Esta vez, Daldry había acertado. La anciana no consiguió captar la atención del pescador concentrado en la veleta de su caña, que flotaba en las aguas del Bósforo, así que dio unos pasos por el muelle, cogió unas migas de pan del bolsillo de su abrigo y se las lanzó a las palomas que trotaban por la barandilla donde se acodaban los pescadores. Muy pronto, se dirigió a uno de ellos.
—Extraña soledad, ¿no cree? —dijo Daldry.
Alice se volvió hacia él y lo miró atentamente.
—¿Por qué ha venido hasta aquí, Daldry? ¿Por qué ha hecho este viaje?
—Lo sabe muy bien. Por nuestro pacto: la ayudo a encontrar al hombre de su vida, bueno, la pongo en camino, y, mientras usted sigue la búsqueda, yo pinto bajo su lucernario.
—¿Es ésa, de verdad, la única razón?
La mirada de Daldry se perdió en Üsküdar, como si contemplase el minarete de la mezquita Mirimah, en la orilla asiática del Bósforo.
—¿Se acuerda de ese bar al final de nuestra calle, en Londres? —preguntó Daldry.
—Desayunamos allí, pues claro que me acuerdo.
—Iba allí cada día, a la misma mesa, con mi periódico. Un día en que el artículo que leía me estaba aburriendo me miré en el espejo y tuve miedo de los años que me quedaban por vivir. Yo también necesitaba cambiar de aires. Pero, desde hace algunos días, echo de menos Londres. Nada es nunca perfecto.
—¿Está pensando en volver? —le preguntó Alice.
—Usted también pensaba en ello hace poco.
—Ahora ya no.
—Porque la profecía de esa vidente le parece más creíble. A partir de ahora tiene un objetivo, y yo…, yo he cumplido con mi misión. Creo que el cónsul es el segundo eslabón de la cadena, quizá el tercero si contamos con que Can es el que nos llevó hasta él.
—¿Tiene intención de abandonarme?
—Es lo que habíamos pactado. No se preocupe, pagaré la habitación del hotel y los emolumentos de Can para los tres próximos meses. Está a su entera disposición. Le ingresaré un respetable adelanto de sus gastos. En cuanto a usted, le abriré una cuenta en el Banco di Roma, su agencia se encuentra en Isklital y están acostumbrados a giros del extranjero. Le haré llegar uno cada semana, no le faltará nada.
—¿Quiere que me quede tres meses más en Estambul?
—Tiene camino por hacer, Alice, antes de alcanzar su objetivo, y además no querría perderse la llegada de la primavera en Turquía. Piense en todas las flores que le son extrañas, en sus perfumes… y un poco en nuestros negocios.
—¿Cuándo ha tomado la decisión de irse?
—Esta mañana, al despertarme.
—¿Y si yo prefiriese que se quedase un poco más?
—No necesitaría más que pedírmelo, el próximo vuelo no sale hasta el sábado, lo que nos deja todavía un margen. No ponga esa cara; mi madre está delicada de salud y no puedo dejarla sola indefinidamente.
Daldry se levantó y avanzó hacia el pretil, donde la anciana se acercaba discretamente a un gran perro blanco.
—Tenga cuidado —le dijo al pasar—, es de los que muerden.
• • •
Can llegó al hotel a la hora del té. Parecía satisfecho.
—Tengo novedades fascinantes con las que surtirles —dijo al reunirse con Alice y Daldry en el bar.
Alice volvió a dejar la taza y le prestó toda su atención a Can.
—He encontrado, en un edificio cercana a aquel donde su padre y su madre se habían instalado, a un anciano que los conocía. Está dispuesto a que vayamos a verlo a su casa.
—¿Cuándo? —preguntó Alice mirando a Daldry.
—Ahora —respondió Can.
El apartamento del señor Zemirli ocupaba la segunda planta de un edificio burgués en la calle Isklital. La puerta daba a un largo recibidor donde unos libros viejos se apilaban a lo largo de toda la pared.
Ogüz Zemirli llevaba un pantalón de franela, una camisa blanca, una bata de seda y dos pares de gafas. Unas parecían sujetarse sobre su frente como por arte de magia, las otras se encabalgaban sobre su nariz. Ogüz Zemirli cambiaba de monturas según la necesidad que tuviera de leer o de ver de lejos. Su rostro estaba muy apurado, salvo por algunos pelos entrecanos en la punta del mentón que se le debían de haber escapado al barbero.
Hizo un gesto a sus visitantes para invitarlos a pasar a su salón decorado con muebles franceses y otomanos, desapareció en la cocina y volvió acompañado de una mujer de formas generosas. Ella sirvió el té y unos pastelitos orientales, el señor Zemirli se lo agradeció, y la mujer se retiró de inmediato.
—Es mi cocinera —explicó—; sus pasteles son deliciosos, sírvanse.
Daldry no se hizo de rogar.
—Bueno, ¿así que usted es la hija de Cömert Eczaci? —preguntó el hombre.
—No, señor, mi padre se llamaba Pendelbury —respondió Alice dirigiéndole una mirada desolada a Daldry.
—¿Pendelbury? No creo que me dijera… Puede que sí, después de todo, mi memoria ya no es la que era —añadió el hombre.
Daldry miró a Alice a su vez, preguntándose como ella si su anfitrión estaría todavía en sus cabales; ya odiaba a Can por haberlos llevado allí, y más todavía por haber hecho nacer en Alice la esperanza de saber un poco más sobre sus padres.
—En el barrio —añadió el señor Zemirli— no le llamábamos Pendelbury, sobre todo en esa época; le habíamos puesto el apodo de Cömert Eczaci.
—Lo que quiere decir «el generoso farmacéutico» —tradujo Can.
Tras esas palabras, Alice sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
—¿Era ése su padre? —preguntó el hombre.
—Es muy probable, señor, mi padre cumplía esas dos condiciones.
—Me acuerdo bien de él; de su madre también, una mujer de carácter. Trabajaban juntos en la facultad. Sígame —dijo el señor Zemirli levantándose a duras penas de su asiento.
Se acercó a la ventana y señaló al piso que se encontraba en la primera planta del edificio de enfrente. Alice leyó la inscripción CIUDAD RUMELIA grabada en una placa fija que estaba sobre la puerta cochera.
—En el consulado me dijeron que mis padres vivían en la segunda planta.
—Y yo le digo que vivían ahí —insistió el señor Zemirli señalando las ventanas del primero—. Quizá prefiera creer a su consulado, pero era mi tía quien les alquilaba ese piso. Allí, ¿ve? A la izquierda estaba el salón, y la otra ventana era la de su cuarto. La cocinita daba al patio, como en este edificio. Vamos, vengan a sentarse, me duele la pierna. Por cierto, fue por ella por lo que conocí a sus padres. Voy a contárselo todo. Yo era joven y mi juego preferido al salir del instituto, como el de muchos críos, era coger el tranvía de gorra…
La expresión cobraba todo su sentido, ya que para viajar sin pagar los jóvenes estambulitas saltaban al tranvía en marcha y se sentaban en la cabeza del faro de la parte de atrás del vehículo. Pero un día de lluvia Ogüz falló el salto, y el
bogie
del tranvía lo arrolló y lo arrastró varios metros. Los cirujanos le recosieron las heridas de la pierna lo mejor que supieron y, por los pelos, consiguieron evitar que la perdiera. Ogüz quedó eximido de sus obligaciones militares, pero no hubo ya un día de lluvia en que la pierna no se lo hiciera pasar mal.
—Los medicamentos eran caros —explicó el señor Zemirli—, demasiado caros para comprarlos en la farmacia. Su padre los traía del hospital y me los daba a mí y a los demás necesitados del barrio; en tiempos de guerra, eso quería decir que se los regalaba a muchos de los habitantes de esta zona que caían enfermos. Sus padres tenían, en ese pisito, una especie de dispensario clandestino. En cuanto volvían del hospital universitario, su madre hacía las curas y preparaba los apósitos mientras su padre distribuía los medicamentos que había podido encontrar y los remedios medicinales que él mismo había preparado. En invierno, cuando la fiebre se abatía sobre los chiquillos, se veía a madres y a abuelas haciendo una cola que se alargaba a veces hasta la calle. Las autoridades del barrio no se dejaban engañar, pero como sus padres no se lucraban con ese comercio y la población resultaba beneficiada, los policías hacían la vista gorda. Ellos también tenían niños que iban a que los curaran en ese pisito. No supe de ningún hombre de uniforme que hubiese corrido el riesgo de enfrentarse a su esposa al volver a casa por haber detenido a sus padres; y cabe decir que, dado el carácter de mi juventud, conocía a todos los agentes.
»Sus padres se quedaron casi dos años, si no recuerdo mal. Y luego, una tarde, su padre distribuyó más medicamentos que de costumbre: todos tuvieron derecho al doble de lo que recibían normalmente. Al día siguiente, sus padres ya no estaban allí. Mi tía esperó más de dos meses antes de atreverse a utilizar su llave para ir a ver lo que pasaba. El apartamento estaba perfectamente ordenado; no faltaba ni un plato ni un cubierto; encima de la mesa de la cocina encontró la liquidación del alquiler y una carta que explicaba que habían vuelto a Inglaterra. Esas pocas palabras manuscritas por su padre fueron un inmenso alivio para todos los habitantes del barrio, que habían temido mucho por Cömert Eczaci y su mujer; también lo fueron para todos los policías del barrio, porque los demás sospechábamos de ellos. ¿Sabe? Treinta y cinco años después, cada vez que voy a la farmacia a buscar mis medicamentos para acallar esta maldita pierna, levanto la vista al salir de mi casa y tengo la impresión de que voy a ver aparecer, en la ventana de enfrente, el rostro sonriente de Cömert Eczaci. Así que puedo decirle que se me remueve algo dentro al ver a su hija en mi casa esta tarde.
Alice vio humedecerse los ojos del anciano tras los gruesos cristales de sus gafas y se sintió menos apurada por no haber podido contener las lágrimas.
La emoción había sorprendido a Can y a Daldry de igual modo. El señor Zemirli sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó la punta de la nariz. Se inclinó y llenó de nuevo los vasos de té.
—Vamos a brindar en memoria del generoso farmacéutico de Beyolu y de su esposa.
Todos se levantaron, y brindaron… con té a la menta.
—Y… ¿se acuerda de mí? —preguntó Alice.
—No, no recuerdo haberla visto, me gustaría decirle lo contrario, pero sería mentirle. ¿Qué edad tenía?
—Cinco años.
—Entonces es normal, sus padres trabajaban, debía de estar en el colegio.
—Es completamente lógico —dijo Daldry.
—¿A qué colegio cree usted que me llevaron? —añadió Alice.
—¿No tiene ningún recuerdo de esa época? —preguntó el señor Zemirli.
—Ni el más mínimo, sólo un gigantesco agujero negro hasta nuestro regreso a Londres.
—Ay, ¡la edad de nuestros primeros recuerdos! Va según los niños, ya sabe. Algunos recuerdan más cosas que otros. Por cierto, ¿son recuerdos auténticos o inventados a partir de lo que les han contado? Yo lo he olvidado todo hasta los siete años, e incluso bien podría tener ocho. Cuando se lo decía a mi madre, la sacaba de sus casillas, me preguntaba: «¿Todos estos años ocupándome de ti y lo has olvidado todo?» Pero su pregunta se centraba en el colegio. Sus padres la hubiesen inscrito en el Saint-Michel; no estaba lejos y enseñaban inglés. Era un colegio severo y con buen nombre; seguro que conservan los archivos de esa época, debería pasarse.
El señor Zemirli pareció cansado de pronto. Can tosió, dando a entender que era momento de retirarse. Alice se levantó y le agradeció al anciano su hospitalidad. El señor Zemirli se puso la mano en el pecho.
—Sus padres eran personas tan humildes como valientes, su conducta fue heroica. Me siento feliz de tener ahora la certeza de que pudieron volver a su país sanos y salvos, y todavía más feliz de haber tenido el privilegio de conocer a su hija. Si no le contaron nada de su estancia en Turquía, seguramente fue por modestia. Si se queda el tiempo suficiente en Estambul, comprenderá de qué le hablo. Que tenga buen viaje, Cömert Eczaci’nin Kizi.
Lo que significaba «hija del farmacéutico generoso», según le explicó Can en cuanto estuvieron en la calle.
Ya no era hora de ir a llamar a la puerta del colegio Saint-Michel. Can volvería al día siguiente a primera hora de la mañana para conseguir una entrevista.
Alice y Daldry cenaron en el comedor del hotel. Cruzaron pocas palabras durante la cena. Daldry respetaba los silencios de Alice. De vez en cuando, trataba de distraerla contándole sabrosas anécdotas sobre su juventud, pero Alice tenía la mente en otra parte y sus sonrisas eran fingidas.
Se despidieron en el rellano. Daldry le hizo notar a Alice que tenía todas las razones del mundo para alegrarse: Ogüz Zemirli era necesariamente la tercera, si no la cuarta, de las seis personas de quien había hablado la vidente de Brighton.
Alice cerró la puerta de su habitación y, un poco más tarde, volvió a la mesa donde escribía, delante de la ventana.
Anton:
Cada día, cuando cruzo el vestíbulo de mi hotel, tengo la esperanza de que el conserje me entregue alguna carta tuya. Es una esperanza estúpida, ¿por qué ibas a escribirme?
He tomado una decisión y he necesitado reunir mucho valor para hacerme esta promesa, o más bien, me hará falta mucho para mantenerla. El día que vuelva a Londres iré a llamar a tu puerta y dejaré justo delante de ella un paquete de cartas metidas en un cofrecito que iré a comprar esta semana al bazar. Pondré en él todas las que te he escrito y no te he enviado.
Las leerás por la noche, y quizá vengas a llamar a mi puerta al día siguiente. Es un «quizá» improbable, pero es que, desde hace algún tiempo, «quizá» forma parte de mi día a día.
Y, para ponerte un ejemplo, quizá haya encontrado, por fin, un sentido a estas pesadillas que me atormentan.
La vidente de Brighton tenía razón, al menos en un punto. Mi infancia transcurrió aquí, en el primer piso de un edificio de Estambul. Pasé en él dos años. Debí de jugar en una callejuela al final de la cual se encontraba una gran escalera. No conservo ninguna pista de ello, pero esas imágenes de otra vida vuelven a surgir en mis noches. Para comprender el misterio que rodea una parte de mi infancia más tierna, debo proseguir mi búsqueda. Me imagino las razones por las que nunca me dijeron nada. Si hubiese sido madre, habría hecho como la mía y le habría ocultado a mi hija recuerdos demasiado penosos para contarlos.
Esta tarde, alguien me ha mostrado las ventanas del piso donde vivíamos, donde mi madre debió de apoyar su rostro para mirar el espectáculo de la calle. Me imaginaba la pequeña cocinita donde nos preparaba las comidas, el salón donde debía de sentarme sobre las piernas de mi padre. Creía que el tiempo cerraría la herida de su ausencia, pero no lo ha hecho en ningún modo.
Me gustaría hacerte descubrir esta ciudad algún día. Iríamos a pasear por la calle Isklital y, cuando nos encontrásemos al pie de ciudad Rumelia, te mostraría el lugar donde viví cuando tenía cinco años.
Algún día iremos a caminar a orillas del Bósforo, tocarás la trompeta y escucharé tu música en las colinas de Üsküdar.
Hasta mañana, Anton.
Un beso,