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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

La química secreta de los encuentros (4 page)

—Sólo es cansancio.

—Entonces, la dejo. Buenas noches, señorita Alice.

—Buenas noches, señor Ethan.

Capítulo 2

Domingo, 24 de diciembre de 1950

Alice salió a hacer unas compras. Todo estaba cerrado en su barrio; cogió el autobús que llevaba al mercado de Portobello.

Se paró en el colmado ambulante, decidida a comprar todo lo necesario para un auténtico banquete. Escogió tres buenos huevos y se olvidó de su resolución de ahorrar ante dos lonchas de beicon. Un poco más lejos, el puesto del panadero proponía maravillosos pasteles, y Alice se regaló un suizo con frutas escarchadas y un tarrito de miel.

Esa noche cenaría en su cama en compañía de un buen libro. Una larga noche y, al día siguiente, habría recuperado su alegría de vivir. Cuando dormía poco, Alice se ponía gruñona, y había pasado demasiado tiempo en la mesa de su taller esas últimas semanas. Un ramo de rosas antiguas expuesto en el escaparate del florista atrajo su atención. No era muy racional, pero, después de todo, era Navidad. Y, además, cuando estuvieran secas, utilizaría los pétalos. Entró en el quiosco, desembolsó dos chelines y se fue con el corazón henchido. Continuó su paseo e hizo un nuevo alto delante de la perfumería. Un cartel de CERRADO colgaba de la manilla de la puerta de la tienda. Alice acercó el rostro al cristal y reconoció entre los frascos una de sus creaciones. La saludó, como se saluda a un allegado, y se dirigió hacia la parada del autobús.

De vuelta a su casa, ordenó las compras, puso las flores en un jarrón y decidió ir a pasear al parque. Se cruzó con su vecino al pie de la escalera, él también parecía volver del mercado.

—Navidad, ¡qué quiere…! —dijo un poco irritado ante la cantidad de vituallas de su cesta.

—Navidad, en efecto —respondió Alice—. ¿Tiene invitados esta noche? —preguntó.

—¡Por Dios, no! No soporto las fiestas —dijo entre susurros, consciente de lo indecente de su confidencia.

—¿Usted tampoco?

—Por no hablar de Nochevieja, ¡creo que es todavía peor! ¿Cómo decidir con antelación si va a ser o no un día de fiesta? ¿Quién puede saber antes de levantarse si estará de buen humor? Obligarse a ser feliz me parece bastante hipócrita.

—Bueno, pero los niños…

—No tengo, razón de más para no fingir. Y además está esa obsesión con hacerlos creer en Papá Noel… Se podrá decir lo que se quiera, pero a mí me parece feo. Al final, uno acaba confesándoles la verdad; entonces, ¿qué razón hay para engañarlos? Me parece incluso un poco sádico. Los más bobos se están quietecitos durante semanas, esperando ansiosamente la llegada del gordo coloradote, y se sienten terriblemente traicionados cuando sus padres les confiesan la infame superchería. Los más avispados, por su parte, lo deben mantener en secreto, lo que es igual de cruel. Y su familia, ¿viene a verla?

—No.

—¿Y eso?

—No me queda familia, señor Daldry.

—Ésa es, en efecto, una buena razón para que no venga.

Alice miró a su vecino y rompió a reír. Las mejillas de Daldry enrojecieron.

—Lo que acabo de decir ha sido terriblemente torpe, ¿no es así?

—Pero lleno de sentido común.

—A mí me queda familia, en fin, quiero decir, un padre, una madre, un hermano, una hermana, dos sobrinos espantosos.

—¿Y no pasa la Nochebuena en su compañía?

—No, hace años que no. No les hago caso, y ellos tampoco se quedan cortos.

—Ésa también es una buena razón para quedarse en su casa.

—He hecho todos los esfuerzos del mundo, pero cada reunión familiar era un desastre. Mi padre y yo no estamos de acuerdo en nada, encuentra mi trabajo grotesco, yo el suyo terriblemente aburrido, en resumen, no nos soportamos. ¿Va a desayunar?

—¿Qué relación hay entre mi desayuno y su padre, señor Daldry?

—Ninguna en absoluto.

—No he desayunado.

—En el bar de la esquina de nuestra calle sirven unas gachas deliciosas; si me concede un momento para dejar en mi casa este capacho tan poco masculino, se lo reconozco, y, sin embargo, muy útil, la llevo conmigo.

—Me disponía a ir a Hyde Park —respondió Alice.

—¿Con el estómago vacío y este frío? Es una idea malísima. Vamos a comer, mangaremos un poco de pan de la mesa y luego nos iremos a alimentar a los patos de Hyde Park. La ventaja con los patos es que uno no necesita disfrazarse de Papá Noel para que estén contentos.

Alice sonrió a su vecino.

—Suba sus cosas, lo esperaré aquí, degustaremos sus gachas y nos iremos a celebrar juntos la Navidad de los patos.

—Maravilloso —respondió Daldry. Y, antes de echar a correr escaleras arriba, añadió—: Tardo un minuto.

Y, poco rato después, el vecino de Alice reapareció en la calle, disimulando lo mejor que podía su sofoco.

Se instalaron en una mesa tras el ventanal del bar. Daldry pidió un té para Alice y un café para él. La camarera les llevó dos platos de gachas. Daldry reclamó una cestilla de pan y, de inmediato, escondió varios trozos en el bolsillo de su chaqueta, lo que le hizo mucha gracia a Alice.

—¿Qué clase de paisajes pinta?

—No pinto más que cosas completamente inútiles. Algunos se quedan extasiados con el campo, las orillas del mar, las llanuras o el sotobosque; yo pinto cruces.

—¿Cruces?

—Exacto, intersecciones de calles, de avenidas. No se imagina hasta qué punto la vida de un cruce tiene miles de detalles. Unos corren, otros buscan su camino. Se encuentran en ellos todos los tipos de transporte: carretones, automóviles, motocicletas, bicis. Peatones, repartidores de cerveza que empujan sus carretillas, hombres y mujeres de toda condición se frecuentan en ellos, se molestan, se ignoran o se saludan, se empujan, se denuestan. ¡Un cruce es un lugar apasionante!

—Es realmente un tipo extraño, señor Daldry.

—Tal vez, pero reconozca que un campo de amapolas es para morirse de aburrimiento. ¿Qué accidente vital podría producirse en él? ¿Dos abejas chocando en vuelo rasante? Ayer instalé mi caballete en Trafalgar Square. Es bastante complicado encontrar un punto de vista satisfactorio sin que lo empujen a uno constantemente, pero empiezo a tener oficio y estaba, pues, en un buen sitio. Una mujer, asustada por un aguacero repentino y que, probablemente, quiere poner a salvo su ridículo moño, cruza sin mirar. Una carreta tirada por dos caballos da un terrible bandazo para evitarla. El conductor se da maña, pues la señora en cuestión se libra con un buen susto, pero los bidones que transporta se vuelcan sobre la calzada y el tranvía que llega en sentido contrario no puede hacer nada por esquivarlos. Uno de los toneles literalmente estalla debido al impacto. Un torrente de Guinness se derrama sobre el pavimento. Vi a dos borrachos dispuestos a echarse cuerpo a tierra para apagar su sed. Le ahorro el altercado entre el conductor del tranvía y el propietario de la carreta, los transeúntes que se entremezclan, los policías que tratan de poner un poco de orden en medio de ese jaleo, el carterista que aprovecha la confusión para hacer el negocio del día y la responsable de ese caos, que se escapa de puntillas, avergonzada ante el escándalo provocado por su despreocupación.

—¿Y ha pintado todo eso? —preguntó Alice estupefacta.

—No, por el momento me he contentado con pintar el cruce, todavía tengo mucho trabajo por delante. Pero lo he memorizado todo, eso es lo esencial.

—Nunca se me había ocurrido prestar atención a todos esos detalles al cruzar una calle.

—Yo siempre he tenido pasión por los detalles, por los pequeños acontecimientos, casi invisibles, que hay a nuestro alrededor. Observar a la gente te enseña muchas cosas. No se vuelva, pero en la mesa que hay detrás de usted está sentada una anciana. Espere, levántese si quiere y cambiémonos el sitio, como si nada.

Alice obedeció y se sentó en la silla que ocupaba Daldry mientras éste se instalaba en la de ella.

—Ahora que se encuentra en su campo de visión —dijo—, mírela atentamente y dígame lo que ve.

—Una mujer de cierta edad que desayuna sola. Está vestida tirando a mal y lleva sombrero.

—Preste más atención, ¿ve algo más?

Alice observó a la anciana.

—Nada en particular, se seca la boca con su servilleta. Mejor dígame lo que no veo, va a terminar viéndome.

—Está maquillada, ¿no? De forma muy leve, pero tiene empolvadas las mejillas, se ha puesto rímel en las pestañas, un poco de carmín en los labios.

—Sí, en efecto, en fin, creo.

—Mire los labios ahora, ¿están quietos?

—No, es verdad —dijo Alice sorprendida—, se mueven levemente, ¿probablemente un tic de la edad?

—¡En absoluto! Esa mujer es viuda, habla con su difunto esposo. No come sola, continúa dirigiéndose a él como si se encontrase delante de ella. Se ha acicalado porque su marido todavía forma parte de su vida. Se lo imagina presente a su lado. ¿No es conmovedor? Imagine el amor que hace falta para reinventarse sin tregua la presencia del ser amado. Esa mujer tiene razón: no porque se haya marchado ha dejado de existir. Con un poco de fantasía dentro de uno, la soledad no existe. Más tarde, en el momento de pagar, empujará desde el otro lado de la mesa el platito con el dinero, porque es su marido quien paga siempre la cuenta. Cuando se vaya, ya lo verá, esperará un momento en la acera antes de cruzar, porque su marido cruza la calle siempre el primero, como es debido. Estoy seguro de que cada noche, antes de acostarse, se dirige a él, y que hace lo mismo por la mañana al desearle un buen día, esté donde esté.

—¿Y ha visto eso en un instante?

Mientras Daldry sonreía a Alice, un anciano hecho un fantoche y con pinta de borracho entró con mal paso en el restaurante, se acercó a la anciana y le dio a entender que era el momento de irse. Ella pagó la nota, se levantó y abandonó la sala tras los pasos del borracho de su marido, que sin duda debía de volver del hipódromo.

Daldry, de espaldas a la escena, no había visto nada.

—Tenía razón —dijo Alice—. La anciana ha hecho exactamente lo que usted había predicho. Ha empujado el platito hacia el otro lado de la mesa, se ha levantado y, al salir del restaurante, he creído verla dándole las gracias a un hombre invisible que le sujetaba la puerta.

Daldry parecía feliz. Engulló una cucharada de gachas, se limpió la boca y miró a Alice.

—Bueno. Entonces, esas gachas, estupendas, ¿no?

—¿Usted cree en la videncia? —preguntó Alice.

—¿Disculpe?

—¿Usted cree que se puede predecir el futuro?

—Enjundiosa pregunta —respondió Daldry haciéndole una seña a la camarera para que le sirviera más gachas—. ¿El futuro ya está escrito? La idea me parece aburrida, ¿no? ¿Y el libre albedrío de cada uno? Creo que los videntes no son más que gente intuitiva. Dejemos a un lado a los charlatanes y concedámosles algún crédito a los más sinceros de ellos. ¿Están provistos de un don que les permite ver en nosotros lo que deseamos, lo que acabaremos por acometer tarde o temprano? Después de todo, ¿por qué no? Mire a mi padre, por ejemplo, su vista es perfecta y, sin embargo, está completamente ciego; mi madre, por el contrario, no ve tres en un burro y en cambio advierte muchas cosas que su marido es incapaz de adivinar. Sabía desde mi más tierna infancia que me convertiría en pintor, me lo decía a menudo. Fíjese, también veía mis lienzos expuestos en los mayores museos del mundo. No he vendido un cuadro en cinco años; qué quiere, soy un artista mediocre. Pero le hablo de mí y no le respondo. Además, ¿por qué me hace una pregunta así?

—Porque ayer me sucedió algo extraño, a lo que nunca le habría prestado la más mínima atención. Y, sin embargo, desde entonces no dejo de pensar en ello hasta el punto de encontrarlo casi perturbador.

—Empiece, pues, explicándome lo que le pasó ayer y le diré lo que pienso.

Alice se inclinó hacia su vecino, le relató su noche en Brighton y más concretamente su encuentro con la vidente.

Daldry la escuchó sin interrumpirla. Cuando hubo terminado de contarle la insólita conversación de la víspera, Daldry se volvió hacia la camarera, pidió la cuenta y le propuso a Alice que fueran a tomar el aire.

Salieron del restaurante y dieron unos pasos.

—Si he entendido bien —dijo aparentemente disgustado—, ¿tendrá que cruzarse en el camino con seis personas antes de poder conocer al hombre de su vida?

—El que más me importará en la vida —corrigió.

—Es lo mismo, supongo. ¿Y no le hizo ninguna pregunta sobre ese hombre, su identidad, el lugar donde podría estar?

—No, sólo me afirmó que había pasado por detrás de mí mientras hablábamos, nada más.

—En efecto, es bien poco —prosiguió Daldry, pensativo—. ¿Y le habló de un viaje?

—Sí, creo, pero todo esto es absurdo, qué ridícula, contarle esta historia para no dormir.

—Pero esta historia para no dormir, como la llama, la ha tenido despierta buena parte de la noche.

—¿Parezco cansada?

—La he oído pasearse arriba y abajo por su casa. Las paredes que nos separan son prácticamente de papel maché.

—Siento haberle molestado…

—Bueno, no veo más que una solución para que recuperemos ambos el sueño, me temo que la Navidad de nuestros patos tendrá que esperar hasta mañana.

—¿Y eso por qué? —preguntó Alice mientras llegaban delante de su casa.

—Suba a buscar una prenda de lana y una buena bufanda, nos volvemos a ver aquí dentro de unos minutos.

«¡Qué día más raro!», se dijo Alice corriendo escaleras arriba. Esa víspera de Navidad no se estaba desarrollando en absoluto como se la había imaginado. Primero ese desayuno improvisado con su vecino, al que apenas soportaba; luego su conversación más bien inesperada… ¿Y por qué le había confiado esa historia que creía absurda e inconsecuente?

Abrió el cajón de su cómoda; tenía que coger una prenda de lana y una buena bufanda, pero le costó horrores decidir cuáles combinaban. Dudó entre un cárdigan azul marino, que le hacía una bonita figura, y una chaqueta de lana de punto grueso.

Se miró en el espejo, se puso un poco en orden el pelo, renunció a darse el más mínimo toque de maquillaje, puesto que no se trataba más que de un simple paseo de compromiso.

Salió por fin de su casa, pero, cuando llegó a la calle, Daldry no estaba. A lo mejor había cambiado de opinión; después de todo, era un hombre más bien original.

Dos pitidos y un Austin 10, de color azul de ultramar, se paró junto a la acera. Daldry salió del automóvil para abrirle la puerta del copiloto a Alice.

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