—Se lo agradezco —le dijo a Can estrechándole la mano.
Al levantarse, Can le preguntó a Daldry si podía acompañarlo al vestíbulo, tenía una cosa que decirle.
Ante la puerta giratoria, Can se inclinó hacia Daldry.
—¡Mis tarrinas acaban de aumentar!
—¿Y eso por qué? ¡Pero si ya habíamos acordado un precio!
—Eso era antes de que me diese un violeta puntapié en la pierna. Por su culpa quizá congele mañana de una pierna, lo que me retrasará.
—Anda que no me ha salido delicado…, apenas lo he rozado, y únicamente para impedirle que metiese la pata.
Can miró a Daldry con la mayor seriedad.
—De acuerdo —admitió Daldry—, le pido perdón, lamento haber tenido ese desafortunado gesto, aunque fuera necesario. Pero reconozca que no ha estado muy hábil.
—No aumentaré mis tarrinas, pero sólo porque su amiga es de una gran preciosidad, y mi trabajo será mucho más fácil.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que podré encontrar en un día cien hombres que dormirían con seducirla. Hasta mañana —dijo Can metiéndose en la puerta giratoria.
Daldry se quedó pensativo y volvió junto a Alice.
—¡Cuántos secretos! ¿Qué le decía que yo no podía oír?
—Nada importante, discutíamos sobre su remuneración.
—Quiero que haga cuentas de todos sus gastos, Daldry: este hotel, nuestras comidas, ese guía, sin olvidarse de nuestro viaje. Se lo reembolsaré…
—Chelín a chelín, lo sé, ya me lo ha repetido bastante. Pero, quiera o no quiera, en la mesa es mi invitada. Que tengamos negocios juntos es una cosa, que me comporte como un caballero, otra, y no voy a dejar de hacerlo. Por cierto, ¿y si bebemos algo para celebrarlo?
—¿Celebrar el qué?
—No lo sé, ¿hay que tener una razón para hacerlo? Tengo sed, tenemos que festejar el hecho de haber contratado a nuestro guía.
—Es un poco pronto para mí, voy a ir a descansar, no he pegado ojo en toda la noche.
Alice dejó a Daldry en el bar. La miró subir en la cabina del ascensor, le dedicó una sonrisita maliciosa y esperó a que hubiese desaparecido para pedir un whisky doble.
• • •
Al extremo de un pontón de madera se balancea una barca. Alice sube a ella y se sienta en el fondo. Un hombre desata la cuerda que los une al embarcadero. La orilla se aleja, Alice trata de comprender por qué el mundo está hecho así, por qué las copas de los grandes pinos parecen, en la oscuridad de la noche, cerrarse sobre su pasado.
La corriente es violenta, la barca cabecea peligrosamente al cruzarse con la estela de un barco que se aleja. Alice querría agarrarse a los dos bordes, pero sus brazos son demasiado cortos. Acomoda sus pies bajo la tablilla donde, dándole la espalda, está sentado el barquero. Cada vez que la barca se hunde en el seno de la ola, una presencia tranquilizadora la sujeta.
Se levanta el viento del norte y esparce las nubes, la claridad de la luna surge no del cielo, sino de la profundidad de las aguas.
La barca atraca, el marinero la coge y la sube a la orilla.
Escala una colina con cipreses plantados y baja al pliegue sombrío de un valle. Anda por un camino de tierra húmeda en el frescor de una tarde de otoño. La cuesta es empinada, se engancha a los matorrales con la mirada puesta en una pequeña luz que centellea a lo lejos.
Alice bordea las ruinas de una antigua fortaleza o de un antiguo palacio, cubiertas de vid silvestre.
El olor de los cedros se mezcla con el de la retama y, un poco más lejos, con el del jazmín. Alice querría que nunca se le olvidaran esos olores que se suceden. La luz ha aumentado, una lámpara de aceite colgada del cabo de una cadena ilumina una puerta de madera. Se abre a un jardín de tilos y de higueras. Alice piensa en robar un fruto, tiene hambre. Querría probar la carne roja y pulposa. Tiende la mano, coge dos higos y se los esconde dentro del bolsillo.
Entra en el patio de una casa. Una voz suave que le es extraña le dice que no tenga miedo, ya no tiene nada que temer, va a poder lavarse, comer, beber y dormir.
Una escalera de madera lleva al piso superior, los escalones crujen bajo los pasos de Alice, se agarra a la barandilla tratando de volverse más ligera.
Entra en una habitación pequeña que huele a cera de abeja. Alice se quita la ropa, la dobla y la pone cuidadosamente encima de una silla. Se acerca a un barreño de hierro, cree ver su reflejo en el agua tibia, pero la superficie se enturbia.
Alice quisiera beber de esa agua, tiene sed y la garganta tan seca que el aire pasa a duras penas por ella. Le arden las mejillas, tiene la cabeza como una olla a presión.
—Vete, Alice. No deberías haber venido. Vuelve a tu casa, no es demasiado tarde.
• • •
Alice abrió los ojos, se levantó, ardiendo de fiebre, entumecido el cuerpo, flojas las extremidades. Presa de las náuseas, se precipitó al baño.
De vuelta a la habitación, temblorosa, llamó a la recepción y le pidió al conserje que le enviase un médico en seguida y que avisasen al señor Daldry.
Ya en su cabecera, el doctor diagnosticó una intoxicación alimentaria y le recetó unos medicamentos que Daldry se apresuró a ir a buscar a la farmacia. Alice se restablecería pronto. Esa clase de percance les sucedía a menudo a los turistas, no había ninguna razón para preocuparse.
A primera hora de la noche, el teléfono sonó en la habitación de Alice.
—No debería haberle dejado comer marisco, me siento terriblemente culpable —dijo Daldry, quien la llamaba desde su habitación.
—No es culpa suya —respondió Alice—, no me obligó. No se enfade, pero voy a dejarle solo en la cena, no me siento muy capaz de soportar ni el más mínimo olor a comida, con hablarle de ello ya me da vueltas el estómago.
—Entonces, no se hable más. Yo también voy a ayunar esta noche, por solidaridad, eso me sentará muy bien. Un bourbon cortito y a la cama.
—Bebe demasiado, Daldry, y bebe para nada.
—Visto su estado, no es la más indicada para darme consejos sobre cuestiones de salud. Sin ganas de fastidiar, me encuentro más en forma que usted.
—Si hablamos de esta noche, no se equivoca. Pero, en cuanto a mañana y a los días por venir, creo que tengo razón.
—Lo razonable sería que descansara en lugar de preocuparse por mí. Duerma tanto como pueda, tómese sus medicamentos y, si el médico nos ha dicho la verdad, por la mañana tendré el placer de volver a verla con fuerzas.
—¿Ha tenido noticias de nuestro guía?
—Todavía no —dijo Daldry—, pero espero su llamada. Por cierto, debería colgar el teléfono y dejarla dormir.
—Buenas noches, Ethan.
—Buenas noches, Alice.
Colgó y sintió cierta aprensión ante la idea de apagar la luz. La dejó encendida y se durmió poco después. Aquella noche ninguna pesadilla perturbó su sueño.
• • •
El artesano perfumista vivía en Cihangir. Su casa, suspendida sobre un terreno baldío en los altos del barrio, estaba unida a la de su vecino por una cuerda de tender de donde colgaban blusas, pantalones, camisas, calzoncillos e incluso un uniforme. Subir la calle adoquinada en día de lluvia no fue tarea fácil, el
dolmuş
lo intentó dos veces. El Chevrolet patinaba y el embrague apestaba a caucho quemado. El taxista, que nunca se había planteado cambiar sus neumáticos por unos nuevos, refunfuñaba. No debería haber aceptado la carrera. Además, no había nada turístico en los altos de Cihangir. Daldry, que se había sentado delante, deslizó un billete en el asiento del viejo Chevrolet y el taxista acabó callándose.
Can llevaba a Alice del brazo mientras atravesaban el terreno baldío «para que no meta usted los pies en un agujero lleno de agua», le dijo.
La leve llovizna que caía sobre la ciudad no anegaría el suelo antes de que acabase el día, pero Can pretendía ser previsor. Alice se sentía mejor, aunque todavía demasiado débil como para apreciar la atención que Can le prestaba. Daldry se abstuvo de comentarlo.
Entraron en la casa; la habitación donde trabajaba el perfumista era espaciosa. Se consumían unas brasas rojizas bajo un gran samovar, y el calor que se desprendía de ellas empañaba los cristales polvorientos del taller.
El artesano, que no comprendía por qué dos ingleses habían ido allí desde Londres a hacerle una visita —aunque se sentía muy honrado por ello—, les ofreció té y unos pastelitos cubiertos de sirope.
—Los ha hecho mi mujer —le dijo a Can, quien tradujo de inmediato que la esposa del perfumista era la mejor repostera de Cihangir.
Alice se dejó guiar hasta el órgano del artesano perfumista. Éste le hizo oler algunas de sus composiciones; las notas con las que trabajaba eran intensas, pero armoniosas. Perfumes orientales de bella factura que no tenían, sin embargo, nada de original.
Al final de una larga mesa, Alice vio un cofrecito lleno de frascos cuyos colores picaron su curiosidad.
—¿Puedo? —le preguntó tras coger un frasquito lleno de un extraño líquido verde.
Can aún no había acabado de traducir su pregunta cuando el artesano cogió el frasco de manos de Alice y lo volvió a poner en su sitio.
—Dice que no tiene ningún interés en absoluto, que sólo son experimentos con los que se entretiene —dijo Can—. Un pasatiempo.
—Tengo curiosidad por olerlos.
El artesano aceptó encogiéndose de hombros. Alice quitó el corcho y se quedó asombrada. Cogió una cinta de papel, la empapó cuidadosamente en el líquido y se la pasó bajo la nariz. Volvió a dejar el frasco, ejecutó los mismos gestos con un segundo y un tercer frasco, y después se volvió estupefacta hacia Daldry.
—¿Y bien? —preguntó él, en silencio hasta ese momento.
—Es increíble, ha recreado un auténtico bosque en ese cofrecito. Nunca se me habría ocurrido. Huélalo usted mismo —le dijo Alice empapando una nueva cinta de papel en un frasco—. Uno pensaría que está a ras de tierra, al pie de un cedro.
Dejó el secante sobre la mesa y cogió otra cinta. La empapó en un frasco y la agitó un instante antes de ofrecérsela a Daldry.
—En ésta hay un aroma a resina de pino, y en ese otro frasco —dijo quitando el corcho— hay un olor a prado húmedo, una nota ligera de cólquico mezclada con helecho. Y aquí, huela de nuevo, a avellana…
—No conozco a nadie que quisiera perfumarse con avellanas —masculló Daldry.
—No es para el cuerpo, son aromas de ambiente.
—¿De verdad cree que hay un mercado para los perfumes de ambiente? Y, por otra parte, ¿qué son los perfumes de ambiente?
—Piense en el placer de encontrar en su casa las fragancias de la naturaleza. Imagine que pudiésemos esparcir en los pisos el perfume de las estaciones.
—¿De las estaciones? —preguntó Daldry asombrado.
—Hacer durar el otoño cuando llega el invierno, conseguir que en enero nazca la primavera con su serie de floraciones, hacer brotar los aromas de la lluvia en verano. Un comedor en el que flotase el olor del limonero, un baño perfumado con flor de naranjo, perfumes de interior que no sean incienso, ¡es una idea fantástica!
—Bueno, pues, si usted lo dice, no nos queda más que entendernos con este señor que parece tan sorprendido como yo por su agitación.
Alice se volvió hacia Can.
—¿Podría preguntarle cómo ha conseguido mantener durante tanto tiempo esta nota de cedro? —dijo respirando el secante que había vuelto a coger del órgano de perfumes.
—¿Qué nota? —preguntó Can.
—Pregúntele cómo lo ha hecho para que el perfume aguante durante tanto tiempo en el ambiente.
Y, mientras Can traducía lo mejor que podía la conversación entre Alice y el artesano perfumista, Daldry se acercó a la ventana y miró el Bósforo, que parecía turbio tras el vaho de los cristales. Si bien eso no era en absoluto lo que había esperado al ir a Estambul, pensó, era posible que Alice hiciese algún día una fortuna, y, por extraño que pudiera parecer, no le importaba un auténtico bledo.
• • •
Alice, Can y Daldry le dieron las gracias al artesano por la mañana que les había consagrado. Alice le prometió volver muy pronto. Esperaba que pudiesen trabajar juntos. El artesano nunca habría pensado que su pasión secreta pudiese un día inspirar el interés de nadie. Pero, esa tarde, le podría decir a su mujer que las noches en vela hasta tan tarde en su taller, los domingos que se pasaba recorriendo las colinas, fatigando valles y sotobosques para recoger toda clase de flores y plantas, no habían sido el pasatiempo de un viejo loco, como le reprochaba tan a menudo, sino un trabajo serio que había cautivado a una perfumista inglesa.
—No es que me haya aburrido —dijo Daldry al volver a la calle—, es sólo que no he comido nada desde ayer al mediodía y no me opondría a un ligero tentempié.
—¿Está loca con esta visita? —le preguntó Can a Alice ignorando a Daldry.
—Estoy loca de alegría, el órgano de ese perfumista es una auténtica cueva de Alí Babá, ha organizado un encuentro maravilloso, Can.
—Estoy encantado de su encantamiento, que me encanta —respondió Can, con el rostro encendido.
—¡Uno, dos, uno, dos! —exclamó Daldry hablando en el cuenco de su mano—. Aquí Londres, ¿me recibe?
—Dicho esto, señorita Alice, debo informarle de que ciertas palabras de su vocabulario se me escapan y me son muy difíciles de traducir. Por ejemplo, no he visto el instrumento musical que se parece a una alcoba de babas en la casa de ese hombre —prosiguió Can sin prestarle la más mínima atención a Daldry.
—Lo siento, Can, es jerga propia de mi oficio, le dedicaré un rato para explicarle esos matices y será el intérprete de Estambul más cualificado en perfumería.
—Es una especialidad que me gustaría mucho, le quedaría agradecido para siempre, señorita Alice.
—Bueno —refunfuñó Daldry—, debo de haberme quedado afónico, por lo visto, ¡nadie oye lo que digo! ¡Tengo hambre! ¡¿Podría indicarnos un sitio donde podamos comer sin que la señorita Alice se ponga enferma?!
Can lo miró insistentemente.
—Tenía intención de arrastrarles a un lugar que les costará olvidar.
—Estupendo, ¡se ha dado cuenta de que estoy aquí!
Alice se acercó a Daldry y susurró en su oído.
—No es usted muy amable con él.
—No me diga, ¿es que lo encuentra amable conmigo? Tengo hambre. Le recuerdo que no comí por solidaridad, pero ya que se compincha con nuestro fabuloso guía, me retiro de mi ayuno.