El abogado defensor, altivo como un pavo real, regresó a su asiento, dirigió una mirada de autocomplacencia al público y se alisó la toga para que no se arrugara.
El presidente del tribunal dio la palabra al Senador.
—No soy experto en derecho, como es manifiesto, pero sé cuáles son las leyes por las que nos gobernamos los romanos. Las conozco bien porque tengo que debatir sobre ellas en las sesiones del Senado y es mi obligación estar al tanto de cuantas rigen nuestro Estado. El abogado defensor ha intentado confundirnos caminando en el límite de lo que le permite la ley, pero no lo ha logrado, al menos no conmigo.
»Nos ha tocado vivir una época convulsa que ha afectado a nuestras más sólidas creencias. Hace un siglo, cuando Roma fue gobernada por los grandes emperadores que todos recordamos, este mundo gozó de un armónico equilibrio, y la humanidad nunca fue tan agraciada ni tan dichosa. Pero nos relajamos, descuidamos nuestro trabajo, olvidamos nuestros deberes, caímos en el desánimo y el caos se instauró en nuestras vidas. Algunos buscaron liberar las tormentas que acuciaban sus espíritus en las nuevas religiones que surgieron en Oriente; unos lo hicieron adentrándose en el oscuro mundo de las religiones mistéricas, y otros buscando remedio a su zozobra depositando su fe en la creencia en un único dios.
»Pero somos romanos. Somos ciudadanos del Imperio que ha impulsado la civilización y el derecho. Dice una de nuestras más viejas historias que en este mismo lugar, antaño un lodazal maloliente, había abierta una sima tan profunda que no existía manera de cegarla. Los primeros romanos que habitaron estas siete colinas estaban convencidos de que sólo se cerraría cuando se arrojara al pozo aquello que más valoraba el pueblo romano. Y nuestros antecesores, siempre tan prácticos, arrojaron comida, dinero, joyas… Pero la sima no se cerraba, seguía abierta, amenazando con tragarse a la ciudad y arrastrarla hasta el mismísimo centro del Averno. Hasta que apareció un hombre, un romano llamado Curcio, que entendió que lo mejor de Roma no eran sus riquezas, sino sus hombres. Curcio así lo entendió, se arrojó a la sima en un sacrificio de inmolación por su ciudad y ésta se cerró para siempre.
»De vez en cuando, y para nuestra desgracia cada vez menos, Roma da al mundo algunos nuevos Curdos, hombres valientes, intrépidos, decididos a dar su vida por Roma, a sacrificarse por todos nosotros, a morir en defensa de lo que somos si es necesario. Hombres sin miedo a la muerte, a su propia muerte, porque saben que Roma es lo más importante, lo más sagrado, lo más trascendente. Porque saben que si Roma es inmortal, se debe a que hay romanos dispuestos a dar su vida para que así sea.
»Aureliano era uno de esos hombres sacrificados y leales al espíritu que ha hecho grande a Roma, y estos canallas —el Senador señaló a los acusados con su dedo índice— lo han asesinado de la manera más cobarde y vil, traicionando la confianza que había depositado en ellos.
»El abogado defensor ha perorado sobre banalidades inconcretas y ha intentado convencernos de que estos criminales han causado un beneficio a nuestra patria, pero se ha olvidado de explicarnos las verdaderas razones del magnicidio. Nos ha hablado de una lista de condenados, intentando conmovernos preguntándonos si no estaríamos nosotros incluidos en esa presunta lista. Bien, ¿dónde está esa lista de candidatos al patíbulo dictada por el emperador la noche de su asesinato? ¿Dónde está esa prueba? Sencillamente, no existe porque la lista que dictó el emperador era muy distinta a la que nos ha presentado el abogado.
»Quiero contaros la verdad. Yo fui a Atenas, comisionado por el Senado, a recoger las cenizas del emperador, a acordar con el ejército una sucesión pacífica al frente del Imperio y a traer a Roma ;i los asesinos. En el viaje de regreso tuve la oportunidad de hablar en varias ocasiones con cada uno de ellos, y creedme cuando os digo: Eos Mnesteo, Murcapor y los demás acusados no son unos filántropos ni unos servidores de los dioses; son, simplemente, unos asesinos.
»Eos no es ese fiel secretario que nos ha presentado el abogado defensor, y aquella lista, si es que existió, no era un catálogo de futuros ejecutados sino una relación de corruptos inmersos en malversación de fondos públicos. —Por primera vez los asistentes emitieron un rumor de murmullos—. Eos había cometido bastantes irregularidades en su trabajo y al escuchar los nombres de los corruptos, que conocía bien pues eran colegas suyos, comprendió que él también iba a ser investigado.
»Entonces puso en marcha su malvado plan con el único fin de librarse de un castigo que merecía por sus corruptelas. Prometiéndoles dinero, ascensos y honores, convenció a Murcapor y a otros oficiales estúpidos para que secundaran sus planes, les ofreció incluso el mismísimo trono del Imperio, y así los arrastró a una locura infernal.
»Aureliano era un hombre de fuerte carácter, tal vez cruel en algunas ocasiones, pero sólo con quien no cumplía la ley y no guardaba lealtad a Roma. Quienes lo conocisteis sabéis bien que fue austero e íntegro, que jamás se aprovechó del erario público para enriquecerse y que distribuyó con generosidad vestidos, pan, aceite, vino y carne al pueblo de Roma. Y, además, quiso arreglar nuestra caótica hacienda, agusanada por la acción de corruptos como Eos y sus compinches, siempre prestos a llevarse las mejores tajadas a costa del empobrecimiento del tesoro común.
»Y aquí tengo las pruebas de lo que afirmo.
El Senador desplegó sobre una mesa varias hojas de papiro con los detalles de las cantidades robadas por los asesinos de Aureliano y otros colaboradores en la trama de corrupción que éstos habían desarrollado.
Se produjo un intenso debate sobre las pruebas presentadas por el Senador, pero eran demasiado contundentes y, además, fueron ratificadas por numerosos testigos.
El abogado defensor insistió una y otra vez en sus alegaciones, pero sus postulados se vinieron abajo cuando el Senador mostró la lista que Aureliano había dictado la noche de su asesinato. El papiro estaba quemado en una de sus esquinas, pero podían leerse con facilidad dos tercios de la misma. El tribuno que la rescató del pebetero declaró que aquélla era la verdadera lista y que Eos había intentado quemarla para borrar las pruebas de su traición.
Zenobia siguió con atención las intervenciones de su esposo y se sintió orgullosa de él. Seguía sin amarlo, pero se sintió confortada y segura, y ya no le importó demasiado la perspectiva de acabar sus días al lado de aquel hombre.
El tribunal condenó a muerte a todos los acusados. La ejecución se celebró en el Coliseo; los reos, atados a sendos postes, fueron expuestos a las fieras que los devoraron vivos.
El abogado Cayo Fulvio no mejoró su imagen de arribista sin escrúpulos, pero su bolsa se incrementó con varios miles de denarios que pagaron las familias de los asesinos por hacerse cargo de su defensa.
Tras el acuerdo con el ejército, los senadores estaban eufóricos; en una sesión extraordinaria proclamaron solemnemente la lista de los emperadores más notables de la historia de Roma.
Desde la tribuna rostral, el
princeps
del Senado anunció al pueblo romano los nombres de los augustos que habían merecido el reconocimiento unánime de los padres de la patria: Octavio Augusto, Vespasiano, Tito, Nerva, Trajano, Adriano, Antonio Pío, Marco Aurelio, Septimio Severo, Alejandro Severo, Claudio II y Aureliano.
—Claudio II ni siquiera gobernó dos años; ¿crees que merece estar en esa lista? —le preguntó Zenobia a su esposo.
—No ha habido más remedio; ha sido una exigencia del general Probo.
—¿Ya habéis recibido la invitación del ejército para nombrar al nuevo emperador? —preguntó Zenobia.
—Sí; ayer nos entrevistamos con una delegación militar que traía una misiva firmada por los generales de las legiones de Oriente en ese sentido. Nos invitan a actuar como árbitros y a designar al hombre que consideremos más capaz para dirigir el Imperio.
—¿Y qué habéis hecho?
—Obrar con diplomacia. Se les ha agradecido el gesto, pero se les ha devuelto la propuesta alegando que siempre ha sido el ejército quien ha tenido la última palabra en la elección del nuevo emperador, y que el Senado, en esta ocasión, sugiere, «por pudor y modestia», que sea el ejército quien lo haga de nuevo.
—Pero ¿no me habías dicho que estaba todo pactado?
—Y lo está. Lo que ahora estamos representando es el juego de la política. Con ello estamos ganando tiempo para decidir a quién proponemos.
—¿Es que aún no os habéis puesto de acuerdo? —preguntó Zenobia.
—Todavía no. La mayoría de mis colegas quiere que el futuro emperador sea un destacado miembro del Senado, a fin de asentar nuestra autoridad y nuestro prestigio, pero un grupo de notables ha sugerido que sea el general Probo quien se proclame emperador ya, aunque, como te comenté, no es éste su momento.
Pasaron algunas semanas durante las cuales los elogios mutuos que se cruzaron el ejército y el Senado fueron asombrosos. Nunca se había visto nada igual en Roma: Senado y ejército invitándose uno al otro a que propusiera el nombre del emperador, y ambos lo hacían con una modestia y una delicadeza más propia de unos juegos líricos que de una pugna por el poder.
Entre tanto, se celebraron en Roma los funerales por Aureliano. El Senado publicó un edicto en el que se lo consideraba casi al mismo nivel de prestigio y de trascendencia para la historia de Roma que Rómulo, el rey fundador de la ciudad, y denominaba la época en que fue emperador de «gloriosa».
Los aquilíferos de una docena de legiones portaron sus insignias en el desfile que recorrió la Vía Sacra del Foro, escoltando la urna que contenía las cenizas de Aureliano, que se había custodiado durante varios días en el templo de Saturno, y atravesaron los foros de Nerva, Augusto y Trajano, hasta que enfilaron una ancha calle hacia el Quirinal. El templo del Sol fue el lugar destinado a guardarlas.
La urna se expuso durante siete días en el atrio del templo, custodiada por una centuria de pretorianos. Una docena de plañideras contratadas por el Senado no dejaron de llorar, gemir y arrastrarse por el suelo con el cabello y los vestidos cubiertos de cenizas durante los siete días que duraron los funerales, mientras unos actores ejecutaban mimos y danzas fúnebres.
Acabado el sepelio y colocada la urna de cenizas bajo el altar del dios Sol, el Senado accedió a proponer un emperador a la tercera vez que se recibía la petición del ejército y se anunció que el vigésimo quinto día del último mes del año, el octavo de las calendas de enero, coincidiendo con la fiesta del Sol que estableciera Aureliano en el solsticio de invierno, el día en el que el sol comenzaba a remontar en el horizonte, los senadores designarían al nuevo augusto en una sesión solemne.
Roma, 24 de diciembre de 275;
1028 de la fundación de Roma
Atardecía sobre Roma. Los esclavos se afanaban en tener todo listo para la cena. Aquella tarde los dueños de la casa recibían a un ilustre invitado. Por segundo día consecutivo celebraban un banquete especial, pues el día anterior Zenobia había cumplido treinta años.
El general Probo llegó a la cita con puntualidad marcial. El Senador y Zenobia lo recibieron en el atrio y le ofrecieron una copa de vino griego, dulce y afrutado, en señal de bienvenida.
—Os agradezco la invitación —les dijo a ambos.
—Es un honor tenerte en nuestra casa, general.
—Sé bienvenido —se limitó a decir Zenobia.
La reina no había vuelto a ver a aquel soldado desde la caída de Palmira. Lo recordaba siempre al lado de Aureliano, como una sombra del emperador. Era tan alto como él y de similar corpulencia. También era ilirio, pero parecía mucho más severo, si cabe, en su comportamiento. Se notaba que le gustaba la disciplina y el orden, y que exigía una obediencia ciega a sus subordinados.
Pasaron al
triclinium
y se acomodaron para la cena.
—Dicen que estuviste muy brillante en tu intervención en el juicio de los asesinos de Aureliano —comentó Probo, que rechazó la copa de vino tinto que le ofrecía un esclavo.
—Era fácil ganarlo. Todas las pruebas estaban en contra de los acusados y el abogado defensor se excedió en las alegaciones. Y me extraña, porque es un buen orador y sabe utilizar bien los argumentos que interesan para la defensa.
—Estaba comprado —reveló el general—. Le ofrecimos dinero a cambio de que se prestara a representar esa mascarada. No estábamos dispuestos a consentir que este caso se escapara de nuestro control.
—Entonces, ¿todo el juicio fue una farsa?
—Esos hombres eran cadáveres andantes en cuanto los apresamos. Pero no te preocupes, Senador, hiciste muy bien tu trabajo.
—Yo no sabía que el juicio estaba amañado.
—¿Y qué importa eso ahora? Los asesinos están muertos, el pueblo se muestra contento, los senadores se sienten importantes y el ejército sabe que está dirigido por generales cargados de autoridad y de eficacia; eso es lo que cuenta, amigo.
El ilirio era un hombre práctico. Se había forjado como soldado luchando al lado de Aureliano, del que había aprendido que la disciplina era el principal valor en el ejército.
—Este vino tinto es de Campania; dicen que el mejor de Italia —terció Zenobia a la vista de que Probo había rechazado la copa.
—Apenas suelo beber, señora. Con el vino griego que me has ofrecido a mi llegada ya he cumplido como invitado. Es algo en lo que no imito a mi maestro: Aureliano bebía demasiado vino tinto. Por cierto, estás igual de hermosa que la última vez que te vi. ¿Lo recuerdas?
—¿Cómo olvidarlo? Habíais conquistado mi ciudad y me teníais presa.
—Eres un hombre afortunado, Senador; el mundo entero suspiró por poseer a esta mujer, y ahora es tu esposa.
—Sí, general, soy afortunado.
—Y tú también lo eres, señora. Podrías haber sido ejecutada, pero Aureliano se empeñó en salvarte la vida. Ahora eres una respetable matrona, esposa de un senador y madre, a lo que veo, en breve. —Probo se fijó en el vientre abultado de Zenobia, que mostraba con claridad su avanzado estado de gestación—. La reina rebelde que conmocionó los cimientos del mundo romano traerá al mundo a nuevos hijos de Roma. ¿No te parece extraordinario?
Probo comenzaba a mostrarse grosero y el Senador se dio cuenta de que su esposa se sentía algo molesta, de modo que decidió introducir el tema que había motivado aquella cena.