—Recorrer estas calles adoquinadas con tacones es como una tortura china.
—Apóyese en mi hombro. Luego volveremos en taxi.
El ambiente en la pequeña cafetería contrastaba radicalmente con el del inmenso salón del consulado. Allí se jugaba a las cartas, se reía y se cantaba, se brindaba por la amistad, por la salud de un conocido, por el día que estaba acabando, por la promesa de un mañana en que los negocios serían más provechosos, se brindaba por el invierno, particularmente templado ese año, por el Bósforo, que hacía latir el corazón de la ciudad desde hacía siglos, se refunfuñaba contra los barcos de vapor que se quedaban demasiado tiempo en el muelle, contra el coste de la vida, que no cesaba de aumentar, contra los perros vagabundos que invadían las afueras, contra el ayuntamiento, porque habían quemado otra vez un
konak
y porque el patrimonio se esfumaba por culpa de los promotores sin vergüenza; luego se brindaba de nuevo. Por la fraternidad. Por el gran bazar que los turistas volvían a frecuentar.
Los hombres abandonaron un instante sus partidas de cartas al ver entrar a dos extranjeros en traje de etiqueta. Daldry los obvió completamente, escogió una mesa bien a la vista y pidió dos rakis.
—Todo el mundo nos mira —susurró Alice.
—Todo el mundo la mira, querida, haga como si nada y beba.
—¿Cree que mis padres se pasearon por estas callejuelas?
—¿Quién sabe? Es muy posible, quizá lo sepamos mañana.
—Me gusta imaginarlos aquí a ambos, visitando la ciudad, me gusta la idea de seguir sus pasos. Quizá ellos también se quedaron maravillados al contemplar la vista desde los altos de Beyolu, quizá pisaron los adoquines de las callejuelas que hay alrededor de las antiguas viñas de Pera, quizá pasearon de la mano a orillas del Bósforo… Lo sé, es una tontería, pero los echo de menos.
—No es ninguna tontería. Voy a hacerle una confidencia: echo de menos no poder reprocharle a mi padre todos los problemas de mi vida. Nunca me he atrevido a preguntárselo, pero ¿cómo…?
—¿Cómo murieron? Fue un viernes por la tarde, en septiembre de 1941, concretamente el día cinco. Como todos los viernes, había bajado a cenar con ellos. En esa época, yo vivía en un estudio encima de su apartamento. Conversaba con mi padre en el salón, mi madre descansaba en su habitación, estaba indispuesta, un mal resfriado. Las sirenas comenzaron a chillar. Papá me ordenó que fuese a los refugios, iba a ayudar a mamá a vestirse y me prometió que se reunirían conmigo de inmediato. Quería quedarme para ayudarlo, pero me suplicó que me fuese, yo debía encontrar un sitio en el refugio donde instalar a mamá si la alerta se prolongaba. Le obedecí. La primera bomba estalló cuando cruzaba la calle, tan cerca que su onda expansiva me lanzó contra el suelo. Cuando volví en mí y me di la vuelta, nuestro edificio estaba en llamas. Después de la cena, había tenido ganas de ir a la habitación de mi madre para darle un beso, pero no lo hice por miedo a despertarla. Nunca la volví a ver. Nunca pude decirles adiós. Ni siquiera los pude enterrar.
»Cuando los bomberos apagaron el incendio, recorrí las ruinas. No quedaba nada, ni el más mínimo recuerdo de la vida que habíamos compartido, nada de mi infancia. Me fui a vivir a casa de mi tía, en la isla de Wight, y me quedé allí hasta el final de la guerra. Me hizo falta tiempo antes de poder volver a Londres. Casi dos años. Vivía como una ermitaña en mi isla, conocía cada caleta, cada playa, cada colina. Y luego mi tía acabó espabilándome. Me obligó a visitar a mis amigos. Eran lo único que me quedaba en el mundo. Ganamos la guerra, construyeron un nuevo edificio, las huellas del drama se borraron, como la existencia de mis padres y la de tantos otros. Los que viven allí ahora no pueden saberlo, la vida se impone de nuevo.
—De veras que lo lamento —murmuró Daldry.
—Y usted, ¿qué hacía durante la guerra?
—Trabajaba en un servicio de la intendencia de armas. No era apto para ir al frente, por culpa de una fea tuberculosis que dejó sus huellas en mis pulmones. Me puse furioso, hasta sospechaba que mi padre había utilizado su influencia ante los médicos militares para enviarme a la reserva. Había luchado en cuerpo y alma para que me llamaran a filas y finalmente logré acabar en un servicio de información, en el MI-44.
—Entonces, por lo menos participó —dijo Alice.
—En las oficinas, no fue para tirar cohetes. Pero deberíamos cambiar de conversación, no quiero estropear esta noche; es culpa mía, no debería haber sido indiscreto.
—Soy yo quien ha comenzado a hacer preguntas indiscretas. De acuerdo, hablemos de cosas más alegres. ¿Cómo se llamaba ella?
—¿Quién?
—La mujer que le dejó y le hizo sufrir.
—¡Tiene una opinión muy particular de lo que es alegre!
—¿Por qué tanto misterio? ¿Era mucho más joven que usted? Venga, dígamelo, ¿rubia, pelirroja o morena?
—Verde, era completamente verde con grandes ojos saltones, pies inmensos y muy peludos. Ésa es la razón por la que no consigo olvidarla. Bueno, si me hace una pregunta más sobre ella, me permito otro vaso de raki.
—Pida dos, ¡brindaré con usted!
• • •
La cafetería cerraba, era muy tarde y ningún taxi ni
dolmuş
circulaba por las callejuelas cercanas a la plaza de Tünel.
—Déjeme pensar, debe de haber alguna solución —dijo Daldry mientras el ventanal se apagaba detrás de ellos.
—Podría volver caminando con las manos, pero correría el riesgo de estropear mi vestido —sugirió Alice intentando dar una voltereta lateral.
Daldry la cogió justo antes de que se cayera.
—Pero si está completamente borracha, madre mía.
—No exageremos, un poco achispada, se lo concedo, pero borracha, eso son palabras mayores.
—¿Oye? Ni siquiera es ya su voz, parece una verdulera.
—Bueno, pues es bonito eso de vender verdores, dos pepinos, un pimiento y un verde esmeralda, ¡hale! Le peso todo, mi buen caballero, y se le dejo a precio de mercado más un diez por ciento. Con eso apenas me le cubre el transporte, pero tiene una cara bonita y además quería irme ya —dijo Alice con un acento popular tan marcado que casi hubiese pasado por cockney.
—Cada vez mejor. ¡Está borracha perdida!
—No está en absoluto borracha y con las que se ha pillado desde que estamos aquí desde que estamos aquí, no es el más indicado para darme lecciones, ¿verdad? ¿Dónde está?
—Justo a su lado… ¡Al otro lado!
Alice giró sobre su izquierda.
—Ah, ¡otra vez aquí! ¿Vamos a pasearnos a orillas del río? —dijo apoyándose en una farola.
—Lo dudo, el Bósforo es un estrecho y no un río.
—Mejor, me duelen los pies. ¿Qué hora es?
—Deben de ser más de las doce, y esta noche, de forma excepcional, no es la carroza sino la princesa la que se transforma en cabezota, digo, en calabaza.
—No tengo ganas de volver, me gustaría regresar al consulado para bailar un poco más… ¿Qué ha dicho de una calabaza?
—¡Nada! Bueno, a grandes males, grandes remedios.
—¡¿Qué está haciendo?! —chilló Alice cuando Daldry la levantó para llevarla al hombro.
—La llevo al hotel.
—¿Va a transportarme a la puerta en una funda?
—Si lo desea —respondió Daldry levantando los ojos al cielo.
—Pero no quiero que me deje junto al conserje, eh, ¿prometido?
—Por supuesto, y ahora nos callamos hasta que lleguemos.
—Hay un cabello rubio en el esmoquin, en la espalda, me pregunto cómo ha llegado ahí. Y, además, creo que mi sombrero acaba de caerse —masculló Alice antes de dormirse.
Daldry se volvió y vio cómo el fieltro rodaba callejuela abajo antes de acabar su carrera en la alcantarilla.
—Me temo que tendremos que comprar otro —refunfuñó.
Le esperaba una enorme cuesta hasta el hotel. Comenzó a caminar. El aliento de Alice le hacía unas cosquillas terribles en la oreja, pero no podía hacer nada contra eso.
• • •
Al verlos llegar así, el conserje del Pera Palace se sobresaltó.
—La señorita está muy cansada —dijo Daldry dignamente—; si pudiese darme mi llave y la de ella…
El conserje le ofreció su ayuda, pero Daldry la rechazó.
Ethan extendió a Alice sobre su cama, le quitó los zapatos y la cubrió con una manta. Luego corrió las cortinas, la miró dormir un instante antes de apagar la luz, y salió.
• • •
Se paseaba con su padre, le hablaba de sus proyectos. Iba a comenzar la ejecución de un gran lienzo que representase los vastos campos de lúpulo que bordeaban la propiedad. A su padre le parecía una muy buena idea. Habría que acercar el tractor para hacer que apareciese en el cuadro. Acababa de comprar uno completamente nuevo, un Fergusson trasladado de Norteamérica en barco. Daldry estaba perplejo, se había imaginado espigas inclinadas por el viento, una inmensidad amarilla en medio de la obra que contrastase con los degradados de azules que apareciesen en el cielo. Pero su padre parecía tan contento de que su tractor nuevo ocupase un puesto de honor… Había que pensar en ello, quizá representarlo en la parte de abajo del lienzo mediante una coma roja, rematada por un punto negro que simbolizaría al granjero.
Un campo de lúpulo con un tractor bajo el cielo, era realmente una buena idea. Su padre le sonreía y lo saludaba, su rostro aparecía en medio de unas nubes. Sonó un timbre, un extraño timbre que insistía e insistía de nuevo…
De un sueño en la campiña inglesa, el teléfono llevó a Daldry a la palidez del día en su habitación de hotel en Estambul.
—¡Por Dios! —suspiró incorporándose en su cama.
Se volvió hacia la mesilla de noche y descolgó el auricular.
—Al habla Daldry.
—¿Dormía?
—Ya no…, a menos que continúe la pesadilla.
—¿Le he despertado? Lo siento —se disculpó Alice.
—No lo sienta, iba a pintar un cuadro que habría hecho de mí uno de los maestros del paisajismo de la segunda mitad del siglo XX, era preferible que me despertase lo antes posible. ¿Qué hora es en Estambul?
—Casi mediodía. Yo también me acabo de levantar, ¿tan tarde llegamos?
—¿Realmente quiere que le recuerde cómo acabó la noche?
—No me acuerdo de nada. ¿Qué le parecería comer en el puerto antes de nuestra visita en el consulado?
—Un gran tazón de aire no puede hacernos daño. ¿Qué tiempo hace? Todavía no he descorrido las cortinas.
—La ciudad está inundada de luz —respondió Alice—, dese prisa en prepararse y nos encontraremos en el vestíbulo.
—La esperaré en el bar, necesito un buen café.
—¿Quién le dice a usted que llegará antes que yo?
—Estará de broma, ¿no?
• • •
Al bajar la escalera, Daldry vio a Can sentado en una silla del vestíbulo, con los brazos cruzados. El guía lo miraba fijamente.
—¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Desde las ocho de esta mañana, le dejo que eche cuentas, excelencia.
—Lo siento, no sabía que teníamos una cita.
—Es normal que me aparezca en mi trabajo por la mañana; ¿su excelencia recuerda que ha solicitado mis servicios?
—Dígame, ¿va a continuar llamándome así mucho tiempo? Raya en lo ridículo y es irritante.
—Solamente cuando esté enfadado con usted. Había organizado una cita con otro perfumista, pero es pasado mediodía…
—Voy a tomarme un café, luego nos peleamos —respondió Daldry, y abandonó a Can.
—¿Tiene alguna instancia en particular que atender el resto del día, excelencia? —gritó Can a su espalda.
—¡Que me deje en paz!
Daldry se instaló en la barra, incapaz de apartar la mirada de Can, que se paseaba arriba y abajo en el vestíbulo. Abandonó su taburete y volvió con él.
—No quería ser desagradable. Para que me perdone, le doy el resto del día libre. De todas formas, había previsto llevar a la señorita Alice a comer y luego tenemos cita en el consulado. Vuelva con nosotros aquí mañana, a una hora decente, hacia mediodía, e iremos a encontrarnos con su perfumista.
Y, después de haberse despedido de Can, Daldry regresó al bar.
Alice se lo encontró allí un cuarto de hora más tarde.
—Lo sé —dijo antes incluso de que abriera la boca—, he llegado el primero, pero no voy a colgarme ninguna medalla, usted no tenía ninguna posibilidad.
—Estaba buscando mi sombrero, eso es lo que me ha retrasado.
—¿Y lo ha encontrado? —preguntó Daldry con la mirada llena de malicia.
—¡Por supuesto que sí! Está guardado a buen recaudo en mi armario, encima del estante.
—¡Mira por dónde, me deja maravillado! Entonces, ¿todavía está dispuesta a que comamos a orillas del agua?
—Cambio de planes. Venía a buscarlo. Can espera en el vestíbulo, nos ha organizado una visita al gran bazar, es un guía encantador. Estoy loca de contenta, soñaba con ir. Dese prisa —dijo—, lo espero fuera.
—Yo también tengo muchas ganas de ir —masculló Daldry apretando los dientes cuando Alice se alejaba—. Con un poco de suerte podré encontrar un rincón tranquilo donde estrangular a ese guía.
Al bajar del tranvía, se dirigieron hacia el costado norte de la mezquita de Beyazit. Al final de una plaza tomaron por una callecita estrecha, con libreros y grabadores a los lados. Llevaban ya una hora rebuscando en las avenidas del gran bazar y Daldry no había dicho todavía ni una palabra. Alice, radiante, prestaba mucha atención a las anécdotas de Can.
—Es el mercado cubierto más grande y más antiguo del mundo —afirmó con orgullo el guía—. La palabra «bazar» procede del árabe. Antaño, lo llamaban Bedesten, porque
bedes
quiere decir «lana» en árabe, y era aquí el sitio donde se vendía la lana.
—Y yo soy la ovejita que sigue a su pastor —masculló Daldry.
—¿Ha dicho algo, excelencia? —preguntó Can volviéndose.
—Nada en absoluto, le escuchaba religiosamente, querido —respondió Daldry.
—El antiguo Bedesten está en el centro del gran bazar, pero ahora se encuentran allí tiendas de armas antiguas, viejos bronces y una porcelana que es una excepción. En su origen estaba completamente construido con madera. Pero desafortunadamente ardió a principios del siglo XVIII. Es casi una ciudad a cielo cubierto por grandes cúpulas, las descubrirá al levantar la mirada y no mirando mal a nadie, ¡no sé si alguien entiende lo que quiero decir! Encontrarán aquí joyas, pieles, alfombras, objetos de arte, muchas imitaciones por supuesto, pero también algunas piezas grandiosas para un ojo de especialista que se ponga a rebuscar entre…