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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (99 page)

—Tengo que prepararme para el viaje. El Senado ha nombrado una delegación de seis de sus miembros y me ha elegido como portavoz ante los generales del ejército. No tenemos tiempo que perder.

—¡Estás loco! —exclamó alarmada Zenobia.

—Un senador me ha bisbisado esas mismas palabras al oído esta mañana.

—Lo más probable es que los soldados os ejecuten a todos los senadores de esa delegación y luego proclamen emperador al general más fuerte, al que cuente con más apoyos entre las legiones o al que soborne con más plata y oro a los oficiales. En Roma siempre se han hecho las cosas así.

—En otro tiempo sí, pero yo confío en Probo, el lugarteniente de Aureliano. Ahora es el hombre fuerte del ejército y supongo que querrá convertirse en el nuevo emperador. Si el Senado lo propone y el ejército lo apoya, todos contentos, y nos habremos evitado muchos problemas.

—Iré contigo.

—No. Si lo hicieras, es probable que algunos entendieran que estoy tramando tu regreso a Palmira y apoyándote para que te alces de nuevo contra Roma aprovechando la vacante en el trono imperial. Soy tu esposo y, aunque nuestro matrimonio fue decidido por Aureliano, he llegado a quererte como jamás quise a ninguna otra persona; pero también soy senador de Roma y no puedo siquiera dejar entrever que estuviera implicado en un complot contra el Imperio.

—De acuerdo. Esperaré tu regreso. Ten mucho cuidado y recuerda que no debes fiarte de nadie.

Zenobia se acercó hacia su esposo y lo besó en la mejilla. No le dijo que volvía a sentir los síntomas de otro embarazo.

La delegación del Senado regresó a Roma a finales de otoño. El Senador se había entrevistado con el general Probo en Atenas y ambos habían acordado el camino a seguir para la proclamación «lei nuevo emperador.

Zenobia esperaba a su esposo tras casi dos meses de ausencia en el atrio de la casa. Un mensajero llegado de Ostia le había avisado de que no tardaría mucho en presentarse.

El Senador estaba cansado pero svi aspecto era saludable. Zenobia aguardaba junto a los dos hijos de su esposo y algunos esclavos, y sostenía en brazos a la pequeña Cornelia, de cuyo cuello colgaba una cadenita de plata con una capsulita que contenía un pedacito de pergamino en el que había escritas unas palabras mágicas, un amuleto protector que solían llevar algunos romanos durante su infancia. El
pater familias
besó a sus hijos y abrazó a su esposa con contenida moderación; entre los patricios y los potentados romanos seguía siendo de mal gusto mostrar excesivas muestras de cariño hacia la propia esposa en público, aun en el propio domicilio.

—Te he echado de menos mucho más de lo que podía imaginar —le dijo el Senador a Zenobia cuando se quedaron a solas.

—Estoy embarazada de nuevo.

—Por todos los dioses, ¿cuándo ha sido?

—Por las cuentas que llevo, fue a finales de agosto, en Tívoli, tal vez aquella noche de luna llena…

—Cuando te vi en el atrio pensé que habías engordado un poco, pero…

El Senador acarició el vientre de Zenobia y lo sintió ligeramente abultado.

—Pronto crecerá.

—Esta vez será un varón; haré ofrendas a los dioses para que sea un varón.

—¿Has logrado tu propósito? —Zenobia le preguntó por su misión en Atenas ante Probo.

—Sí. El ejército ha enviado una carta al Senado en la que le solicita que designe al nuevo emperador.

—¿Cómo lo has logrado?

—Le he prometido a Probo que el Senado lo apoyará para convertirse en nuevo emperador si enviaba esa petición.

—En ese caso, Probo será el sucesor de Aureliano.

—No; hemos acordado que antes ejercerá el cargo un senador de avanzada edad. Algunos generales han puesto pegas al nombramiento de Probo y se ha decidido que ejerza el imperio un hombre de transición. Yo insistí en que ese hombre fuera un senador para dar la sensación de que el Senado es la institución más prestigiosa del Estado.

—¿Tú? ¿Te has propuesto tú como emperador? Te matarán, como a los demás, como a Aureliano.

—No soy tan mayor ni tan soberbio ni tan insensato. El senador que propongamos como nuevo emperador debe ser de avanzada edad y no deberá permanecer al frente del Imperio más de dos años; tras ese período, Probo asumirá el poder.

—¿Y si para entonces no ha muerto el que designéis ahora?

—Dentro de un año, el que sea designado nombrará a Probo como hijo adoptivo y abdicará a continuación dejando el poder imperial en sus manos.

—Probo no es romano, es un ilirio.

—Aureliano también había nacido de Iliria y no resultó un mal emperador.

—¿Y qué ha sido de los asesinos? —demandó Zenobia.

—Los hemos traído a Roma. Ahora están encarcelados en la prisión Tulliani, en el Foro. Serán juzgados la semana próxima ante un tribunal e imagino que ejecutados. El Senado me ha encargado que sea yo quien dirija la acusación. He intentado renunciar alegando que no soy experto en derecho, pero no me ha quedado más remedio que aceptar.

—¿Dispondrán de un abogado defensor?

—El derecho de Roma así lo dispone; aunque dudo que haya algún abogado serio, prestigioso y cabal en esta ciudad o en todo el Imperio dispuesto a defenderlos. Pero siempre aparecerá uno de esos picapleitos que aprovecha estas circunstancias para hacerse famosos y ganar dinero, aunque sepa de antemano que tiene el caso perdido. Además, hay un senador empeñado en demostrar que los asesinos del emperador son cristianos y que fue la defensa de su fe la que movió al secretario de Aureliano, al ejecutor y a los conspiradores a acabar con su vida.

—¿En verdad son cristianos los asesinos?

—No. He hablado con algunos de sus cabecillas varias veces durante la travesía desde Atenas a Ostia y te aseguro que no han sido ellos. Eos Mnesteo, el secretario de Aureliano, ha sido el instigador de la conjura. Es un tipo mezquino y cobarde, de origen griego, y fue esclavo de Aureliano hasta que le concedió la libertad por sus servicios. Ya como liberto, el emperador lo mantuvo a su lado como secretario principal de la cancillería imperial. Era él quien tomaba nota de todos los edictos imperiales de boca del propio augusto; he intentado averiguar de sus propios labios la causa que lo arrastró a tramar esta conjura, y se ha limitado a decirme que Aureliano era un tirano y que su muerte resultaba grata a los ojos de los dioses. El ejecutor del crimen se llama Murcapor, un oscuro y bruto oficial, tonto de remate, cuyo único mérito es su fuerza y su habilidad en el manejo de la espada. Creo que Eos lo convenció para que asesinara a Aureliano a cambio de promesas increíbles.

—¿Y el resto de los conjurados?

—Una docena de altos oficiales, ambiciosos pero estúpidos e ilusos. Todos ellos creyeron que el ejército admitiría el crimen, como había ocurrido en tantas otras ocasiones en la historia de Roma, y que medrarían en la escala de mando hasta alcanzar el tribunado y el generalato; alguno incluso se imaginó ya revestido con la clámide púrpura y tocado con la corona imperial.

—La vanidad humana es infinita —sentenció Zenobia, que sabía bien de qué estaba hablando.

Los asesinos del emperador encontraron un abogado que los defendiera. Se trataba de Cayo Fulvio, un arribista sin escrúpulos que se ganaba la vida ocupándose de los casos más escabrosos de los tribunales romanos, aquellos que los más prestigiosos abogados rechazaban porque su defensa se consideraba un deshonor y una vergüenza para la profesión. Cayo tenía una fácil oratoria y era considerado un demagogo capaz de alegar cualquier cosa para alcanzar su objetivo. A veces, para ganarse clientes, se subía a algunas de las tribunas abiertas a lo largo del Foro y pronunciaba un discurso en el que siempre aludía a las bondades y virtudes del pueblo romano, virtudes, por cierto, de las que él carecía; en sus intervenciones públicas hacía gala de una hipocresía tal que no le importaba mentir, tergiversar o alterar la realidad a su conveniencia.

El Senador y su esposa Zenobia acudieron al juicio, que había levantado enorme interés en la ciudad. Sobre la litera senatorial atravesaron el Foro por la Vía Sacra y llegaron ante la basílica Emilia mediada la mañana. Bajo su brazo, el Senador portaba unos papiros en los que había anotado las líneas maestras de su acusación. Justo en ese instante unos guardias venían en dirección contraria. Traían con ellos, cargados de cadenas, a los acusados del asesinato del emperador, que habían pasado los días encerrados en la cárcel Tulliani, una infecta red de mazmorras ubicada en unas cavernas rocosas al pie del Capitolio, al lado del templo de la Concordia, de la que sólo solían sacar cadáveres o reos camino del patíbulo.

Los policías que custodiaban la entrada a la basílica los saludaron y dejaron pasar al Senador y a Zenobia, en tanto se afanaban para mantener a raya a los muchos curiosos que se arremolinaban a las puertas del edificio.

Presidía el tribunal el
princeps
del Senado, al que aconsejaban dos jueces, sentados a su lado.

Los acusados se acomodaron junto a su defensor, en tres banquillos frente a los tres jueces. El acusador lo hizo a la derecha de los jueces, en una sillita de tijera ante la que había una mesa baja donde el Senador depositó los papiros con las notas de la acusación, que había redactado con la ayuda de dos abogados a sueldo del Senado. Zenobia observaba el juicio desde una de las tribunas de la segunda planta de la basílica, reservada para las esposas de los senadores y de los altos magistrados de la ciudad.

El abogado defensor tomó la palabra tras la autorización del presidente del tribunal, se levantó de su banco y se situó ofreciendo un perfil al tribunal y otro al público, mientras miraba al Senador de frente.

—Ciudadanos de Roma. Henos aquí, en este solemne y sagrado lugar, reunidos para dirimir la culpabilidad de estos hombres. —Cayo señaló a Eos Mnesteo, a Murcapor y a los otros seis—. Han sido acusados de asesinar a nuestro emperador y por ello deberían ser ejecutados de la forma más cruenta, sí. Pero lo que hicieron ha serado para salvar muchas vidas. Escuchadme bien. Eos Mnesteo, ese hombre que veis ahí angustiado por el miedo, era el secretario de confianza de Aureliano. Todos recordamos al valeroso soldado que fue, pero tampoco hemos olvidado que en no pocas ocasiones se comportó con una crueldad excesiva. Todavía lloran a sus esposos e hijos miles de viudas y de madres que vieron morir a sus seres queridos cuando se produjo la revuelta de los trabajadores de la ceca; aún están frescas las flores sobre las tumbas de los senadores aniquilados tan sólo por negar su apoyo a la masacre que se perpetró con el pueblo de Roma. Sí, amigos, romanos, ciudadanos del Imperio, estos hombres ejecutaron a Aureliano, pero lo hicieron cuando fueron conscientes del horrendo crimen que su mente tiránica perpetraba. Una noche, después de la cena, Aureliano llamó a su secretario para dictarle una lista. Eos, siempre fiel a su emperador, pero más fiel todavía a Roma, acudió a la llamada de su señor, preparó su cálamo, el tintero y unas hojas de papiro. Mi defendido creía que le iba a ser dictada alguna orden para el ejército, pues, como bien sabéis, estaba a punto de salir en campaña contra los persas. Pero no. Para sorpresa de este romano ejemplar, Aureliano le dictó el listado de los notables y honrados romanos que iban a ser ejecutados de inmediato.

»Algunos de vosotros conocisteis en persona al emperador y sabéis bien que no era de los que amenazan en vano. Cuando fue escuchando los nombres de los condenados, Eos Mnesteo, un hombre bueno y honrado, tembló, y su corazón se convulsionó de pena y de angustia. En aquella lista macabra había nombres de valerosos y benéficos ciudadanos de Roma. ¿Quién os dice que no estabais incluidos en ella algunos de vosotros, senadores, magistrados, altos sacerdotes, generales, tribunos? ¿Cuántos senadores, cuestores, pretores, magistrados o generales fieles servidores de Roma estabais incluidos en aquella papeleta de la muerte? Mi defendido, temeroso de los dioses inmortales y de la justicia de los hombres, no pudo soportarlo. Su lealtad al emperador era mucha, pero su amor a Roma y su razón fueron, afortunadamente, más poderosos, y se dirigió a Murcapor, un soldado ejemplar, valiente, esforzado y disciplinado que ha ascendido en la escala militar gracias a su arrojo en el combate y a su valor en la batalla. Varias cicatrices son testigos de la sangre que ha vertido en la defensa de Roma y en la de todos nosotros. Y con él, estos seis oficiales del ejército, hombres cabales y sensatos que se vieron arrastrados ineludiblemente a ejercer la justicia por su mano para evitar la masacre de muchos inocentes.

»No, ciudadanos de Roma, no, estos hombres no son unos asesinos sino unos ejecutores de la voluntad de los dioses. Nada ocurre aquí en la tierra sin que se permita en el cielo. Aureliano irritó y calumnió a nuestros dioses. Construyó el templo al Sol y dijo a sus confidentes que ése era el único dios existente. Dio la espalda a los dioses que veneramos en estos templos levantados por nuestros antepasados. Salid ahí fuera y mirad a vuestro alrededor, y veréis el templo de Jano, el de Saturno, el de Cástor y Pólux, el de Marte, el de Minerva, el de Júpiter, el de Venus, e incluso los de nuestros gloriosos emperadores divinizados: Julio César, que convirtió a Roma en el Imperio más grande, Augusto, el padre de la patria romana, Vespasiano, el general invicto, Trajano, el conquistador de Dacia y de Mesopotamia… Sus ojos inmortales nos contemplan desde sus tronos celestes, y su fuerza nos protege y nos ampara. Aureliano pretendió relegarlos al olvido y borrar su memoria de nuestras cabezas y de nuestros corazones.

»¿Y qué me decís de lo que hizo el emperador con los cristianos? Sí, sé que a la mayoría no os gustan esos fanáticos seguidores de aquel galileo que se proclamó hombre y dios a la vez; a mí tampoco me agradan los cristianos. Sabéis que existe una ley que obliga a todos los ciudadanos romanos a ofrecer sacrificios a nuestros dioses. Los cristianos se niegan a acatar nuestras leyes, y ¿qué hizo Aureliano para evitarlo? Nada. Se limitó a amagar con firmar un decreto de persecución contra los que la incumplieran, pero no la promulgó y ni siquiera movió un dedo para ejercer su autoridad imperial y hacer cumplir las leyes que rigen en el Estado romano.

»La muerte de Aureliano la decidieron los dioses de Romay estos hombres sólo fueron los ejecutores de la voluntad divina. Con su acción, evitaron muchas muertes. Si aquella lista hubiera sido enviada a Roma, algunos de vosotros —el abogado adoptó una pose teatral y señaló con un movimiento circular de su brazo a todo el público congregado en la basílica— estaríais ahora muertos. Incluso tal vez tú —Cayo Fulvio se dirigió al esposo de Zenobia—, tú también podrías estar muerto; porque, ¿estás seguro de que tu nombre no figuraba en aquella macabra lista?

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