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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (96 page)

—La leeré y te daré mi opinión. ¿De verdad dice que soy la mujer más bella del mundo?

—Sí. Compruébalo tú misma. —El Senador le ofreció el libro.

—Entonces eres un hombre afortunado: estás casado con la mujer más hermosa.

—Lo sé.

—¿Y qué te parece?

—Que sí soy el más afortunado del mundo, tanto, que creo estar viviendo un sueño del que temo despertar.

—Eres un buen hombre.

—Me gustaría que te enamoraras de mí.

—Tal vez algún día…

—¿Estabas enamorada de tu primer esposo?

—Era fuerte, generoso, vital, noble…

—¿Lo amabas?

—Era mi esposo; él me eligió. En Oriente las mujeres no decidimos con quién nos casamos; son nuestros padres quienes pactan los matrimonios.

—Eso quiere decir que no lo amabas…

—Fue el padre de mis tres hijos, los tres muertos… —El rostro de Zenobia se entristeció.

—¿No hubo más hombres en tu vida?

—Sí. Hubo uno. Se llamaba Giorgios, un griego que había servido como comandante en las legiones en la frontera del Danubio.

—A él sí lo amaste. Lo he notado en el brillo de tus ojos y en el tono de tu voz.

—Quizá…

—En este libro, Cornelio Capitolino asegura que Giorgios murió peleando sobre los muros de Palmira.

—Así me lo contaron, pero yo no lo vi morir. Cuando las legiones de Aureliano asaltaron Palmira estaba huyendo hacia Persia. Unos jinetes romanos me alcanzaron en la fortaleza de Dura Europos, al lado del río Eufrates.

—¿YAureliano? ¿Cómo es que no tuviste relaciones con él?

—Ya te dije en una ocasión que, pese a los rumores que corrieron, nunca me tocó. Podría haberme hecho suya si así lo hubiera querido, pues me encontraba presa y a su merced, pero ni siquiera lo intentó. A ese hombre le interesa mucho más el poder que el sexo.

—En este libro se dice algo semejante de ti.

—Y tiene razón. Nunca me he sentido atraída por los hombres.

—En ese caso, ¿cuando hacemos el amor, te sientes… violada por mí? Si es así, te juro que no te volveré a tocar nunca más.

—Me agrada estar contigo. Me siento segura a tu lado… y amada.

—Para mí es suficiente.

El Senado celebraba una sesión en el templo del Sol. Por primera vez acudía a ella el hijo de Tétrico, que acababa de ser elevado al rango senatorial. Con ello, el emperador quería dejar claro que quien lo apoyara recibiría honores y sería compensado de manera espléndida. El nuevo senador había hecho una buena labor como gobernador de la región de Lucania, donde había logrado incrementar la cría de cerdos, lo que había supuesto grandes beneficios y una provisión abundante de carne para los romanos.

Los senadores estaban contentos, pues aunque Aureliano seguía proclamando en sus discursos que eran necesarios nuevos sacrificios y demandaba que pagaran más tributos los que más rentas poseían, prometió que se iba a producir una amnistía fiscal para el próximo año. Lo que no dijo es que estaba maquinando una expedición contra Persia para obtener un gran botín y nuevos recursos para el erario público.

Algunos senadores recelaron de las promesas de Aureliano, pues las había anunciado en el transcurso de la fiesta de la Hilaria, un carnaval durante el cual los ciudadanos tenían plena libertad para vestirse como les apeteciera, disfrazándose de cualquier personaje y ocultando su identidad tras aparatosas máscaras.

Intervenía un senador que estaba criticando la propuesta remitida por el emperador para construir templos dedicados al Sol en todas las capitales de las provincias del Imperio, comenzando por Tarraco, Mérida y Corduba, las capitales de las tres provincias en las que se dividía Hispania; alegaba que el coste de la construcción de aquellos edificios sería insoportable para el tesoro público.

Uno de los secretarios al servicio del Senado se acercó hasta el banco donde se sentaba el Senador y le bisbisó al oído.

—Tu mujer te reclama. Parece que tu hijo ya está en camino. Uno de tus esclavos ha venido hasta aquí con la noticia.

El senador se levantó de su asiento y salió presto.

En el exterior del templo aguardaba el esclavo; con él estaban los otros cuatro que solían llevar al Senador en un palanquín cuando se dirigía de su casa al Senado.

—Iré andando; llegaré antes —les dijo. La casa del Senador estaba muy cerca del templo del Sol, en la misma ladera de la colina del Quirinal, sobre cuya cima se alzaba el santuario.

Casi a la carrera, llegó a su casa sudoroso. Zenobia estaba recostada en un
biclinium
, una especie de amplio sofá apto para que se ubicaran dos comensales, en una de las estancias del ala norte del peristilo.

—He venido en cuanto me he enterado.

—Te lo agradezco, esposo.

—¿Ya llega el niño? —le preguntó nervioso.

—Creo que sí. He mandado llamar al médico que me aconsejaste.

—Es el mejor de Roma. Espero que no tarde demasiado; vive en el barrio de Argiletum, en la colina del Aventino.

—La comadrona ya se encuentra aquí; está en la cocina preparando paños y agua caliente con mis dos esclavas. Asegura que vamos a tener una niña.

—No me importa siempre que las dos estéis bien.

Poco después apareció el médico. Era romano, y había estudiado en Neapolis, en la escuela de un prestigioso médico griego.

Examinó a Zenobia y la encontró tranquila y en buen estado.

—¿Cuántos hijos has tenido, señora? —le preguntó.

—Este será el cuarto. Los tres anteriores fueron varones.

—¿Todos nacieron bien?

—Sí, pero dos de ellos murieron a temprana edad.

—Entonces, ya sabes de qué trata todo esto.

El médico y la comadrona hicieron bien su trabajo y mediada la tarde Zenobia dio a luz a una niña. Estaba sana y parecía fuerte y robusta.

—Tiene tu cabello —comentó el Senador.

—¿Cómo deseas llamarla? —le preguntó Zenobia a su marido, que acariciaba el rostro cansado pero hermoso de su esposa.

—¿Cómo la llamarías tú?

—En Oriente los nombres son diferentes a los que usáis aquí en Roma. Un nombre oriental no parece apropiado para una romana. Dale tú el nombre.

—Cornelia Odenata —dijo él—. Cornelia es el nombre más frecuente en las mujeres de mi familia, y tu primer esposo se llamaba Odenato. Vuestros tres hijos murieron y con ellos se acabó el linaje de Odenato, el que fuera augusto de Oriente. Creo que esta niña debería recordar el nombre del hombre que salvó a Roma de los persas. Si no hubiera sido por él, tú no estarías aquí y yo jamás te hubiera conocido.

—Además de un hombre bueno, eres generoso.

CAPÍTULO LV

Roma, fines de primavera de 275;

1028 de la fundación de Roma

La nueva moneda en la que se materializaban las reformas económicas y monetarias del emperador recibió el nombre de aureliano. Fue bien aceptado por los comerciantes y acabó imponiéndose enseguida en todo el Imperio.

Su valor real era menor del que se le adjudicaba por la cantidad de plata que contenía, pero todo el mundo acordó que se utilizaría sin reservas en las transacciones mercantiles.

Los senadores estaban intranquilos. Aureliano seguía repartiendo a la plebe de Roma grandes cantidades de pan, aceite y carne de cerdo, y los fondos del tesoro comenzaban a resentirse.

El hijo de Tétrico se acercó al esposo de Zenobia durante el descanso de una sesión del Senado.

—Algunos colegas ponen reticencias a la acuñación de aurelianos. Tú tienes más experiencia; creo que deberías hablar con ellos, tal vez te escuchen y se calmen.

—¿Qué alegan? —demandó el Senador.

—Aseguran que la reforma va a provocar la ruina de las provincias de Italia y de Grecia debido al valor de cambio entre el oro y la plata, e incluso de la Galia y de la propia Hispania. Si el valor oficial del oro sigue decayendo en favor de la plata, la explotación de las minas del norte de Hispania ya no será rentable y se clausurarán. Sabemos que con las nuevas reformas los precios están subiendo de manera exagerada; algunos productos comienzan a escasear en los mercadosde las ciudades de Occidente. El descontento se extiende y ya se han producido tumultos en Tarraco, en Lugudunum y en otros lugares de la Galia y de Hispania ante la carestía de los alimentos.

—En ese caso creo que debemos incrementar la entrega de víveres a la plebe; y no sólo a la de Roma. Comenzaremos con el reparto gratuito de pan y aceite en Alejandría y en Cartago. Para disponer de mayores reservas anularemos el pago en especie que se está haciendo a los soldados en algunas legiones, así habrá más productos en los mercados y es probable que bajen los precios.

—La confusión es enorme debido a la diversidad de monedas; hay gente que no se fía de algunas de ellas y los comerciantes no admiten las más dudosas; eso retrae el comercio —argumentó el hijo de Tétrico.

—En ese caso ordenaremos que se recojan todas las monedas que se consideren adulteradas y las sustituiremos por los nuevos aurelianos de plata. Así se aclararán las cosas y el comercio se sentirá más seguro. Tenemos que dejar claro que el emperador está empeñado en luchar contra la corrupción. Para ello, la confianza en el valor de las nuevas monedas de plata ha de ser absoluta.

—¿Funcionará?

—Eso espero porque, si no ocurre así, en el Imperio pueden estallar revueltas de imprevisible final. Hablaré con los senadores críticos a nuestra política e intentaré convencerlos.

Julio Placidiano, el prefecto del pretorio, apareció entonces. Los dos senadores seguían hablando de las reformas monetarias cuando el prefecto se acercó a ellos.

—El emperador necesita el apoyo unánime del Senado; es imprescindible lograrlo —les dijo.

—Estamos en ello, pero algunos colegas todavía se muestran reticentes a admitir las nuevas monedas —apuntó el Senador.

—Este verano saldrá en campaña contra Persia y para entonces las reformas deben estar en marcha y han de ser defendidas por todos los senadores.

—¡Vaya!, entonces los rumores eran ciertos —dijo el esposo de Zenobia.

—La decisión está tomada. El augusto Aureliano marchará a Oriente al frente de cinco legiones. Persia es nuestro objetivo; si conquistamos Ctesifonte y nos hacemos con el tesoro de los persas, los romanos nadarán en la abundancia durante décadas.

—¡Cinco legiones! Eso supone que quedarán desguarnecidas las fronteras del norte —alegó el Senador.

—El
limes
del Rin y el del Danubio se encuentran en paz. Hace cuatro años que no se ha producido un solo ataque de los germanos; la última vez que se enfrentaron a Aureliano recibieron un buen escarmiento; parece que no lo han olvidado. Además, el emperador piensa emplear a guerreros bárbaros en esta campaña, como ya hiciera con los sármatas, los vándalos, los númidas y los eslavos en la conquista de Palmira. Mientras esos salvajes guerreen a nuestro lado, no nos incordiarán desde sus intrincados bosques.

—¿Cómo va a pagar esa campaña? —preguntó el hijo de Tétrico.

—Todavía guardamos en el tesoro del templo de Saturno bastante dinero del conseguido en Palmira y en Emesa. Y, además, en Persia ganaremos un botín aún mayor que el obtenido en esas ciudades.

—Si ganamos esta guerra…

—No lo dudes, Senador, la ganaremos.

—Por lo que sé, Persia dispone de decenas de miles de soldados…

—Tu esposa puede confirmarte que los palmirenos derrotaron por tres veces a los persas con apenas dos legiones.

—Lo sé, pero los persas derrotaron al emperador Valeriano, que mandaba siete.

—Entonces gobernaba el Imperio sasánida Sapor, un monarca valiente y arriesgado. Su hijo Bahram no tiene ni el valor ni el arrojo de svi padre; de hecho se arrugó cuando Palmira demandó su ayuda ante nuestro ataque. Y Valeriano no era tan buen general como lo es el augusto Aureliano —aseguró Julio Placidiano.

—Espero que así sea.

—El emperador saldrá en campaña contra Persia este próximo verano —le dijo el Senador a Zenobia.

Acababa de llegar en medio de un aguacero y se estaba secando el pelo con un paño.

—No debería hacerlo.

—¿Por qué dices eso?

—Persia puede ser derrotada por Aureliano, pero no podrá conquistarla y mucho menos retenerla. Lo sé muy bien. En tres ocasiones, los palmirenos derrotamos a las tropas de Sapor y nos presentamos ante las puertas de Ctesifonte para tener que dar media vuelta y regresar. El Imperio persa es enorme y está habitado por millones de personas en centenares de ciudades.

—El Imperio romano es aún más grande, y Aureliano ha sabido gobernarlo y reunificarlo. Y los augurios son propicios. Ha ordenado consultar los
Libros Linteos…

—¿Linteos
…? —Zenobia no comprendió esa palabra latina.

—Se llaman así porque están escritos sobre hojas de tela. Se trata de unos textos muy antiguos que recogen unas viejas profecías sobre la historia de Roma. Existen dos copias; una se guarda en el templo de Juno Moneta y la otra en la biblioteca Ulpia, la más importante de Roma, que ocupa una parte del edificio semicircular del Foro de Trajano.

—¿Y dices que el futuro está escrito en esos libros?

—El futuro está escrito en los
Libros sibilinos
, pero hay que saber interpretarlos; en los
Linteos está
, escrito lo que sucederá en la historia.

—No entiendo la diferencia.

—Las profecías contenidas en los
Libros sibilinos
son vagas; se trata de alusiones indefinidas que los augures deben interpretar. Los
Linteos
son textos concretos escritos como unos anales, en los que se lee lo que va a pasar de un modo preciso cada año.

—¿Con nombres y lugares?

—No, pero sí con fechas. Y según dicen los que los han consultado, en ellos se asegura que un emperador romano conquistará Mesopotamia mil treinta años después de la fundación de Roma.

—En Palmira solemos consultar a los astrólogos que predicen el futuro; allí creemos que el destino de cada persona está escrito en las estrellas. Lo aprendimos de los persas, cuyos magos son expertos en lo que nos deparan los astros. Aunque te aseguro que, en muchas ocasiones, esas predicciones fallan. Una de ellas aseguraba que yo entraría triunfante en Roma sobre un carro de plata. La creí y ordené que me construyeran uno en Palmira. Y ya ves, sí entré en esta ciudad pero derrotada y humillada, cargada de cadenas. Eso sí, mi carro fue requisado por Aureliano y ahora es de su propiedad.

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