—¿Ya no vamos a comer?
—Sí —respondió Daldry—, pero a un restaurante de verdad, con mantel, cubiertos y platos finos.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes?
—Para darle una sorpresa. Además, probablemente también me lo habría discutido, y tengo ganas de un buen trozo de carne.
Le abrió la puerta y la invitó a ponerse al volante.
—No creo que sea muy buena idea —dijo—, la vez anterior las calles estaban desiertas…
—Le prometí una segunda lección, y siempre cumplo mis promesas. Y, además, quién sabe si en Turquía tendremos que conducir. No quiero ser el único que sepa hacerlo. Vamos, cierre esa puerta y espere a que me haya sentado para dar al contacto.
Daldry rodeó el Austin. Alice estaba atenta a cada una de sus instrucciones. En cuanto le indicaba que girase, se detenía un instante para asegurarse de que no se ponía en el camino de ningún otro vehículo, lo que exasperaba a Daldry.
—A esta velocidad, ¡nos va a adelantar un peatón! La invito a comer, no a cenar.
—¡No tiene más que conducir usted mismo! ¡Qué pesado es! ¡Está todo el rato refunfuñando! ¡Lo hago lo mejor que puedo!
—Bueno, continúe pisando un poco más el pedal del acelerador.
Poco después le rogó a Alice que se pusiese junto a la acera; por fin habían llegado. Un aparcacoches se precipitó hacia la puerta del pasajero antes de darse cuenta de que había una mujer al volante. De inmediato, dio la vuelta al Austin para ayudar a Alice a bajar.
—Pero ¿adónde me ha traído? —preguntó Alice, inquieta por tantas atenciones.
—¡A un restaurante! —suspiró Daldry.
Alice quedó subyugada por la elegancia del sitio. Las paredes del comedor estaban forradas de madera; las mesas se encontraban alineadas en perfecto orden, cubiertas por manteles de algodón egipcio, y contaban con más cubiertos de plata de los que había visto en toda su vida. Un camarero los guió hacia un reservado e invitó a Alice a tomar asiento en el banco. En cuanto se retiró, un maître acudió a presentar las cartas. Lo acompañaba un sumiller que no tuvo tiempo de aconsejar a Daldry, pues este último pidió de inmediato un château margaux de 1929.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Daldry al despedir al sumiller—. Parece furiosa.
—¡Estoy furiosa! —susurró Alice para no atraer la atención de sus vecinos.
—No lo comprendo, le traigo a uno de los restaurantes más famosos de Londres, le hago servir un vino de una finura exquisita, un año mítico…
—Precisamente, habría podido avisarme. Usted va con traje, su camisa es de un blanco que envidiaría la mejor de las lavanderas. ¿Y qué ocurre conmigo? Yo voy emperifollada como una colegiala a la que llevan a tomarse una limonada al final de la calle. Si usted hubiese tenido la delicadeza de informarme de sus planes, al menos habría dedicado algo de tiempo a maquillarme. La gente de alrededor debe de estar diciéndose…
—Que es una mujer encantadora y que tengo suerte de que haya aceptado mi invitación. ¿Qué hombre perdería su tiempo observando su forma de vestir cuando esos ojos que usted tiene pueden acaparar por sí solos toda la atención del género masculino? No se preocupe y, tenga piedad, valore lo que van a servirnos.
Alice miró a Daldry, dubitativa. Probó el vino, largo en la boca y sedoso, que la achispó en seguida.
—¿No estará tonteando conmigo, Daldry?
A Daldry le faltó poco para ahogarse.
—¿Al ofrecerle acompañarla de viaje en busca del hombre de su vida? Sería una extraña forma de hacerle la corte, ¿no le parece? Y, dado que vamos a ser socios, seamos sinceros: ambos sabemos que no somos el tipo del otro. Ésa es la única razón por la que puedo hacerle esta propuesta sin la más mínima segunda intención. En fin, casi…
—¿Casi qué?
—Precisamente para conversar sobre ello era por lo que quería que comiésemos juntos. A fin de que nos pongamos de acuerdo en un ultimísimo detalle de nuestra sociedad.
—Creía que nos habíamos puesto de acuerdo sobre los porcentajes.
—Sí, pero tengo un favorcito que pedirle.
—Le escucho.
Daldry le sirvió otra copa de vino a Alice y la invitó a beber.
—Si las predicciones de esa vidente se confirman, soy, por tanto, la primera de esas seis personas que la llevarán hasta ese hombre. Como he prometido, la acompañaré, pues, hasta la segunda de ellas, y cuando la hayamos encontrado, porque estoy seguro de que la encontraremos, entonces habré cumplido con mi misión.
—¿Adónde quiere llegar?
—¡Menuda manía tiene de interrumpirme todo el rato! Precisamente iba a decírselo. Una vez que haya cumplido con mi deber, volveré a Londres y la dejaré proseguir con su viaje. De todos modos, no voy a sujetar las velas en su gran cita, ¡eso sería carecer de tacto! Por supuesto, según los términos de nuestro pacto, financiaré su viaje hasta su término.
—Viaje que le reembolsaré chelín a chelín, aunque tenga que trabajar para usted lo que me quede de vida.
—Déjese de chiquilladas, no le hablo de dinero.
—Entonces, ¿de qué?
—Ese último detallito precisamente…
—Bueno, ¡pues dígalo de una vez por todas!
—Quisiera, en su ausencia, sea cual sea la duración de ésta, que me autorizase a ir cada día a trabajar bajo su lucernario. Su piso estará vacío y no tendrá utilidad alguna para usted. Le prometo cuidarlo, lo que, entre usted y yo, no le vendría mal.
Alice observó a Daldry.
—¿No estará proponiéndome llevarme a miles de kilómetros de mi casa y abandonarme en tierras lejanas para poder por fin pintar bajo mi lucernario?
A su vez, Daldry miró a Alice con gravedad.
—Tiene los ojos muy bonitos, pero ¡mucha mala leche!
—De acuerdo —dijo Alice—, pero únicamente cuando conozcamos a esa célebre segunda persona y a condición de que nos dé motivos para proseguir la aventura.
—¡Pues claro! —exclamó Daldry levantando su copa—. Entonces, brindemos ahora que hemos cerrado nuestro trato.
—Brindaremos en el tren —replicó Alice—, todavía me concedo el derecho a cambiar de opinión. Todo esto es bastante precipitado.
—Iré a buscar nuestros billetes esta tarde y me ocuparé también de nuestro alojamiento en Estambul.
Daldry volvió a dejar la copa y sonrió a Alice.
—Le brillan los ojos —dijo—, y le sienta bien.
—Es el vino —murmuró—. Gracias, Daldry.
—No es un cumplido.
—No es por eso por lo que le doy las gracias. Lo que hace por mí es muy generoso. Esté seguro de que una vez en Estambul trabajaré día y noche para crear ese perfume que hará de usted el más feliz de los inversores. Le prometo que no voy a decepcionarle…
—¡Tonterías! Disfrutaré tanto como usted de abandonar la monotonía londinense. Dentro de unas horas estaremos bajo el sol y, cuando veo la palidez de mi rostro en el espejo que tiene detrás, pienso que buena falta me hace.
Alice se volvió y se miró a su vez en el espejo. Le hizo un gesto de complicidad a Daldry, que la estaba espiando. La perspectiva de ese viaje le daba vértigo, pero, por una vez, saboreaba la embriaguez sin contención alguna. Y, mirando todavía a Daldry en el espejo, le pidió consejo sobre cómo anunciarles a sus amigos la decisión que acababa de tomar. Daldry se quedó pensando un instante y le hizo notar que la respuesta se encontraba en la pregunta. Bastaría con decirles que había tomado una decisión que la hacía feliz; si eran amigos de verdad, no podrían sino animarla.
Tras esas palabras, Daldry renunció a pedir un postre y Alice le propuso ir a caminar un poco.
A lo largo de su paseo, Alice no dejó de pensar en Carol, Eddy, Sam y, sobre todo, en Anton. ¿Cómo reaccionarían? Se le ocurrió invitarlos a todos a cenar a su casa. Les haría beber más de lo habitual, esperaría a que se hiciese tarde y, alcohol mediante, les hablaría de sus proyectos.
Vio una cabina telefónica y le preguntó a Daldry si le importaba esperarla un instante.
Después de cuatro llamadas, Alice tenía la impresión de que acababa de dar los primeros pasos de un largo viaje. Su decisión estaba tomada, sabía que ya no daría marcha atrás. Se reunió con Daldry, que la esperaba apoyado en una farola fumándose un cigarrillo. Alice se acercó a él, lo agarró y lo hizo girar sobre sí mismo arrastrándolo a un corro improvisado.
—Vayámonos tan rápido como sea posible. Quisiera escapar del invierno, de Londres y de mis costumbres, quisiera que fuese ya el día de nuestra partida. Voy a visitar Santa Sofía, las callejuelas del gran bazar, embriagarme de aromas, ver el Bósforo, mirar cómo bosqueja a los transeúntes en la encrucijada de Occidente y Oriente. Ya no tengo miedo, y soy feliz, Daldry, muy feliz.
—Aunque sospecho que está un poco borracha, es maravilloso verla tan contenta. No lo digo para seducirla, querida vecina, dicho sea con sinceridad. Le pediré un taxi; yo voy a encargarme de la agencia. Por cierto, ¿tiene pasaporte?
Alice dijo que no, como una niña pillada in fraganti.
—Un buen amigo de mi padre ocupaba un puesto importante en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Le llamaré, hará que se aceleren los trámites, estoy seguro. Pero, antes de nada, cambio de programa: vamos a hacer fotos de carnet; la agencia puede esperar, y, esta vez, me pongo yo al volante.
Alice y Daldry fueron al estudio de un fotógrafo de barrio. Mientras se peinaba por tercera vez delante de un espejo, Daldry le hizo notar que la única persona que abriría su pasaporte sería un aduanero turco. Era muy probable que no les hiciese mucho caso a unas pocas mechas rebeldes. Alice acabó sentándose en el taburete del fotógrafo.
Este último acababa de equiparse con una novísima máquina que fascinó a Daldry. Sacó una lámina de la caja, la separó en dos, y unos minutos más tarde Alice descubrió en ella su rostro, repetido cuatro veces. Luego le tocó a Daldry tomar asiento en el taburete. Puso una sonrisa boba y contuvo la respiración.
Con sus documentos en el bolsillo, fueron a hacerse los pasaportes a St James. Ante el encargado, Daldry informó de la inminencia de su viaje, exagerando su preocupación por ver importantes negocios comprometidos si no podían irse en el debido momento. Alice estaba espantada de la cara que su vecino le estaba echando al asunto. Daldry no dudó en hacer valer la recomendación de un pariente que estaba bien situado en el gobierno, pero del que prefería, por discreción, omitir el nombre. El encargado prometió darse prisa. Daldry se lo agradeció y empujó a Alice hacia la salida, temiéndose que arruinase su superchería.
—Nada le detiene —dijo ella al volver a bajar a la calle.
—Sí, ¡usted! Con las muecas que ponía mientras defendía nuestra causa, no estaba lejos de jorobarlo todo.
—Perdóneme si me he reído cuando le ha jurado a ese pobre hombre que, si no estábamos en Estambul dentro de unos días, la convaleciente economía inglesa no se repondría nunca.
—Las jornadas de ese funcionario deben de ser de una monotonía espantosa. Gracias a mí, ha quedado investido de una misión que considerará de la mayor importancia; no veo en ello sino benevolencia por mi parte.
—A eso me refería: tiene usted la cara más dura del mundo.
—¡Estoy muy de acuerdo!
Al salir de la delegación, Daldry se despidió del policía de guardia e hizo entrar a Alice en el Austin.
—La llevo y me largo a la agencia.
El Austin circulaba a buen ritmo por las calles de la capital.
—Esta noche —dijo ella— me reúno con mis amigos en el bar del final de nuestra calle, si quiere unirse a nosotros…
—Prefiero liberarla de mi presencia —respondió Daldry—. En Estambul no tendrá otra elección que soportarme constantemente.
Alice no insistió, Daldry la dejó en su casa.
• • •
La noche se hacía esperar; por mucho que Alice se esforzase en su mesa de trabajo, le era imposible anotar en el papel la más mínima fórmula. Empapaba una cinta en un frasco de esencia de rosa, y sus pensamientos volaban hacia los jardines orientales, que imaginaba magníficos. De repente, oyó la melodía de un piano. Habría jurado que provenía del piso de su vecino. A Alice le hubiese gustado saberlo a ciencia cierta, pero en cuanto abrió su puerta, la melodía se detuvo en seco y la casa victoriana se volvió a sumir en el mayor de los silencios.
• • •
Cuando empujó la puerta del bar, sus amigos ya estaban allí, en plena discusión. Anton la vio entrar. Alice se arregló un poco el cabello y avanzó hacia ellos. Eddy y Sam apenas le prestaron atención. Anton se levantó para ofrecerle una silla antes de retomar el curso de la conversación.
Carol se quedó mirando a Alice y se inclinó hacia ella para preguntarle discretamente al oído qué había pasado.
—¿De qué hablas? —susurró Alice.
—De ti —respondió Carol mientras los chicos continuaban con un agrio debate sobre el gobierno del primer ministro Attlee.
Eddy deseaba ardientemente el regreso de Churchill a la política; Sam, ferviente partidario de su oponente, predecía la desaparición de la clase media en Inglaterra si el señor de la guerra ganaba las próximas elecciones. Alice quiso dar su opinión, pero se sintió obligada primero a responder a su amiga.
—No me ha pasado nada en particular.
—¡Mentirosa! Te ha sucedido algo, se te ve en la cara.
—¡Qué tontería! —protestó Alice.
—Hace mucho tiempo que no te veía tan radiante, ¿has conocido a alguien?
Alice soltó una carcajada, lo que hizo callar a los chicos.
—Es verdad que se te ve distinta —dijo Anton.
—Pero, bueno, ¿qué os pasa? Mejor pídeme una cerveza en lugar de decir burradas, tengo sed.
Anton invitó a sus dos camaradas a seguirle y se encaminó hacia la barra. Había cinco vasos que llenar y no tenía más que dos manos.
Ya sola en compañía de Alice, Carol aprovechó para proseguir su interrogatorio.
—¿Quién es? A mí me lo puedes decir.
—No he conocido a nadie, pero, por si te interesa, no me extrañaría que me sucediese dentro de poco.
—¿Sabes con antelación que vas a conocer a alguien dentro de poco tiempo? ¿Te has hecho adivina?
—No, pero he decidido creer lo que me habéis obligado a escuchar.
Carol, al colmo de la excitación, cogió las manos de Alice entre las suyas.
—Te vas, ¿es eso? ¿Vas a hacer ese viaje?
Alice asintió y señaló con la mirada a los tres chicos, que volvían hacia ellas. Carol se levantó de un salto y les ordenó que volvieran a la barra. Los avisarían cuando hubiesen terminado con su conversación de chicas. Los tres muchachos se quedaron desconcertados, se encogieron de hombros a la vez y volvieron sobre sus pasos, puesto que los acababan de echar.