullaba monosílabos, y yo, más o menos, le contestaba. Pero no estaba atento. El espacio que nos separaba se llenaba de imágenes de humo.

Veía la manita submarina. Aquellos deditos rozando el cristal, tan seguros y tan frágiles. Y veía el cuerpo de la mascota. Veía sus contorsiones, y su recuerdo me asaltaba como si el aire fuese una pantalla. Todos los ángulos de aquella concupiscencia. Todo tan terrible y tan fácil al mismo tiempo.

Lo más contradictorio era que cuanto más placer obtenía de la mascota más la odiaba. Representaba a los suyos, y el hecho de que ellos causasen tanto horror y ella proporcionase tanto placer tal vez explicara los ataques nerviosos que me asaltaban. Piensa, piensa, me decía, golpeándome la frente con un puño, piensa, piensa. Pero para mí, esos días, pensar no era sinónimo de razonar, sólo de planificar. La acción desplazaba a la reflexión; cuando intentaba ponderar las cosas mi cerebro se resistía, chirriaba, exactamente igual que unas bisagras oxidadas. Nos habíamos situado en el terreno de la ofensiva y no quería abandonarlo.

—Batís —le dije un día—, que no nos abandone la audacia. Ofrezcámosles algo, tentémosles. Tendremos que dejar la puerta abierta...

Antes de que pudiera declararse en contra me apresuré a añadir:

—No es tan peligroso como parece. De hecho, tan sólo pueden subir la escalera de caracol de uno en uno. Un tirador situado en la trampilla los puede abatir fácilmente. Y eso no sucederá nunca. Queremos que se congreguen cerca del faro. Cuando los tengamos a todos juntos volarán por los aires.

Batís me miraba como una virgen a punto de ser violada. Durante una eternidad, solo o en compañía, había defendido el faro sin que los monstruos lograran pisar su sanctasanctórum. Y ahora yo le proponía que dejásemos la puerta abierta, la puerta de su faro.

—Mil monstruos muertos, Batís —dije a fin de que el número despertara la limitada fantasía del hombre.

—¿Quién accionará los detonadores?

En aquella pregunta se revelaba la faceta más pueril de Batís. Hay dos clases de combatientes. Los que maquinan estrategias y los que nunca se han desprendido de la tendencia infantil a romper cosas. Yo me reconocía en el primer grupo, Caffó era de estos últimos.

—Usted mismo —lo tranquilicé—. Si le parece bien, yo cubriré la trampilla de la escalera mientras usted los envía al infierno.

Así lo dispusimos. Con las primeras oscuridades abrí la puerta. Cada veinte escalones dejaba un quinqué encendido. De esta forma, en caso de que entrasen, me resultaría fácil verlos y pararlos. Tenía suficiente con sacar el remington por la trampilla abierta. Ni el peor tirador del mundo fallaría el blanco. Batís estaba en el balcón, yo le protegía la espalda, la escalera bajo control.

—¿Y bien? ¿Los ve? —le preguntaba.

—No.

Al cabo de un rato:

—¿Y ahora? ¿Ahora, Batís?

—No, nada. Nada.

Quería verlo por mí mismo y, llevado por la impaciencia, me acerqué al balcón.

—¡Vuelva a la trampilla! —aulló Batís—, ¡vuelva, maldita sea! ¿Quiere que nos maten?

Tenía razón. Eran muy capaces de esquivar el trazo de los focos y sorprendernos. Pero yo tampoco veía nada. Sólo la tenue luz de los quinqués repartidos por la escalera de espiral. Todas las llamas refulgían y temblaban, sometidas a pequeños golpes de aire.

—Dos —dijo Batís.

—¿Dónde, dónde? —grité desde mi posición, exigiendo noticias.

—Al oeste. Ahora vienen. Cuatro, cinco... No los cuento. —No dispare. Deje que se acerquen; sobre todo que vean la puerta abierta.

Aquel diálogo telegráfico me crispaba los nervios. Caffó iba de un lado a otro del pequeño balcón, escrutando la noche. Yo apuntaba al vacío con el remington pero miraba a Batís, preguntándole a cada momento si había novedades en el paisaje exterior, olvidándome de mis obligaciones. Podría haber sido un error fatal. Un ruido de cristales rotos llamó mi atención. Los primeros quinqués se habían apagado.

—¡Caffó, ya están aquí! —le avisé.

Podía oír sus ladridos, allá abajo. A duras penas pude ver la garra que atacaba el tercer quinqué. Así perdía de vista tramos enteros de la escalera. La planta baja era un pozo negro, un agujero de donde ascendían conciertos de sapos. Pero de repente, un monstruo subió escaleras arriba como una exhalación, a cuatro patas. Ya no se molestaba en apagar las lámparas, y yo podía distinguir perfectamente el cuerpo que reptaba. Los quinqués que sobrevivían lo iluminaban por el vientre, aquella luz inferior reforzaba su aspecto diabólico. Venía hacia mí, se precipitaba contra el fusil. ¿Tenía que disparar? Si lo hacía sus compañeros del exterior tal vez renunciarían, y nosotros buscábamos una matanza. Kollege, Kollege, oí que me decía Batís. No tenía tiempo de explicarle mis razonamientos, el monstruo se comía los escalones a velocidad de lagartija. Pero cuando sólo nos separaban diez escalones, nueve, ocho, se paró en seco. El último quinqué le quedaba muy cerca de la cara. Nos miramos. Yo desde el agujero de la trampilla, él a ocho escalones del cañón. Entre nosotros sólo se interponía una lámpara. Nos miramos a los ojos, sí, y toneladas de rencor llenaron aquel breve espacio. Se me aparecía como una de las visiones de san Antonio; literalmente nos olíamos, cada uno medía las fuerzas y posibilidades del otro. El tenía los brazos separados y apoyados en el escalón siguiente. Eso me permitió ver un detalle revelador: le faltaba un trozo de membrana y medio dedo. Pus negro y cicatrices se confundían en una úlcera repugnante. Era aquél. Desde entonces las cosas habían cambiado mucho. Yo ya no era una presa indefensa. Ahora nos odiábamos como sólo pueden odiarse dos iguales. Mi instinto me impulsaba a liquidarlo allí mismo. Mi interés me rogaba que no lo matase, que le dejara predicar a los suyos que la puerta estaba abierta, abierta, venid todos. Establecí un compromiso entre voluntad y sentimiento: si avanzaba un nuevo escalón, le vaciaría el cargador encima.

—Muévete, hijo de una Babilonia animal —murmuré mientras le apuntaba—. Muévete un poco.

Ladró. Pero antes de que se decidiera, un tiro de Caffó nos interrumpió. Disparaba contra sus congéneres. Mi monstruo abrió la boca enseñando y escondiendo la lengua, una mueca que resumía un insulto y una impotencia. Desanduvo el camino.

Se retiró lentamente, sin darme la espalda. Dejaba atrás cada escalón con la pesadumbre del emperador que cede provincias. Cuando se perdió del todo pedí explicaciones a Batís:

—¿Y la dinamita? ¿Se puede saber por qué diablos no ha activado los explosivos?

La vehemencia de mi tono no hizo que perdiera la calma. Argumentó con un cálculo científico:

—Eran demasiados para dejar que entrasen y demasiado pocos para utilizar la dinamita.

Y con estas palabras resumió la cuestión. Pero había actuado bien. Todo lo que habíamos deseado desde la inmersión en el barco, todo lo que habíamos esperado día tras día, noche tras noche, nos fue concedido al día siguiente.

Durante el día nevó con persistencia nórdica. Una capa de medio metro cubría la isla. A media tarde el sol ya se hundía en el horizonte, como si tuviera prisa por despedirse del mundo. Caía a una velocidad sorprendente, arrastraba el crepúsculo con él, huía negándonos su testimonio. La mascota cantó sin pausa ni descanso desde que empezó a anochecer y con los ojos cerrados. Una melodía destructora que nunca le habíamos oído. Me acuerdo de mí, y de Batís, comiendo en platos de hierro en un mutismo absoluto. De vez en cuando nos mirábamos, o la mirábamos a ella. Nos inquietaba más que nunca. Pero no teníamos voluntad para ordenarle que callara. Éstos y otros augurios menores presagiaban acontecimientos decisivos.

Después de cenar, fumamos. Batís se acariciaba la barba y miraba al suelo. De repente nos sentíamos como un par de desconocidos que coinciden en una estación de tren.

—Batís —dije—, ¿ha participado usted en alguna guerra?

—¿Quién, yo? —preguntó Caffó sin demasiado interés—. No. Pero durante una temporada trabajé de forestal. Asistía a los cazadores, italianos ricos sobre todo. Cazábamos ciervos, jabalíes, osos a veces..., todo eso. ¿Y usted? ¿Tiene experiencia militar?

—Sí, en cierto sentido sí.

—¿De verdad? Nunca lo hubiera dicho. ¿Participó en la Gran Guerra? ¿Estuvo en las trincheras?

—No.

Después de una pausa muy larga Batís inquirió:

—¿En qué guerra fue, entonces?

—En una guerra patriótica —reflexioné por mi cuenta—. Luchaba por la patria, supongo. En mi caso también era una isla.

Batís se rascaba la nuca.

—¿Ah, sí?

—¿Sabía que patria en latín significa tierra de los padres? —Me reí—: Lo más gracioso de todo es que soy huérfano.

—Yo no haría ninguna guerra por mi padre, ni por su granja —dijo, y murmuró—: estiércol, estiércol, estiércol...

No me molesté en discutirlo. Siempre nos pasaba lo mismo. En apariencia manteníamos un diálogo, pero en realidad eran monólogos cruzados. Pasamos un rato en silencio. Miré el cielo sin levantarme de la silla. La nieve que caía se había reducido a cantidades insignificantes. Tendríamos luna llena. Antes de que saliera se hicieron visibles estrellas fugaces, intrusos en un crepúsculo violeta, breves como llamas de cerillas, tan efímeras que nos negaban el derecho a solicitar deseos. Él, con una inquietud infantil:

—¿Y quién ganó la guerra?

Me había perdido en mis pensamientos y ya no sabía a qué se refería:

—¿Qué guerra?

—La suya —me ayudó, sorprendentemente amable—. ¿Quién ganó? ¿Los patriotas de la isla o los otros?

—La guerra aún no se ha acabado. —Y me dirigí a la trampilla cargando el remington—. Acuérdese de girar tres veces el eje de la palanca antes de accionar los detonadores. Si no acumulamos suficiente energía no harán contacto.

Distribuí los quinqués que nos quedaban por la escalera. Después ocupé mi lugar en la trampilla del piso. Tendido en el suelo, la compuerta abierta y el fusil en las manos. Periódicamente le pedía noticias a Batís. «No carasapo, no carasapo», decía él, torturando la sintaxis. Pasó una media hora. Allá abajo, una ráfaga de nieve entró por la puerta abierta. Pero no era más que nieve.

—¿Los ve, Batís? ¿Los ve?

No me contestaba. Yo había aprendido del error de la noche anterior y no me atrevía a volver la cabeza. No quería perder de vista la planta inferior y la puerta abierta.

—¿Batís?

Le dediqué una ojeada rápida. Estaba de espaldas a mí, en el balcón, agachado tras la barricada de sacos. Algo había paralizado su figura, que parecía una estatua de sal.

—¡Batís! —grité, para sacarlo del desmayo que lo poseía—. ¿Vienen, Batís?

No movía ni los músculos menores. Me obligaba a abandonar mi posición, contra mi voluntad. Lo cogí por un codo: —¿Hace demasiado frío? ¿Quiere que le releve un rato?

—Mein Gott, mein Gott...

Oí una concentración de voces semejante a un ruido de cañerías atascadas, a un desagüe gigantesco. Miré balcón afuera.

El número superaba la más enfermiza de las fantasías. Una luna llena, que la latitud austral magnificaba, nos los mostraba con luminarias de gran teatro. Eran tantos que cubrían todo el paisaje, que se apelotonaban en el bosque y sacudían los árboles, de los que caían capas de nieve. Eran tantos que se encaramaban a las ramas, columpiándose, subiendo y bajando, montándose los unos sobre los otros. Había tantos que muchos no tenían más remedio que asumir el papel de espectadores y se amontonaban sobre pequeños arrecifes, en la costa norte y en la del sur, como reptiles al sol. Les faltaba espacio hasta para mover las extremidades superiores, exasperados, frenéticos; el conjunto parecía una gran olla llena de lombrices de pescador. Los más vigorosos se abalanzaban sobre los menos enérgicos, hiriéndolos si hacía falta, saltando por encima de los cráneos desnudos. Una masa pastosa de carne gris y verde que se detenía delante del granito, retrocedía indecisa, como si esperase las órdenes de un líder sin nombre.

—¡Batís! —grité—. ¡Los detonadores, actívelos!

Pero no me oía. El labio inferior le colgaba como estirado por un pendiente. Apretaba el fusil con ambas manos, sin apuntar hacia ningún lugar. Batís, Batís, Batís, lo sacudí por los hombros. Bajó el remington un poco más. Me miraba sin conocerme y susurraba:

—¿Quién es usted?

Aquello me causó una impresión tremenda, sobre todo porque quien hablaba era un hombre muy seguro de las verdades elementales. No podía contar con él. Pero no tenía tiempo para auxiliarle. Agáchese, me limité a decir, cogiéndolo por la nuca. Batís se miraba el pecho y las manos, sin prisas, ajeno a la catástrofe que nos rodeaba. En cierto sentido le envidié.

Los tres detonadores estaban preparados. Primero quería activar las cargas acumuladas cerca del granito. La palanca llegó hasta el fondo. Durante un segundo Batís —incapacitado— y yo nos miramos como un par de idiotas: no funcionaba. Pero de repente una explosión atronadora nos obligó a tirarnos al suelo, tras la barricada, y a protegernos la cabeza con los brazos. Las llamaradas se elevaban como estallidos volcánicos, fragmentos de granito y metralla de todo tipo se incrustaban en los sacos, en las paredes, doblaban la barandilla como si fuese de alambre. La construcción entera se tambaleaba. Tuve la impresión de que escoraba como la torre de Pisa. Cuando abrí los ojos, una capa de polvo y ceniza nos cubría de arriba abajo. Dentro del habitáculo se extendía una nube opaca; partículas de hollín centelleantes volaban a media altura. Por algún lugar se adivinaba la figura de la mascota, aullando y aullando, aterrorizada.

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