—Creía que una de sus creaciones le aseguraba una renta regular.
—Regular, pero no eterna; las modas pasan y hay que renovarse, lo que intentaba hacer antes de su intromisión.
—Y el hombre de su vida que la espera allá —insistió Daldry señalando con el dedo el folleto turístico—, ¿ya no atormenta sus noches?
—No —respondió Alice secamente.
—Entonces, ¿por qué se ha despertado a las tres de la mañana dando ese grito horrible que casi me hace caer de la cama?
—Me había dado un golpe en el pie con este estúpido baúl al tratar de acostarme. Había trabajado hasta tarde y tenía la vista un poco borrosa.
—¡Además, mentirosa! Bueno —dijo Daldry—, veo que mi compañía le incomoda, voy a retirarme.
Se levantó y fingió salir, pero apenas dio un paso y volvió hacia Alice.
—¿Conoce la historia de Adrienne Bolland?
—No, no conozco a esa Adrienne —respondió Alice sin ocultar su exasperación.
—Fue la primera mujer en tratar de cruzar la cordillera de los Andes en avión, un Caudron para ser precisos, que por supuesto pilotaba ella misma.
—Muy valiente por su parte.
Para desesperación de Alice, Daldry se dejó caer en la butaca y llenó de nuevo su copa.
—Lo más extraordinario no era su valentía, sino lo que le pasó unos meses antes de despegar.
—Y, desde luego, va a darme todos los detalles, convencido de que conseguiré conciliar el sueño antes de que me lo haya contado todo.
—¡Exacto!
Alice levantó la mirada al cielo. Pero, aquella noche, su vecino parecía absorto y con ganas de conversación. Daldry había dado muestras de una gran elegancia cuando estuvo enferma, así que Alice aceptó tomarse las ganas de hablar de su vecino con paciencia y le prestó la atención que merecía.
—Adrienne había ido, pues, a Argentina. Piloto de la casa Caudron, debía realizar algunos festivales y demostraciones aéreas que le permitirían convencer a los sudamericanos de la calidad de aquellos aparatos. ¡Figúrese, Adrienne no tenía en su haber más que cuarenta horas de vuelo! La publicidad hecha por Caudron alrededor de su llegada la precedía, y había dejado correr el rumor de que quizá intentaría cruzar los Andes. Antes de partir, ella había avisado de que rechazaría correr tal riesgo con los dos G3 que Caudron había puesto a su disposición. Pensaría en el proyecto si le enviaba por barco un avión más potente y capaz de volar más alto, lo que Caudron le prometió que haría. La tarde en que desembarcó en Argentina, una nube de periodistas la esperaban. La agasajaron y, a la mañana siguiente, descubrió que la prensa anunciaba: «Adrienne Bolland aprovecha su estancia para cruzar la cordillera.» El mecánico de Adrienne le pidió que confirmase o desmintiese la noticia. Envió un telegrama a Caudron y éste le comunicó que era imposible hacerle llegar el aparato prometido. Todos los franceses de Buenos Aires le conjuraron que renunciase a una locura semejante. Una mujer sola no podía emprender tal viaje sin dejarse la piel en ello. Llegaron a acusarla de ser una loca que haría daño a Francia. Tomó una decisión y aceptó el reto. Después de haber hecho la declaración oficial, se encerró en la habitación de su hotel y se negó a hablar con nadie; necesitaba toda su concentración para preparar lo que se parecía mucho a un suicidio.
»Poco tiempo después, mientras su avión se encaminaba por ferrocarril hacia Mendoza, de donde había decidido despegar, llamaron a su puerta. Furiosa, Adrienne abrió y se disponía a echar a quien estaba molestándola. La intrusa era una joven tímida, se la veía incómoda; la avisó de que poseía el don de la videncia y de que tenía algo muy importante que anunciarle. Adrienne acabó aceptando que pasara. La videncia es algo serio en Sudamérica, se consulta para saber qué decisión tomar o no tomar. Después de todo, me he enterado de que está muy en boga en Nueva York consultar a un psicoanalista antes de casarse, de cambiar de carrera o de mudarse. Cada sociedad tiene sus oráculos. En resumen, en Buenos Aires, en 1920, emprender un vuelo tan arriesgado sin haber consultado a una vidente hubiese sido tan inconcebible como, en otros lugares, ir a la guerra sin que un sacerdote te haya encomendado a Dios. No puedo decirle si Adrienne, francesa de nacimiento, creía en esas cosas o no, pero para su entorno consultar a un vidente era de una importancia capital y Adrienne necesitaba todos los apoyos posibles. Encendió una cerilla y le dijo a la joven que le concedía el tiempo que ésta tardaba en consumirse. La vidente le predijo que saldría viva y triunfante de su aventura, pero que para conseguirlo había una condición.
—¿Cuál? —preguntó Alice, que se había picado con la historia de Daldry.
—¡Iba a decírselo! La vidente le hizo un relato completamente increíble. Le confió que, en un momento dado, sobrevolaría un gran valle… Le habló de un lago que reconocería porque tendría la forma y el color de una ostra. Una ostra gigante embarrancada en un valle pequeño en medio de las montañas, no podía equivocarse. A la izquierda de la extensión de agua helada, unas nubes oscurecerían el cielo mientras que, a la derecha, estaría azul y despejado. Todo piloto provisto de sentido común tomaría de manera natural la ruta de la derecha, pero la vidente puso a Adrienne en guardia. Si se dejaba tentar por el camino que parecía más fácil, perdería la vida. Ante ella se alzarían cimas infranqueables. En la vertical del famoso lago, tendría que dirigirse imperativamente hacia las nubes, por oscuras que fuesen. Adrienne encontró estúpida la sugerencia. ¿Qué piloto correría a ciegas hacia una muerte segura? Los planos de sustentación de su Caudron no soportarían que los pusiesen a prueba. Golpeado en un cielo tormentoso, su aparato se rompería. Le preguntó a la joven si había vivido en esas montañas el tiempo suficiente como para conocer así de bien las cimas. La joven respondió tímidamente que nunca había ido allí, y se retiró sin decir una palabra más.
»Pasaron los días, Adrienne dejó su hotel para ir a Mendoza. En lo que tardó en recorrer en tren los mil doscientos kilómetros que la separaban de allí, lo había olvidado todo acerca de su encuentro fugaz con la joven vidente. Tenía otras cosas en la cabeza más importantes que una ridícula profecía, y, además, ¿cómo podía saber una chica ignorante que un avión sólo podía alcanzar una altura determinada y que el tope de su G3 apenas bastaba como para intentar la hazaña?
Daldry hizo una pausa, se frotó el mentón y miró su reloj.
—No me he dado cuenta de que era tan tarde, perdóneme, Alice, me voy a casa. Una vez más, abuso de su hospitalidad.
Daldry trató de levantarse de nuevo de su butaca, pero Alice se lo impidió y lo empujó hacia atrás.
—¡Ya que insiste! —dijo contento por su pequeño efecto—. ¿No tendrá una gota de esa excelente ginebra que me sirvió el otro día?
—Se llevó la botella.
—Qué fastidio. ¿Y no tenía familia?
Alice se fue a buscar una nueva botella y le sirvió la bebida a Daldry.
—Bien, ¿dónde estaba? —continuó después de haberse bebido dos copas casi de un trago—. Al llegar a Mendoza, Adrienne se dirigió al aeródromo de Los Tamarindos, donde la esperaba su biplano. Llegó el gran día. Adrienne alineó su avión en la pista. La joven piloto no carecía ni de humor ni de despreocupación: despegó un uno de abril y olvidó llevarse su carta de navegación.
»Puso rumbo al noroeste; su avión subía penosamente y ante ella se elevaban las temibles cimas nevadas de la cordillera de los Andes.
»Mientras sobrevolaba un estrecho valle, vio bajo sus alas un lago que tenía la forma y el color de una ostra. Adrienne sintió cómo se helaban sus dedos bajo los guantes improvisados que había fabricado con papel de periódico untado de mantequilla. Helada, con un mono demasiado fino para la altitud a la que se encontraba, miró el horizonte, presa del miedo. A la derecha el valle se abría, mientras que a su izquierda todo parecía encapotado. Había que tomar una decisión en el acto. ¿Qué empujó a Adrienne a confiar en una pequeña vidente que había ido una tarde a visitarla a la habitación de su hotel de Buenos Aires? Entró en la oscuridad de las nubes, ganó de nuevo altitud e intentó conservar su rumbo. Unos segundos después, el cielo se aclaraba y enfrente de ella apareció el puerto que debía franquear, con su estatua de Cristo que lo coronaba a más de cuatro mil metros. Subió más allá de los límites tolerados por su avión, pero éste aguantó.
»Volaba desde hacía más de tres horas cuando vio ríos que corrían en la misma dirección que ella, y luego en seguida la llanura y a lo lejos una gran ciudad, Santiago de Chile, y su aeródromo, donde la esperaba una fanfarria. Lo había conseguido. Con los dedos agarrotados y el rostro ensangrentado por el frío, sin apenas ver de tan hinchadas que estaban sus mejillas por la altitud, posó su avión sin romper el armazón y logró detenerlo ante las tres banderas, la francesa, la argentina y la chilena, que las autoridades habían desplegado para celebrar su improbable llegada. Todo el mundo se maravilló; Adrienne y su genial mecánico habían logrado una auténtica hazaña.
—¿Por qué me cuenta todo esto, Daldry?
—¡He hablado mucho y tengo la boca seca!
Alice volvió a servirle ginebra a Daldry.
—Le escucho —dijo mirando cómo se soplaba su copa como si estuviera llena de agua.
—Le cuento todo esto porque a usted también se le ha cruzado una vidente en el camino, porque le ha dicho que encontraría en Turquía lo que busca en vano en Londres y que, para conseguirlo, le hará falta conocer a seis personas. Me imagino que soy la primera de ellas y me siento investido de una misión. Déjeme ser su Duperrier, el mecánico genial que la ayudará a cruzar su cordillera de los Andes —exclamó Daldry arrebatado por la borrachera—. Déjeme conducirle al menos hasta la segunda persona que la guiará hacia el tercer eslabón de la cadena, ya que así nos lo dice la profecía. Déjeme ser su amigo y deme una oportunidad de hacer de mi vida algo útil.
—Es muy generoso por su parte —dijo Alice confusa—. Pero no soy ni piloto de pruebas ni todavía menos su Adrienne Bolland.
—Pero, como ella, tiene pesadillas todas las noches, y sueña con el día en que sea capaz de creer en esa predicción y emprender ese viaje.
—No puedo aceptar —murmuró Alice.
—Pero al menos puede pensarlo.
—Es imposible, está fuera de mis medios, no podría devolvérselo nunca.
—¿Cómo lo sabe? A no ser que no quiera tenerme como mecánico, lo que la convertiría en una rencorosa, ya que no fue mi culpa si la otra tarde mi coche se negaba a arrancar, seré su Caudron. Supongamos que los aromas que pudiera descubrir allí le inspirasen un nuevo perfume, imaginemos que éste se convierte en un enorme éxito, entonces sería su socio. Le dejo decidir el porcentaje que se dignará devolverme por haber contribuido humildemente a su gloria. Y, para que el trato sea justo, si por ventura yo pinto un cruce de Estambul que acabe en un museo, le haré disfrutar también del valor que mis cuadros adquieran en las galerías comerciales.
—Está borracho, Daldry, lo que dice no tiene ningún sentido y, no obstante, casi podría lograr convencerme.
—Entonces, sea valiente, no se quede recluida en su apartamento con miedo a la noche como una niña asustada, ¡haga frente al mundo! ¡Salgamos de viaje! Puedo organizarlo todo, podríamos dejar Londres dentro de ocho días. Le dejo que lo piense esta noche, volveremos a hablarlo mañana.
Daldry se levantó, la cogió entre sus brazos y la estrechó enérgicamente contra él.
—Buenas noches —dijo de repente, retrocediendo apurado por su arrebato.
Alice lo acompañó al rellano; Daldry ya no caminaba en línea recta. Intercambiaron un pequeño gesto con la mano, y se volvieron a cerrar sus respectivas puertas.
Una vez más, su pesadilla había sido fiel a su visita nocturna. Al despertarse, Alice se sentía agotada. Se enrolló en su manta y fue a prepararse el desayuno. Se puso cómoda en la butaca que Daldry había ocupado el día anterior y le echó una ojeada al folleto turístico que había dejado sobre el baúl. Aparecía en portada una foto de la basílica de Santa Sofía.
Rosas otomanas, flores de naranjo, jazmín, con sólo hojear las páginas le parecía distinguir cada uno de los perfumes. Se imaginó en las callejuelas del gran bazar, rebuscando entre los puestos de especias, oliendo los aromas delicados de romero, de azafrán, de canela, y sintió cómo esa ensoñación despierta reavivaba sus sentidos. Suspiró volviendo a dejar el folleto. Su té le pareció de repente desagradable. Se vistió para llamar a la puerta de su vecino. Le abrió en bata y pijama, conteniendo un bostezo.
—¿No se habrá pasado un pelín de madrugadora por casualidad? —le preguntó frotándose los ojos.
—Son las siete.
—A eso me refería, hasta dentro de dos horas —dijo, y volvió a cerrar la puerta.
Alice llamó de nuevo.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Daldry.
—Diez por ciento —anunció.
—¿De qué?
—Diez por ciento de mis beneficios si encuentro en Turquía la fórmula de un perfume original.
Daldry la observó impasible.
—¡Veinte! —respondió cerrando de nuevo la puerta, que Alice volvió a empujar de inmediato.
—Quince —propuso ella.
—Es usted un monstruo para los negocios —dijo Daldry.
—Lo toma o lo deja.
—¿Y mis cuadros? —preguntó.
—Eso como usted quiera.
—Resulta hiriente, querida.
—Entonces, pongamos lo mismo: quince por ciento por la venta de todos los lienzos que pinte allí o a su regreso, en caso de que se inspiren en nuestro viaje.
—A eso me refería, ¡un monstruo para los negocios!
—Deje de halagarme, ¡no hay quien se lo trague! Termine de dormir y venga a verme cuando esté realmente despierto para discutir este proyecto, al que todavía no he dicho que sí. ¡Y aféitese!
—¡Creía haber entendido que la barba me sentaba bien! —exclamó Daldry.
—Entonces, déjela que crezca de verdad; quedarse a medias le hace parecer desaliñado y, si tenemos que ser socios, quiero que esté presentable.
Daldry se frotó la barbilla.
—¿Con o sin?
—Y dicen que las mujeres son indecisas —respondió Alice al irse hacia su piso.
Daldry se presentó en casa de Alice a mediodía. Llevaba traje, se había peinado y perfumado, pero no afeitado. Interrumpiendo a Alice, le anunció que, en cuanto a la barba, pensaba darse de plazo hasta el día de la partida para pensarlo. Invitó a su vecina al bar para discutir en terreno neutral, precisó. Pero, al llegar al final de la calle, Daldry la condujo hacia su coche.