El vuelo de Air France de París a Viena fue bastante más movido que el de Londres. Alice se divertía con el traqueteo que sufría el avión cada vez que éste atravesaba una zona de turbulencias. Daldry, sin embargo, no parecía tan cómodo. Después de una copiosa comida, se encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Alice, que lo rechazó. Sumida en la lectura de una revista, soñaba despierta con las últimas colecciones de los modistos parisinos. Le dio las gracias a Daldry por enésima vez; nunca había imaginado vivir un momento semejante, y nunca, juró, había sido tan feliz. Daldry le respondió que se alegraba de ello y la invitó a descansar un poco. Esa noche cenarían en Viena.
Austria estaba cubierta de nieve. Las extensiones blancas parecían llegar hasta el infinito por el campo y Alice quedó subyugada por la belleza del paisaje. Daldry había dormido durante una buena parte del vuelo, y se despertó cuando el DC-4 se aproximaba a su destino.
—Dígame que no he roncado —le suplicó Daldry al abrir los ojos.
—Con menos fuerza que los motores —respondió Alice sonriendo.
Las ruedas acababan de tocar la pista; el aparato paró delante de un hangar, acercaron una pasarela y los pasajeros pudieron bajar.
Un taxi los condujo al centro de la ciudad. Daldry le precisó al conductor que iban al hotel Sacher. Mientras se acercaban a Heldenplatz, una camioneta se deslizó por una placa de hielo y se cruzó delante de ellos antes de quedarse tumbada sobre un costado.
El taxista evitó por los pelos la colisión. Unos peatones se precipitaron a prestar ayuda al conductor, quien salió indemne de su cabina, pero la circulación estaba bloqueada. Daldry le echó una ojeada a su reloj y masculló en muchas ocasiones: «Vamos a llegar demasiado tarde.» Alice, sorprendida, se lo quedó mirando.
—¿Acabamos de librarnos de un accidente y se preocupa por la hora?
Sin ni siquiera prestar atención, Daldry le pidió al taxista que encontrase una solución para sacarlos de ese atasco. El hombre, que no hablaba una palabra de inglés, se contentó con encogerse de hombros mostrando el caos que había ante ellos.
—Vamos a llegar demasiado tarde —repitió una vez más Daldry.
—Pero ¿adónde llegaremos demasiado tarde? —se enfureció Alice.
—Lo verá a su debido tiempo; en fin, si es que no nos quedamos prisioneros aquí toda la noche.
Alice abrió la puerta y bajó del taxi sin decir una palabra.
—Eso, ¡enfurrúñese! —se quejó Daldry asomándose por la ventanilla.
—¡Menuda cara tiene! No deja de refunfuñar y ni siquiera es capaz de decirme lo que le tiene tan impaciente.
—Porque no puedo decírselo, ¡eso es todo!
—Bueno, pues cuando pueda, ¡volveré a subir!
—Alice, déjese de chiquilladas y vuelva a sentarse, va a coger frío y, además, no vale la pena complicar una situación que ya lo es bastante de por sí. Vaya suerte, tenía que volcarse esa estúpida camioneta delante de nosotros.
—¿Qué situación? —preguntó Alice, brazos en jarras.
—La nuestra; estamos bloqueados en este atasco cuando deberíamos estar ya cambiándonos en el hotel.
—¿Vamos a un baile? —preguntó Alice con tono irónico.
—¡Casi! —respondió Daldry—. Y no le diré más. Ahora suba, me parece que por fin se está despejando.
—Desde aquí tengo mucha mejor vista que usted, que está sentado en ese coche, y puedo asegurarle que la carretera no se ha despejado en absoluto. Vamos al hotel Sacher, ¿no es así?
—En efecto, ¿por qué?
—Porque, desde donde me encuentro, señor gruñón, veo el letrero. Me imagino que a pie debe de encontrarse a cinco minutos de aquí.
Daldry miró a Alice estupefacto. Como la carrera del taxista estaba pagada por la compañía aérea, salió del vehículo, cogió las dos maletas del maletero y le rogó a Alice que hiciera el favor de seguirle.
Las aceras resbaladizas no impidieron a Daldry caminar apresuradamente.
—Vamos a terminar rompiéndonos la crisma —dijo Alice agarrándose a la manga de Daldry—. ¿Qué es tan urgente, por Dios?
—Si se lo digo, ya no será una sorpresa. Démonos prisa, veo la marquesina del hotel, sólo tenemos que caminar algo menos de un kilómetro y habremos llegado.
El portero fue a su encuentro, recogió las maletas y les abrió la puerta.
Alice contempló la gran araña de cristal que estaba colgada de una larga trenza en medio del vestíbulo. Daldry había reservado dos habitaciones; rellenó las fichas policiales y el conserje le entregó las llaves. Miró la hora en el reloj del bar, que se veía desde la recepción, y puso cara de disgusto.
—Ya está, ¡es demasiado tarde!
—Como usted diga —respondió Alice.
—En fin, qué remedio. Vayamos así, con los abrigos puestos no se darán cuenta.
Daldry le hizo cruzar la calle a la carrera. Ante ellos se erguía un magnífico edificio de arquitectura neorrenacentista. A cada lado del frontispicio se alzaban las estatuas de dos caballeros negros listos para lanzarse al galope. La cúpula de cobre que dominaba la ópera era inmensa.
Hombres de esmoquin y mujeres en vestido de noche se apretujaban en los escalones. Daldry cogió a Alice del brazo y se unió a la muchedumbre.
—No me diga… —susurró Alice al oído de Daldry.
—¿Que vamos a la ópera? ¡Pues sí! Le había preparado esta sorpresita. La agencia de viajes de Londres lo orquestó todo. Nuestras entradas esperan en la taquilla. Una noche en Viena sin ir a escuchar una obra de teatro lírico era inconcebible.
—Pero no con la ropa con la que he viajado todo el día —dijo Alice—. Mire a la gente de alrededor, parezco una pordiosera.
—¿Por qué cree que estaba perdiendo la paciencia en ese maldito taxi? El traje de gala es obligatorio, así que haga como yo y cierre bien su abrigo; nos lo quitaremos cuando la sala esté sumida en la oscuridad. Se lo ruego, ni un comentario; por Mozart, estoy dispuesto a todo.
Alice estaba realmente contenta de ir a la ópera, era su primera vez, por lo que obedeció a Daldry sin chistar. Se colaron entre los espectadores con la esperanza de escapar a la vigilancia de los porteros, acomodadores y vendedores de programas, que se ajetreaban en el vestíbulo principal. Daldry se presentó ante la ventanilla y le dio su nombre a la recepcionista. La mujer se puso las gafas e hizo pasar una larga regla de madera por el registro que se encontraba delante de ella.
—Señor y señora Daldry, de Londres —dijo con un acento austríaco muy marcado y le tendió las entradas a Ethan.
Sonó un timbre anunciando el inicio del espectáculo. Alice hubiese querido tener tiempo para contemplar el lugar, el esplendor de la gran escalera, las arañas gigantescas, los dorados, pero Daldry no le dio ocasión. La tiraba del brazo sin parar para mantenerse ocultos entre la muchedumbre, que avanzaba con sus entradas hacia el jefe de sala. Cuando llegó su turno, Daldry contuvo el aliento. El jefe de sala le pidió amablemente que dejaran sus abrigos en el guardarropa, pero Daldry hizo como si no le entendiera. Detrás de ellos, los espectadores empezaban a impacientarse. El jefe de sala alzó los ojos al cielo, rasgó la esquina inferior de las entradas y los dejó entrar. La acomodadora se quedó mirando a Alice y, a su vez, le rogó que se quitase el abrigo. Estaba prohibido llevarlo en la sala. Alice se sonrojó, Daldry se mostró ofendido, volviendo a hacer como si no comprendiese una palabra de lo que le decían, pero la acomodadora había adivinado su estratagema y les pidió en un inglés muy decente que hicieran el favor de obedecer y hacer lo que se les pedía. Las normas sobre la indumentaria eran estrictas, y el traje de etiqueta, obligatorio.
—Dado que habla nuestra lengua, señorita, podemos solucionarlo entre nosotros. Acabamos de llegar del aeropuerto y un estúpido accidente en el hielo de sus carreteras nos ha impedido cambiarnos.
—Señora, y no señorita —respondió la acomodadora—. Y, sean cuales sean sus motivos, debe llevar imperativamente esmoquin y la señora vestido largo.
—Pero eso qué importa, ¡si vamos a estar a oscuras!
—No soy yo quien hace las reglas; en cambio, estoy obligada a hacerlas cumplir. Tengo más personas que acompañar, señor, regrese a la ventanilla, donde le reembolsarán sus entradas.
—Pero bueno —dijo Daldry perdiendo la paciencia—, cada regla tiene su excepción, ¡su reglamento tendrá la suya! No estaremos más que una noche aquí, simplemente le pido que mire para otro lado.
La acomodadora miró a Daldry de una manera que no dio ninguna esperanza.
Alice le suplicó que no montase un escándalo.
—Venga —dijo—, no pasa nada, era una maravillosa idea y ya estoy más que sorprendida. Vamos a cenar, estamos agotados, tal vez no habríamos aguantado toda una ópera.
Daldry fulminó a la acomodadora con la mirada, cogió sus entradas, que rompió delante de ella, y arrastró a Alice hacia el vestíbulo.
—Estoy furioso —dijo al abandonar la ópera—, no es un desfile de moda, sino música.
—Es la costumbre, hay que respetarla —respondió Alice para calmarlo.
—Bueno, pues esa costumbre es grotesca, y ya está —refunfuñó Daldry al salir a la calle.
—Es gracioso —dijo Alice—, cuando se enfada pone cara de niño. Menudo carácter debía de tener.
—¡Tenía muy buen carácter y era un niño fácil!
—No le creo ni por un instante —le respondió Alice riéndose.
Fueron en busca de un restaurante y, al mismo tiempo, rodearon la ópera.
—Esa idiota de la acomodadora nos ha hecho perdernos
Don Giovanni
. No se me pasa. Al agente de viajes le costó muchísimo conseguirnos esos asientos.
Alice había visto una puertecita por la que acababa de salir un utilero. La puerta no estaba completamente cerrada, y Alice puso una sonrisa traviesa.
—¿Estaría dispuesto a arriesgarse a una noche en la comisaría por escuchar
Don Giovanni
?
—Ya le he dicho que por Mozart estaría dispuesto a todo.
—Entonces, sígame. Con un poco de suerte, tal vez sea yo quien le sorprenda ahora.
Alice empujó la puerta de servicio y conminó a Daldry a que la siguiera sin hacer ruido. Cruzaron un largo pasillo que estaba sumido en un claroscuro rojizo.
—¿Adónde vamos? —le susurró Daldry.
—No tengo ni idea —respondió Alice en voz baja—, pero creo que vamos por buen camino.
Alice se guiaba por las notas musicales, que se aproximaban. Le señaló a Daldry una escalera que trepaba hacia otra crujía, mucho más alta aún.
—¿Y si nos pillan? —preguntó Daldry.
—Diremos que nos hemos perdido buscando los aseos, ahora trepe y cállese.
Alice se puso en marcha hacia la segunda crujía. Daldry la seguía, paso a paso, y cuanto más avanzaban mejor se distinguían las melodías de la ópera. Alice miró hacia arriba, por encima de ella había una pasarela colgada de cabos de acero.
—¿No es peligroso? —preguntó Daldry.
—Probablemente, tomamos altura, pero mire abajo, es maravilloso, ¿no cree?
Y, debajo de la pasarela, Daldry descubrió el escenario.
De don Giovanni no veían más que el sombrero y el disfraz, les era imposible ver todo el decorado, pero Alice y Daldry gozaban de una vista impagable de una de las salas de ópera más bellas del mundo.
Alice se sentó, sus piernas se balancearon en el vacío al ritmo de la música. Daldry se instaló a su lado, cegado por el espectáculo que se interpretaba bajo su mirada.
Mucho más tarde, cuando don Giovanni invita al baile a Zerlina y a Masetto, Daldry susurró al oído de Alice que pronto se acabaría el primer acto.
Alice se levantó en el mayor de los silencios.
—Es preferible que nos escabullamos antes del entreacto —sugirió—. Conviene que los tramoyistas no nos sorprendan cuando esté todo iluminado.
Daldry se fue con pesar. Desanduvieron el camino lo más discretamente posible, se cruzaron por el camino con un iluminador que no les prestó demasiada atención, y volvieron a salir por la puerta de los artistas.
—¡Qué noche! —exclamó Daldry en la acera—. ¡Volvería con mucho gusto para decirle a nuestra acomodadora que el primer acto era magnífico!
—Un mocoso, ¡un auténtico mocoso!
—¡Tengo hambre! —exclamó Daldry—. Esta escapada me ha abierto el apetito.
Vio una taberna al otro lado del cruce, pero se dio cuenta de repente de que Alice parecía agotada.
—¿Qué le parecería una cena rápida en el hotel? —le propuso.
Alice no se hizo de rogar.
Cuando acabaron de comer, los dos viajeros se retiraron a sus respectivas habitaciones y, como en Londres, se despidieron en el rellano. Se habían citado al día siguiente por la mañana: a las nueve en el vestíbulo.
Alice se instaló en el pequeño escritorio delante de la ventana de su habitación. Encontró en un cajón lo necesario para escribir, admiró la calidad del papel y anotó las primeras palabras de una carta que le dirigía a Carol. Le contó las impresiones del viaje, le habló de la extraña sensación que había tenido cuando se alejaba de Inglaterra, le describió su increíble noche en Viena, y luego dobló la carta y la tiró al fuego que crepitaba en la chimenea de su habitación.
• • •
Alice y Daldry se habían reencontrado por la mañana, como estaba previsto. Un taxi los condujo hacia el aeropuerto de Viena, cuyas pistas se veían en la lejanía.
—Veo nuestro avión, el tiempo es bueno, seguramente saldremos a la hora prevista —dijo Daldry para llenar el silencio que reinaba desde que habían salido.
Alice permaneció en silencio y no dijo una palabra hasta que llegaron a la terminal.
Inmediatamente después del despegue, cerró los ojos y se durmió. Una turbulencia algo más fuerte hizo que dejara caer su cabeza sobre el hombro de su vecino. Daldry estaba paralizado. La azafata se acercó por el pasillo y Daldry renunció a su bandeja de comida para no despertar a Alice. Sumida en un profundo sueño, se apoltronó y dejó la mano sobre su torso. Daldry creyó oír que lo llamaba, pero no era su nombre el que había murmurado con una sonrisa. Entreabrió los labios y pronunció otras palabras inaudibles antes de desplomarse completamente sobre él. Ethan tosió, pero nada parecía poder sacar a Alice de sus sueños. Una hora antes del aterrizaje, volvió a abrir los ojos y Daldry cerró los suyos, fingiendo haberse adormecido también. Alice se sonrojó al descubrir la postura en la que se encontraba. Al constatar que Daldry dormía, le rogó al cielo que no se despertara mientras trataba de incorporarse con suavidad.