La piel fría (25 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

Al día siguiente me llegué hasta la casita. Una niebla muy espesa no me permitió verle hasta que casi estuve en la puerta. Por lo que se podía constatar estaba más o menos vivo. Pelo ensortijado, ojos hinchados. Aún vestía como un oficinista de seguros. La isla nunca había visto vestimenta tan impropia. Si me hubiera quedado algún vestigio de sentido del humor, me habría reído. Camisa blanca y sin botones, americana negra, pantalones negros arrugados y ajados por la batalla. Hasta le colgaba del cuello una corbatita floja. Un cristal de las gafas se había agrietado formando una telaraña, los zapatos sucios de barro. En una noche había pasado de la condición de pequeño—burgués a la de paria sin patria. Con la mano derecha sostenía un revólver que aún humeaba. Aquella pequeña arma, paradójicamente, aún añadía más indefensión a su estampa. Trotó hacia mí entre la niebla:

—¡Señor Caffó, gracias a Dios! Creía que nunca más volvería a ver a un ser humano.

No dije nada, sólo era un fantasma de carne. Mientras le revolvía la cabaña me siguió como un perrito. A algunas personas la exposición al abismo les provoca una locuacidad compulsiva. Él hablaba mucho, yo no le escuchaba. Las dos cajas de municiones estaban debajo de unos grandes sacos de legumbres. Tenían forma de pequeños ataúdes. Con una palanca de hierro hice saltar la tapa de la primera y se creó un silencio, como si abriesen un sepulcro santo. Revolví las balas.

—¡Oh, Señor! Es verdad —dijo él, arrodillándose junto a mí—. Seguro que hay un fusil en otra de las cajas.

El reglamento obliga a los oficiales atmosféricos expatriados a mantener un arsenal mínimo. Ayer por la tarde no me acordé de ello. No podía pensar en nada. Suerte que llevaba este revólver para protegerme de los sodomitas de la nave. ¿Quién podía imaginar que esta isla era la residencia del diablo?

—Uno nunca sabe adónde puede ir a parar. Deberíamos saber cuál es nuestro equipaje —sentencié.

—De acuerdo. Usted ha empleado bien el suyo... —y añadió con una vocecita tímida—: Si no, no estaría vivo.

Tenía razón. Lo cual no impedía que me sintiera vagamente ofendido. Yo no sacaba los ojos ni los dedos de las balas de cobre:

—Ahora se trata de que también usted lo emplee bien. Yo, por mi parte, no tengo ningún inconveniente en cederle media isla. Tiene dos cajas de municiones. Seguro que no le molestará que me quede una.

Parpadeó sin comprender. Se puso de pie. Con un pie cerró la tapa abierta. Por poco me pilla los dedos.

—¿Llevarse la munición al faro? Pero ¿de qué está hablando? ¡Es a mí a quien tiene que llevarse al faro!

Su tono había cambiado. Lo examiné por primera vez. Era uno de esos que mueren con la esperanza en los labios.

—Usted no puede entenderlo —dije—. Aquí todo es turbio.

—¡Eso ya lo he podido comprobar! ¡Unas profundidades turbias y repletas de tiburones con patas!

—En efecto, no me entiende.

Con una mano lo agarré por el cuello y lo arrastré hasta la playa. Yo no era mucho más fuerte que él, pero él vivía en el desconcierto y mis músculos estaban entrenados por la mecánica de la isla. Con las dos manos le volví la cabeza en dirección al mar:

—¡Mire! —bramé—. Esta noche ha tenido que sufrirlos, ¿verdad? Ahora fíjese bien:: todo un océano. ¿Qué ve ahí abajo?

Gimoteó algo y cayó sobre la arena como un muñeco. Se puso a llorar. Podía adivinar lo que había visto. Naturalmente que podía. Si fuese uno de esos hombres capaces de ver otra cosa nunca habría llegado a la isla. Un viento gélido barrió la niebla. El sol estaba más bajo de lo que creía. Dejó de llorar:

—Desde que he llegado a esta isla no entiendo nada. Pero el hecho es que no quiero morir aquí. —Cerró un puño—. No quiero.

—Pues váyase —repliqué—. Ese faro es un espejismo. Allí dentro no encontrará ninguna seguridad. No entre. Váyase, regrese a su casa.

—¿Irme? ¿Cómo quiere que me vaya? —Abrió los brazos—¡Mire a su alrededor! ¿Ve un barco por algún lado? Estamos en el último escalón del planeta.

—No crea en el faro —insistí—. Los hombres que llegan aquí han perdido la fe y se aferran a los espejismos. Pero nadie ha abrazado nunca ningún espejismo. —La voz me cambió—: Si tuviera fe caminaría sobre las aguas y regresaría al lugar de donde ha venido.

—Se ríe de mí, ¿verdad? ¿O es que hablo con un demente? —¿Ha pasado una noche aquí y aún me trata de loco? —Los huesos me dolían—. Estoy cansado.

Me senté en una piedra. Me miró, alucinado. Yo sólo había actuado como ventrílocuo, mis cadenas me impedían creer en lo que acababa de decir. Para mi asombro, sin embargo, sus ojos se convirtieron en dos puntos abruptamente lúcidos. No parpadeaba. Se puso de pie con una energía salvaje. Se sacó los zapatos. Se arremangó los pantalones con gestos secos. Se deshizo de la americana y de las gafitas.

Sí, iba hacia el agua. Sin dudas, sin vacilaciones. Veía la espalda de aquel chico tierno y decidido, y una inspiración se adueñó de mí. Se detuvo en la frontera imprecisa entre el mar y la tierra. Una ola más larga que las demás le lamió los pies; yo mismo sentí un estremecimiento de frío, que algún hilo invisible me transmitió. Dudé. ¿Y si se iba?

El fusil se me caía de las manos. No me lo podía creer. Realmente caminaba sobre las aguas. Daba un paso, y otro, y el mar le sostenía los pies como un puente líquido. Se iba, abolía el faro, los vicios que fundamentaban nuestra guerra. Había entendido que con los espejismos no se discute, se les evita. Destruía todas las pasiones, todas las perversiones, porque renunciaba a ellas desde sus inicios. Aquel chico era los párpados del mundo: unos pasos más y despertaríamos todos de la pesadilla.

Se volvió hacia mí, indignado:

—¿Qué diablos estoy haciendo? —gritó con los brazos muy abiertos—. ¿Cree que soy el buen Jesús?

Y rehízo el camino. Una vez en tierra firme su espíritu era ya el de un combatiente. Quería luchar hasta el momento final. Hablaba de los «tiburombres», de envenenar las aguas con arsénico, de llenar el litoral con redes cuajadas de conchas de mejillón rotas, que servirían como cuchillos, de mil estrategias mortíferas. Me acerqué al agua. Dos dedos por debajo de la superficie se podían ver unos arrecifes planos, sobre los cuales había dado aquellos pasos.

Me senté en la playa, abrazando el fusil como si fuera un recién nacido. Me dejé caer hacia atrás. Mi espalda encontró un colchón de arena. Definitivamente el mundo era un lugar previsible y sin novedades. Me hice una de esas preguntas que contestamos antes de enunciarlas: ¿dónde estaría mi triángulo, dónde?

El sol declinaba.

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