La Prisionera de Roma (102 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

El pretoriano y los soldados de su escolta arrearon a sus caballos y partieron al galope hacia su cuartel.

—¡El Senado no se ha pronunciado en ninguna dirección pero tú acabas de decir que no ratificará a Floriano! —exclamó sorprendido uno de los senadores.

—Lo haremos mañana mismo. Vayamos a ver al
princeps
y a los cónsules, deben convocar una sesión extraordinaria de inmediato.

Aquel verano el Senador no se trasladó a Tívoli. Envió a su esposa Zenobia y a sus cuatro hijos, a los dos tenidos con su primera esposa, a la pequeña Cornelia y a Cornelio, de apenas tres meses de edad, en una carreta a su villa, encomendando a Zenobia el gobierno de su hacienda. Quien había gobernado un imperio no tendría problemas en administrar una explotación como la de Tívoli.

Los despidió a la puerta de su casa en Roma y les dijo que acudiría junto a ellos en cuanto se aclarara la situación. Zenobia lo entendió.

Pasaron las semanas. Zenobia administró la hacienda con acierto y mesura. Cada semana recibía una carta de su esposo en la que le daba algunos consejos y le informaba de lo que ocurría en Roma y en el resto del Imperio.

Ni el Senado ni el ejército reconocieron a Floriano como emperador. El Senado envió un mensaje al general Probo ofreciéndole su reconocimiento, como se había acordado en secreto meses atrás, si se proclamaba emperador.

El que fuera lugarteniente de Aureliano así lo hizo. Probo se proclamó emperador con el beneplácito del Senado y las tropas de Oriente lo reconocieron de inmediato. Floriano se enteró en Tarsis de la proclamación de Probo y ni siquiera tuvo tiempo para abdicar; los mismos soldados que lo escoltaban lo asesinaron a machetazos.

De inmediato, el Senado reconoció a Probo como emperador legítimo; se cumplía así el pacto acordado ocho meses antes y se volvía a la normalidad establecida a la muerte de Aureliano.

Resuelto el problema sucesorio, el Senador acudió a Tívoli a buscar a su familia. Faltaban un par de semanas para que acabara el verano; pocos días después regresaron a Roma.

Roma, fines de 216;

1029 de la fundación de Roma

Desaparecido Tácito, los burdeles volvieron a abrirse en casi todos los barrios de Roma. El Senado, a pesar de su corto reinado, lo proclamó como uno de los grandes emperadores y lo hizo figurar entre los dioses del Olimpo.

—¿Será Probo un buen emperador? —le preguntó Zenobia a su esposo.

—Por el bien de Roma, así lo espero y lo deseo.

—En Oriente los buenos gobernantes eran los que conseguían grandes triunfos militares.

—En Roma es diferente. Aquí decimos que un emperador ha sido grande cuando no cae en el libertinaje, rechaza la codicia, expulsa de su lado a los amigos perversos, aleja de sí a los cortesanos necios y administra los bienes del Estado con inteligencia y mesura.

—Probo no me parece un hombre demasiado inteligente.

—Su formación militar es extraordinaria, y en sus primeras decisiones ha demostrado poseer un elevado sentido de la justicia, que es una virtud esencial en los buenos príncipes. A pesar de que podía haber olvidado lo ocurrido con los asesinatos de Aureliano y Tácito, ha resuelto que los criminales sean juzgados y que sobre ellos se aplique la ley romana; esa decisión es un acto digno de elogio y reconocimiento.

—¿Qué otra cosa podría hacer?

—Sí, debía actuar contra los asesinos, pero lo ha hecho con suma diligencia y eficacia, lo que demuestra que no carece de inteligencia. Ha actuado con gran habilidad, pues temiendo que si perseguía abiertamente a los asesinos se produjeran tumultos y revueltas en el Imperio, optó por actuar con discreción y convocó a los instigadores de los asesinatos de los dos emperadores que quedaban libres a una cena en su propia mesa. Los criminales cayeron en la trampa pensando que el emperador iba a ofrecerles un pacto y el perdón, pero se encontraron con que en la sala de banquetes los esperaba un escuadrón de la guardia pretoriana que los apresó y los ejecutó allí mismo, mientras el emperador observaba desde una galería la aplicación de su justicia.

—Sí, ahí actuó con habilidad —aceptó Zenobia.

—Y hay más todavía. A pesar de ser un soldado y de estar formado en la guerra, ha proclamado que su actuación como emperador estará asentada en los ideales de paz universal, seguridad dentro de las fronteras imperiales, pan para todos y justicia. Y ésos son los valores que más aprecia un romano y los que más se han echado en falta en los últimos años. —El Senador tomó una copa de vino y dio un sorbo.

—Yo creo que la primera cualidad de un gran príncipe ha de ser la clemencia. Séneca, vuestro eminente filósofo, recomendaba a los soberanos actuar de esa manera para comportarse como príncipes óptimos. La benevolencia y la generosidad han de ser la norma de actuación de todo buen gobernante.

—En este caso debía primar la justicia. Los asesinos fueron juzgados y pagaron su culpa; la justicia debe ser ejemplar —opinó el Senador.

—No hay justicia plena sin bondad.

—Eso aseguran los cristianos.

—Y vuestros más eminentes escritores también. La imagen del emperador es la de un gobernante bondadoso, clemente y generoso. En cierto modo, muy similar a la de Jesucristo. Tal vez, algún día, uno de vuestros emperadores sea cristiano. No le sería muy difícil justificar su adscripción a esa religión alegando estas coincidencias.

—No creo que eso llegue a ocurrir jamás. Aureliano fue uno de los más grandes emperadores de Roma, aunque en ocasiones se mostró con severidad y crueldad extremas. Pese a ello, el pueblo lo amó y lo reverenció, y ahora está considerado como un dios y sus estatuas son adoradas en los altares de los templos. Sus virtudes fueron el valor, la disciplina, el buen gobierno y ofrecer al pueblo pan, aceite, carne y espectáculos. Quienes así se comportan son los considerados mejores emperadores por los que escriben la historia. —El Senador apuró la copa de vino.

—Estás sediento —observó Zenobia.

—Hace días que noto un cierto ardor en el estómago que sólo se me calma con vino.

—Deberías habérmelo dicho.

—No quería preocuparte.

—Llamaré al médico.

—Si me visita me recetará infusiones de hierbas y me recomendará que deje de comer carne. Es lo único que saben hacer esos médicos que han aprendido su oficio de los griegos.

—Debes cuidarte —insistió Zenobia.

—Lo haré, esposa, lo haré.

Mediada la noche el Senador se despertó temblando de frío entre convulsiones y espasmos. Zenobia llamó a los esclavos y ordenó que fueran a buscar al médico que atendía a la familia.

A los espasmos siguieron vómitos y esputos de sangre. Una intensa calentura se apoderó del cuerpo del Senador, que tiritaba de frío aunque su piel ardía consumida por la fiebre.

El médico examinó los vómitos y torció el rictus. Zenobia se dio cuenta de su gesto.

—¿Es grave? —le preguntó.

—Tiene el estómago perforado. Lo siento, señora, pero no creo que aguante mucho tiempo. ¿Por qué no me avisaste antes?

—No me dijo nada hasta esta noche.

—No entiendo cómo ha podido soportar el dolor.

Al amanecer, el senador agonizaba. Su semblante reflejaba una extrema palidez, sus ojos se habían hundido y la fiebre lo consumía.

Zenobia se acercó al lecho y le tomó la mano.

—He vivido contigo dos años y medio, sólo dos años y medio… —balbució él.

—Has regalado a mi vida la serenidad que nunca tuve.

—Pero nunca me has amado; hubiera cambiado todos los momentos de placer que he disfrutado a tu lado por un solo instante de tu amor.

—Eres mi esposo y el padre de mis dos hijos.

—Cuídalos, Zenobia, y edúcalos como buenos romanos en el honor y en la justicia.

El Senador apretó la mano de su esposa, pero Zenobia sintió que las fuerzas lo estaban abandonando.

Dos días después, en las calendas de enero, el Senador falleció. Zenobia lloró la muerte de su esposo, cuyo cadáver fue velado en el Senado con las honras fúnebres reservadas a sus miembros más relevantes. El propio emperador encabezó la comitiva que presenció la quema del cadáver, cuyas cenizas fueron depositadas en una urna que sería trasladada a su villa de Tívoli.

Zenobia se había convertido, ahora sí, en una verdadera dama de Roma.

Pasó el tiempo.

Probo gobernó el Imperio durante seis años y, como tantos de sus predecesores, también fue asesinado por un grupo de soldados cuando preparaba la que se había presentado como invasión definitiva sobre Persia. Los magnicidas se justificaron aduciendo que el emperador aplicaba a sus hombres una dureza excesiva y una disciplina insoportable.

Aprovechando la confusión, unas bandas de bárbaros invadieron la Galia y destruyeron la ciudad de Lutecia, sobre el río Sena, pero fueron rechazados por las legiones y obligados a retroceder al otro lado del
limes
del Rin.

Vacío el trono imperial, se produjeron de nuevo proclamas de usurpadores en diversas provincias y se sucedieron emperadores efímeros como Caro, asesinado en una nueva expedición a Persia, y sus hijos Carino, un tipo perverso que gobernó la parte occidental del Imperio y que convirtió el palacio imperial de Roma en un gigantesco burdel, y Numeriano, que fue asesinado por su propio suegro.

Pero en el año 284, ocho años después de la muerte de Aureliano y dos más tarde de la de Probo, fue proclamado emperador un comandante de la guardia imperial llamado Cayo Valerio Diocles que gobernaría el Imperio durante veinte años con el nombre de Diocleciano. El nuevo emperador, aupado por el ejército, ejecutó con su propia espada al prefecto del pretorio Asper, el suegro y asesino de Numeriano, y depuso a Carino como emperador de Occidente.

Diocleciano acabó con el caos, puso orden en el Imperio, lo reformó y le dio una estabilidad que asentó las fronteras y el gobierno, recuperando la fama y el prestigio de la figura del emperador. Puso en marcha la llamada tetrarquía, mediante la cual dos augustos y dos Césares se turnarían en el gobierno del Imperio, que quedó dividido para su mejor administración en dos mitades. Y no dudó en perseguir a los cristianos, que se oponían a sus reformas.

DE LOS RECUERDOS DE ZENOBIA A SU HIJA CORNELIA

Tívoli, cerca de Roma, fines de diciembre de 297;

1050 de la fundación de Roma

—Sabes, hija, han pasado ya veintitrés años desde que llegué cautiva a Roma.

»Yo había sido la reina de Oriente, había conquistado medio mundo y había fundado un nuevo imperio; pero me hicieron desfilar por sus calles cargada de cadenas de oro y me mostraron como al más preciado de los trofeos.

»Dentro de unos días voy a cumplir cincuenta y dos años. Me he casado dos veces, he tenido cinco hijos de los que sólo sobrevivís tú y tu hermano Cornelio y he conocido el miedo, la ilusión, la esperanza, el odio, la ternura… Fui amada, pero cuando yo intenté amar, el amor me fue robado enseguida. La alegría de la vida y la angustia de la muerte han sido mis inseparables compañeras.

»Amé, y sigo amando, a mi ciudad de Palmira, mi preciada Tadmor, aunque sé bien que jamás volveré a verla. Me han dicho que el emperador Diocleciano ha restaurado algunos edificios dañados en la guerra y que el comercio se ha recuperado en cierta medida, pero creo que ya nunca volverá a ser el emporio de riqueza en que la convertimos. Durante todos estos años he rememorado con nostalgia su caserío recostado en la llanura al pie de los cerros rocosos del valle de las tumbas. Y no ha pasado un solo día sin que haya imaginado sus atardeceres dorados y púrpuras, y el verde esmeralda de sus palmeras repletas de frutos.

»Recuerdo ahora a mi primer esposo, Odenato, un hombre leal y valeroso, al que respeté mucho aunque no lo amé. Era el gobernador de Siria y servía a Roma con lealtad; defendía las fronteras de Mesopotamia de la ambición de los persas y siempre se comportó como un hombre de honor al que el Senado y el pueblo romanos proclamaron augusto. El me enseñó a amar a Palmira, a no dudar en las decisiones de gobierno, a ser paciente y atemperar mis nervios, a cazar en las montañas azules del norte y a discernir lo justo de lo maléfico. Todavía puedo ver sus ojos sinceros y su rostro sereno.

»Recuerdo a mi padre, Zabaii ben Selim, regresando a casa a lomos de su camello, orgulloso de su estirpe árabe y altivo como el más notable de su tribu, los Tanukh, siempre dispuesto a emprender un nuevo negocio, un nuevo viaje, una nueva empresa. Ya mi madre, gentil y dulce, discreta y enamorada de su marido, acariciando mi cabello mientras me susurraba canciones en su idioma.

»Recuerdo a los tres hijos que tuve con Odenato. Los dos primeros, Hereniano y Timolao, murieron siendo muy pequeños, y Vabalato, en quien asenté todas mis esperanzas, también murió agotado en el camino mientras nos traían presos a Roma. Afortunadamente os tengo a ti y a tu hermano, y la alegría que me habéis dado ha calmado en parte mi dolor por esas muertes.

»Recuerdo a Giorgios, mi apuesto general griego, el hombre que me amó en las cálidas noches de Palmira y de Alejandría, bajo un mar de rutilantes estrellas en cuyas constelaciones me contaba las historias de sus dioses y sus héroes. En algunos atardeceres, cuando la luz comienza a ser vencida por el ocaso, aún me parece sentir su mano fuerte y firme acariciando mi piel, y su mirada ansiosa, y me parece oír su voz ordenándole en vano al tiempo que se detenga para que la noche sea eterna y permanezca por siempre entre sus brazos.

»Recuerdo a mi fiel general Zabdas, dispuesto a servirme, a proteger mi vida con la suya; aquel maravilloso cabezota que siempre estuvo enamorado de mí pero que nunca se atrevió siquiera a pronunciar la menor insinuación sobre sus sentimientos.

»Recuerdo a mi padrino, el mercader Antioco Aquiles, el socio y mejor amigo de mi padre, el hombre más sensible y elegante que he visto jamás, siempre con su sonrisa amable y sincera y su mirada franca y limpia.

»Recuerdo a Longino, mi consejero, el hombre más sabio que he conocido. ¿Sabes, Cornelia?, lo llamaban "la universidad ambulante" porque decían de él que se había leído todos los libros que se habían escrito en el mundo. Era una exageración, por supuesto, pero te aseguro que conocía todas las disciplinas del saber y en todas destacaba.

»Recuerdo a Calínico, el sesudo y serio historiador que determinó mi parentesco con la reina Dido de África y con Cleopatra de Egipto; un hombre honesto que no merecía la muerte.

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