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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (23 page)

—¡Batís, no lo haga! ¡Usted no es un asesino!

No me escuchaba. Yo me hallaba a las puertas de la muerte y la cabeza no me respondía. Sólo se me presentaban, absurdamente, las imágenes de un sueño antiguo y banal. Pero cuando Batís ya estaba levantando el hacha, sufrió un fenómeno extraño. Una debilidad interior, y a la vez un destello de lucidez, que iluminaba su expresión igual que un meteorito atravesando la atmósfera. Aún con el arma alzada, me miró con la felicidad desgraciada de aquel científico que un día abrió los ojos al sol hasta que la exposición le quemó las retinas, sólo para saber cuánto tiempo podía la vista humana resistir la luz.

—El amor, el amor... —dijo.

Bajó el hacha con una dulzura triste. Escuchaba violines. Era un hombre que cierra silenciosamente la puerta tras la cual duermen sus hijos.

—El amor, el amor... —repitió, suavemente, con algo en la expresión del rostro que recordaba a una sonrisa.

Y de repente volvía a ser el Batís más salvaje. Pero yo ya no existía para él. Me dio la espalda y abrió la puerta. ¿Qué hacía? ¡Dios mío, abría la puerta! Tirado y apaleado, apenas podía dar crédito a lo que estaba pasando.

Inmediatamente, un citauca pretendió entrar en el faro y recibió el hachazo que me estaba destinado. Caffó cogió un tronco con la otra mano, como una porra, y salió.

—¡Batís! —grité, acercándome al umbral—. ¡Regrese al faro!

Corrió por el granito en línea recta. Después, un prodigioso salto al vacío, con los brazos abiertos. Por un momento creí que volaba. Los citauca lo atacaron por todos lados. Salían de la oscuridad, gritando con una alegría asesina que nunca habíamos conocido. Un par de ellos le saltaron encima, pero Batís, con una hábil voltereta por el barro, logró evitarlos. Enseguida se convirtió en el centro de un corro. Los citauca querían acercársele, él movía el hacha y el tronco como molinillos. Un citauca se le colgó de la espalda y el griterío aumentó. Batís quiso herirlo, pero en su posición le resultaba muy difícil. En esta maniobra perdió un segundo vital y el círculo se estrechó. Horroroso. Con el citauca colgándole de los hombros, ignorando las heridas que éste le causaba, Batís seguía golpeando el vacío, alejando a los demás. No tendrían piedad.

Yo estaba perdiendo el tiempo. Subí las escaleras con una mano en la barandilla y la otra en el hígado, que me dolía terriblemente a causa de los golpes. Tenía uno de los dos fusiles cerca. Salí al balcón con el arma en las manos. Ya no estaban. Ni los citauca ni Caffó. Silencio. Sólo el viento helado de la isla.

—¡Batís! —grité de nuevo, esta vez al vacío—. ¡Batís! ¡Batís!

No estaba y no regresaría.

XVI

Desde que estaba en el faro había experimentado todo el espectro de los tormentos. O eso creía. Los días que siguieron a la muerte de Caffó aportaron un suplicio nuevo. Las contradictorias relaciones que habíamos mantenido añadían desgobierno a mi espíritu. La aflicción que me abrumaba, muy confusa, actuaba como una borrachera de sal. Una especie de tristeza desconcertada, que no sabía qué dirección tomar. A veces lloraba con los largos sollozos de los niños, a veces reía con audacia, y, aún más a menudo, hacía ambas cosas a la vez. Ni yo mismo me entendía.

¿Puede ser añorado alguien de quien nunca podríamos decir nada bueno? Sí, pero sólo en el faro, donde la altura de los náufragos se juzgaba por las fisuras de sus defectos. En el faro, donde incluso la humanidad más lejana nos resultaba próxima. Batís había sido un hombre radicalmente extraño a mí. Pero también había sido el último hombre que vería nunca. Ahora que ya no estaba afloraban sus cualidades de roca impasible y de hermano de armas. Bajo el peso de aquella pena tan turbia, al mismo tiempo excitada y abúlica, me era imposible separar la muerte de la realidad. Cuando reparaba los destrozos y llenaba como podía los huecos de las defensas, cuando hacía todo esto, hablaba con él en voz alta. Como si aún tuviera que soportar su voz bronca, sus maneras abruptas, sus «zum Leuchtturm» al anochecer. A menudo lo buscaba para coordinar una vigilancia o una construcción, y topaba con el aire. Cuando por fin comprendía que no estaba, que no estaría nunca más, algo se rompía dentro de mí.

Ignoro cuántos días o, tal vez, semanas viví sometido a esta especie de parálisis, más mental que física. Supongo que sólo me movía la inercia adquirida. Batís estaba muerto y yo pronto le seguiría. Contra la adversidad, dos hombres juntos son un ejército —lo habíamos demostrado con creces—, uno solitario sirve para muy poco. Mis esperanzas consistían en establecer diálogos con el enemigo. Pero el suicidio de Batís saboteaba la base misma de la estrategia. ¿Por qué iban a querer la paz, ahora que podían matarme sin dificultades? ¿Por qué iban a querer negociar nada, después de que Batís les hubiese tiroteado? Apenas tenía municiones. La guarnición del baluarte se había reducido a la mitad. Un par de asaltos más y el faro sería una ruina. Estaba solo y casi indefenso.

Por eso me dejaba tan perplejo la actitud que adoptaban los citauca. A la muerte de Caffó siguió el silencio. No atacaban la isla. Y yo no podía dar crédito alguno a aquellas olas increíblemente plácidas. Las noches se sucedían sin novedad. Yo en el balcón, apoyando el fusil en la barandilla, y ella muda, gracias a Dios. Cuando llegaba el alba me sentía como una botella vacía.

Durante aquellas jornadas de luto me desentendí de Aneris. Ni siquiera la tocaba, a pesar de que dormíamos juntos en la cama de Batís. A mi crisis de soledad se le sumaba su conducta distante y fría. Abrumaba. Era como si no hubiese sucedido nada. Recoge leña, la transporta; llena cestos, los transporta. Contempla el atardecer. Duerme. Se despierta. Tiene un margen de actuación que nunca supera las operaciones más elementales. En su vida diaria se comporta como los obreros adscritos a las palancas de un torno industrial, con esos movimientos repetitivos que hallamos en tantos cuerpos de manicomio.

Una mañana me despertaron unos ruidos nuevos. Desde la cama me fijé en Aneris. Estaba sentada de rodillas sobre la mesa. Tenía en las manos un zueco de madera de Batís y practicaba un juego tan simple como exasperante: lo levantaba con el brazo extendido y lo dejaba caer. Cloc, sonaba, cuando la gravedad hacía que se estrellase contra la mesa, también de madera. Nunca se acostumbraría a la densidad de nuestro aire, infinitamente más ligero que el de su mundo.

Mientras observaba aquel juego, una nube de pensamientos tomaba forma. Su figura se agrandaba, pero de una forma malévola. El problema no era lo que hacía, sino lo que no hacía. Batís estaba muerto y ella no expresaba ninguna emoción, ni a favor ni en contra. ¿En qué realidad vivía?

No hacía falta ser clarividente para entender que había vivido de espaldas a Batís Caffó, y que viviría de espaldas a mí. Yo creía que la tiranía de Batís actuaba como un dique humano que contenía a Aneris. Pero una vez roto el dique, no manaba nada. Ni siquiera estaba seguro de que las sensaciones que ella había vivido allí, en el faro, fueran parecidas a las mías. Incluso me pregunté si sería posible que aquel conflicto le agradase, que su egolatría disfrutase de ser el premio por el que combatían dos mundos.

Tiré el zueco por el balcón. La cogí por las mejillas con las dos manos. La acariciaba y al mismo tiempo la aprisionaba. Quería que entendiese que me estaba haciendo más daño que todos los citauca juntos. Quería que me mirase, por san Patricio, que me mirase; tal vez así vería a un hombre honesto, sin demasiadas ambiciones. Un hombre que sólo busca un lugar donde vivir en paz, lejos de todo y de todos, de la crueldad y de los crueles. Ni ella ni yo habíamos escogido las condiciones de aquella isla fea, fría y ahora quemada. Y sin embargo sería nuestra patria mientras viviésemos allí, nos gustara o no, y nos correspondía a nosotros hacerla habitable. Pero para conseguirlo necesitaba que viera en mí algo más que dos manos armadas.

No sé en qué momento dejé de gritarle, y de darle palmadas en las mejillas, y empecé a abofetearla. Estaba tan furioso que la frontera entre el insulto y la violencia se convirtió en un papel de fumar. Me replicó. Cuando ella me golpeaba con sus manos membranosas era como si me fustigasen la cara con una toalla mojada. Cuando yo la abofeteaba no era odio, era impotencia. Con el último golpe quedó tendida en el colchón. Allí la tenía, acurrucada como un gato, esperándome con las uñas a punto.

Renuncié. ¿Para qué insistir? ¿Qué podía ganar, golpeándola? Sus vacíos, sus desprecios, todo me indicaba que yo era un accesorio de sus intereses, que nunca sería otra cosa. Por fin comprendía el abismo que nos separaba: yo me había refugiado en ella, ella en el faro. Nunca han existido principios tan cercanos y tan contradictorios. Pero saber esto, ¿hacía que la deseara menos, que la necesitara menos? No. Desgraciadamente, no. Ella actuaba sobre mi amor como el volcán con Pompeya: lo destruía y al mismo tiempo lo mantenía intacto.

También es cierto que aquella escena tumultuosa tuvo la virtud de desbloquear mi cerebro. Por primera vez desde la muerte de Batís me escapaba de mi aislamiento interior. Los pies me llevaron fuera del faro. Un acto tan simple como inspirar el aire frío me revitalizaba extraordinariamente. Sus beneficios se extendieron hasta las mejillas. No necesitaba verlas para notar que adquirían un tono rosado. Tardé un buen rato en darme cuenta de que me observaban.

Estaban en el umbral del bosque, otra vez. Seis, siete, ocho. Tal vez más. Podían aprovechar la ocasión para abalanzarse sobre mí en una carrerilla mortal, pero no lo hacían. Me rendía a su indulgencia. A pesar de que Batís les había disparado en plena tregua, a pesar de nuestra perfidia, concedían una última oportunidad.

La historia del faro no era la de un raciocinio perfecto. Podría creerse que me dirigí hacia ellos feliz de poder llevar a la práctica, por fin, mi ideario negociador. Esto es cierto, sí. Tan cierto como que no fue éste el primer impulso que me movió: los vi, y mi sentimiento fue la esperanza de recuperar al triángulo. Levanté las manos desnudas. Me dirigí hacia el umbral del bosque, sin prisas pero decidido; el único ruido del mundo era el de la nieve que pisaba. Estaba preparado para desplegar todas mis capacidades mímicas.

¿Qué estarían pensando? La curiosidad les enriquecía la mirada. En ellos se percibía algo de aquel interés tan incisivo de sus niños. Tenían los cuerpos alerta pero relajados. Unos me miraban a los ojos, otros las manos. Podía interpretar de mil maneras cada uno de sus parpadeos, y pensé que la curiosidad mutua podía ser un gran antídoto contra la violencia.

Pero aquel faro era el reino del miedo. Pensemos en un insecto con aguijón que se nos mete en la oreja. Así me conquistó la duda, por sorpresa y con dolor. Comencé a hacerme preguntas y las preguntas se hicieron más fuertes que mis interlocutores: ¿y si luchaban por algo más que por la posesión de un islote oceánico? Después de todo, ¿por qué habrían de querer aquella tierra yerma, su vegetación absurda, sus pedruscos angulosos? Quizá, sólo quizá, lo que deseaban era un bien muy superior: lo mismo que yo deseaba.

Me había dado cuenta de que ya no era el centro de las atenciones de los citauca. Giré el cuello. Detrás de mí, en el balcón, aparecía la figura de Aneris. Los citauca la miraban a ella, no a mí. Podía oler la ansiedad de Aneris. Se aferraba a la barandilla con ambas manos, impotente ante lo que estaba sucediendo. Quizá creyese que los vínculos con que me había unido a ella no eran lo bastante sólidos, que la entregaría a los citauca. Se equivocaba, claro.

La mera posibilidad de que me exigiesen a Aneris destruía mi voluntad de seguir adelante. Cuanto más me acercaba a ella, más dificil me resultaba seguir avanzando. Mis pies empezaron a volverse lentos antes incluso de que les diese la orden. La nieve dejó de hacer ruido.

El sol planeaba sobre nosotros, las nubes lo convertían en un pequeño disco dorado. Estaba muy cerca del bosque, de ellos. Una gruesa raíz emergía y se sumergía como el cuerpo de una gran serpiente. Una de mis botas la pisaba. Más allá, algunos citauca pisaban esa misma raíz. Nunca habíamos estado tan cerca. Pero eso fue todo.

Durante un buen rato me quedé allí, plantado. Los citauca esperaban. ¿Qué esperaban? ¿Que les entregara a Aneris? Lo único que podían querer de mí era lo único que no podía darles. Y fuesen cuales fuesen los conflictos entre Aneris y ellos, yo nunca podría resolverlos. Me hubiera gustado decirles que incluso mi vida era negociable. Pero una vida sin Aneris, nunca. Podría vivir sin amor y para siempre, si era necesario, pero no podría vivir sin Aneris. ¿Qué me esperaba una vez la perdiese? Una muerte sin vida, una vida sin muerte. ¿Qué es peor: un verano que hiela o un invierno que quema? Y así hasta el fin de los tiempos.

Ella me había hecho ver lo que ocultaban las luces del faro; ella me había hecho ver que el enemigo podía ser cualquier cosa menos una bestia. Que no puede serlo nunca, en ningún lugar, y tal vez allí, en la isla, menos que en ningún otro sitio. Sin ella nunca habría sabido la verdad, y sólo ella podía enseñármela. Pero mientras recorría este camino hacia la verdad, con Aneris, era inevitable que me apasionase por Aneris, que la amara como sólo pueden amar la vida los náufragos: desesperadamente. Por eso era todo tan triste, porque el faro me descubría que saber la verdad no cambia la vida.

El amor y el odio que sentía por ella latían con una intensidad aberrante. Si en esos momentos hubiera levantado un dedo, los rayos habrían caído sobre nosotros y desde todos los puntos del universo. No levanté ningún dedo, claro; simplemente me volví atrás.

Me fijé en un detalle insignificante: mis pasos sobre la nieve no hacían tanto ruido como unos minutos antes, cuando me dirigía hacia ellos. Era fácil de entender. La nieve ya estaba prensada; mis pies se metían exactamente en los mismos hoyos que había hecho cuando avanzaba.

El resto del día lo pasé poniendo orden en la casa. La discusión con Aneris la había convertido en un almacén de traperos. La arreglé como pude. Ella no estaba. Había desaparecido muy poco después de que yo entrase en el faro. Volvería.

Antes de que anocheciera entró por la trampilla, tímida y miedosa. Si temía una reacción violenta, se equivocaba. La ignoré. Durante un buen rato estuve ocupado con tareas de sierra y martillo. Después me senté a la mesa que acababa de reparar. Fumaba y bebía ginebra como si estuviese solo. Aneris se había cobijado detrás de la estufa de hierro. Le podía ver media silueta; los pies, las rodillas, y las manos que abrazaban las piernas. A veces asomaba media cabeza y me espiaba.

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