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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

La química secreta de los encuentros (12 page)

—¿Cuándo? —preguntó Carol, más excitada que su mejor amiga.

—No lo sé todavía, pero es cuestión de unas semanas.

—¿Tan pronto?

—Esperamos nuestros pasaportes, hemos ido a pedirlos esta tarde.

—¿Nuestros? ¿Te vas acompañada?

Alice se sonrojó y le dio a conocer a Carol el trato que había acordado con su vecino.

—¿Estás segura de que no hace todo esto para seducirte?

—¿Daldry? Por el amor de Dios, ¡no! Hasta le he hecho esa pregunta, así, abiertamente.

—¿Has tenido la cara de hacerlo?

—No lo he pensado, ha surgido en la conversación y me ha hecho notar que acompañar a una mujer hasta los brazos del hombre de su vida no sería muy agudo para alguien que quisiera hacerle la corte.

—Lo admito —dijo Carol—. Entonces, ¿de verdad le interesa invertir en tus perfumes? Menuda confianza en tu talento.

—¡Por lo visto tiene más que tú! Yo no sé lo que le motiva más, si gastarse una herencia que no quiere, hacer un viaje, o tal vez simplemente aprovechar mi lucernario para pintar. Parece que sueña con ello desde hace años y le he prometido que le dejaría mi piso durante mi ausencia. Volverá mucho antes que yo.

—¿Piensas irte tanto tiempo? —le dijo Carol disgustada.

—No lo sé.

—Escucha, Alice, no quiero ser una aguafiestas, sobre todo porque he sido la primera en animarte a ello, pero, ahora que esto se concreta, me parece un poco inconsciente irse tan lejos porque una vidente te ha vaticinado que encontrarás al amor de tu vida.

—Pero no me voy por eso, larguirucha. No estoy tan desesperada. Sólo que no paro de dar vueltas en mi taller, hace meses que no consigo crear un perfume; me asfixio en esta ciudad, en esta vida. Voy a saborear el aire de alta mar, embriagarme de nuevos olores y de paisajes desconocidos.

—¿Me escribirás?

—Por supuesto, ¡que te crees tú que voy a desaprovechar una ocasión así para ponerte celosa!

—¡Pero si eres tú la que me dejas a los tres chicos para mí sola! —replicó Carol.

—¿Quién te dice que con mi ausencia no me tendrán todavía más en sus mentes? ¿Nunca has oído decir que la separación intensifica el deseo?

—No, nunca he oído decir una cosa tan estúpida, y tampoco he tenido nunca la impresión de que tú fueses su principal centro de interés. ¿Cuándo piensas decirles que te vas?

Alice le comentó que quería organizar una cena en su casa al día siguiente. Pero Carol le respondió que no había necesidad de montar tanta película; después de todo, ¡no era la novia de ninguno de los chicos! En realidad no tenía que pedirle permiso a nadie.

—¿Permiso para qué?

—Para ir a visitar unos archivos secretos —respondió Carol de inmediato sin saber de dónde le venía semejante idea.

—¿Archivos? —interrogó Anton.

Sam y Eddy se sentaron a su vez. La pandilla estaba al completo. Alice detuvo su mirada en Anton y anunció su decisión de ir a Turquía.

Se hizo un largo silencio.

Eddy, Sam y Anton, boquiabiertos, miraban fijamente a Alice, incapaces de decir palabra; Carol dio un puñetazo sobre la mesa.

—No os ha dicho que se vaya a morir, sino que se va de viaje; ¿podéis respirar de una vez?

—¿Estabas al corriente? —le preguntó Anton a Carol.

—Desde hace un cuarto de hora —respondió irritada—. Lo siento, no he tenido tiempo de enviaros un telegrama.

—¿Te ausentas por mucho tiempo? —preguntó Anton.

—No sabe nada —respondió Carol.

—Irte tan lejos tú sola —preguntó Sam—, ¿es realmente prudente?

—Viaja con su vecino, el gruñón que irrumpió en su casa la otra noche —aclaró Carol.

—¿Te vas con ese tipo? ¿Hay algo entre vosotros? —preguntó Anton.

—Que no —respondió Carol—, que son socios, que es un viaje de negocios. Alice va a buscar en Estambul algo que le ayude a crear nuevos perfumes. Si queréis contribuir a los gastos del viaje, a lo mejor todavía hay tiempo de convertirse en accionista de su futura gran compañía. Si tienen ganas, señores, ¡no lo duden! Vayan ustedes a saber si dentro de unos años no ocupan una silla en el consejo de administración de Pendelbury y Asociados.

—Tengo una pregunta —le interrumpió Eddy, que hasta ese momento no había dicho nada—. A pesar de que Alice vaya a convertirse en presidenta de una multinacional, ¿puede hablar por sí sola todavía o desde ahora hay que pasar por ti para dirigirse a ella?

Alice sonrió y acarició la mejilla de Anton.

—Es un auténtico viaje de negocios, y como sois mis amigos, en lugar de dejaros encontrar mil buenos motivos para impedir que me vaya, os invito a mi casa el viernes, para celebrar mi partida.

—¿Te vas tan pronto? —preguntó Anton.

—La fecha no está fijada todavía —respondió Carol—, pero…

—En cuanto tengamos nuestros pasaportes —intervino Alice—. Prefiero evitar las despedidas, más vale decirse adiós un poco demasiado pronto. Y además, así, si os echo de menos a partir del sábado, todavía podré pasar a veros.

La noche acabó tras esas palabras. Los chicos no estaban para fiestas. Se dieron un beso en la acera delante del bar. Anton se llevó a Alice aparte.

—Te escribiré, te prometo que te enviaré una carta cada semana —dijo antes incluso de que hablase.

—¿Qué vas a buscar allá que no encuentras entre nosotros?

—Te lo diré cuando vuelva.

—Si vuelves.

—Mi querido Anton, no es sólo por mi carrera por lo que emprendo este viaje; lo necesito, ¿lo entiendes?

—No, pero me imagino que desde ahora tendré todo el tiempo del mundo para pensar en ello. Buen viaje, Alice, cuídate y escríbeme sólo si tienes ganas de verdad.

Anton le volvió la espalda a su amiga y se volvió a ir con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.

Aquella noche, los muchachos no tenían ganas de acompañar a las chicas. Alice y Carol subieron la calle juntas, sin decir una palabra.

Ya en su casa, Alice no encendió la luz. Se quitó la ropa, se deslizó desnuda bajo las sábanas y miró la luna creciente que brillaba por encima del lucernario; un cuarto creciente, se dijo, casi igual al que había en la bandera de Turquía.

• • •

El viernes, a final de la tarde, Daldry llamó a la puerta de Alice. Entró en el piso, agitando orgulloso los dos pasaportes.

—Aquí están —dijo—, todo está en regla, ¡podemos viajar al extranjero!

—¿Ya? —preguntó Alice.

—¡Y con los visados! ¿No le había dicho que tenía algunos conocidos bien situados? He pasado a buscarlos esta mañana, y me he ido de inmediato a la agencia para poner a punto los últimos detalles del viaje. Nos iremos el lunes, esté lista a partir de las ocho.

Daldry dejó el pasaporte de Alice encima de su mesa de trabajo y se fue inmediatamente.

Ella pasó las páginas del documento, soñadora, y lo dejó sobre la maleta.

• • •

En el transcurso de la noche, todos pusieron buena cara, a pesar de que no tenían ganas de hacerlo. Anton los había dejado plantados; desde que Alice había anunciado su partida, la pandilla de amigos ya no era la misma. No era medianoche cuando Eddy, Carol y Sam decidieron volver a casa.

Se dijeron muchas veces adiós con largos abrazos. Alice prometió escribir con frecuencia, llevar multitud de recuerdos del bazar de Estambul. En el umbral de su puerta, Carol, llorando, le juró encargarse de los chicos como de su propia familia y de hacer entrar en razón a Anton.

Alice se quedó en el rellano hasta que el hueco de la escalera volvió a estar en silencio antes de volver a su casa, con el corazón en un puño y un nudo en la garganta.

Capítulo 6

El lunes por la mañana a las ocho, Alice, maleta en mano, le echó una última ojeada a su piso antes de volver a cerrar la puerta. Bajó la escalera nerviosa; Daldry la esperaba ya en un taxi.

El conductor del
black cab
cogió su equipaje y lo puso en la parte delantera. Alice se encaramó al asiento trasero, al lado de Daldry, que la saludó antes de indicarle al taxista la dirección de Harmondsworth.

—¿No vamos a la estación? —preguntó Alice, inquieta.

—No, en efecto —respondió lacónico Daldry.

—¿Y por qué a Harmondsworth?

—Pues porque es donde se encuentra el aeródromo. Quería darle una sorpresa, viajaremos por los aires, será mucho más rápido que el tren para llegar a Estambul.

—¿Cómo que por los aires? —preguntó Alice.

—He secuestrado dos patos en Hyde Park. Que no, ¡nos vamos en avión, por supuesto! Imagino que para usted también es la primera vez. Volaremos a una velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora a siete mil metros de altitud. ¿No es simple y llanamente increíble?

Mientras el coche dejaba la ciudad y recorría el campo, Alice vio pasar los pastos y se preguntó si no habría preferido quedarse en tierra firme, aun a riesgo de que el viaje durase mucho más tiempo.

—Piénselo —prosiguió Daldry completamente excitado—; haremos escala en París, luego en Viena, donde pasaremos la noche, y mañana estaremos en Estambul en lugar de llegar allí tras una larga semana.

—No tenemos tanta prisa como para eso —le hizo notar Alice.

—¿No me diga que montar a bordo de un avión le da miedo?

—Todavía no lo sé.

El aeropuerto de Londres estaba en plena construcción. Había tres pistas de cemento ya operativas, mientras que un batallón de tractores trazaba otras tres. BOAC, KLM, British South American Airways, Irish Airline, Air France, Sabena, las jóvenes compañías estaban unas al lado de las otras bajo tiendas y barracas de chapa ondulada que hacían las veces de terminales. El primer edificio de ladrillo se construía en el centro del aeródromo. Cuando estuviera acabado, el aeropuerto de Londres adquiriría un aspecto más civil que militar.

Sobre la pista había aviones de la Royal Air Force y aparatos de líneas comerciales aparcados en batería.

El taxi se colocó delante de una verja. Daldry cogió sus maletas y condujo a Alice hacia la tienda de Air France. Presentó sus billetes en el mostrador de facturación. El agente de tierra los acogió con deferencia, llamó a un mozo y le dio a Daldry dos tarjetas de embarque.

—Su vuelo sale a la hora prevista —dijo—, en breve vamos a proceder a llamar a los pasajeros. Si desean que sellen su pasaporte las autoridades aduaneras, el mozo les acompañará.

Cumplidas las formalidades, tanto Daldry como Alice se instalaron en un banco. Cada vez que un aparato levantaba el vuelo, el ruido ensordecedor de sus motores impedía cualquier intento de conversación.

—Creo que, con todo, tengo un poco de miedo —confesó Alice entre dos bramidos.

—Parece que a bordo es menos ruidoso. Créame, esas máquinas son mucho más seguras que los automóviles. Estoy convencido de que una vez en el aire estará encantada con el espectáculo que se presentará ante usted. ¿Sabe que nos servirán una comida?

—¿Vamos a hacer escala en Francia? —preguntó Alice.

—En París, pero sólo para cambiar de avión, desgraciadamente no tendremos el placer de ir a la ciudad.

El empleado de la compañía fue a buscarlos, a continuación se unieron a ellos otros pasajeros y se los escoltó a todos por la pista.

Alice vio un inmenso avión. Una pasarela subía hacia la parte trasera de la carlinga. Una azafata, vestida con un uniforme favorecedor, acogía a los pasajeros en el último escalón. Su sonrisa tranquilizó a Alice. Qué trabajo tan increíble tenía esa chica, pensó Alice al entrar en el DC-4.

La cabina era mucho más grande de lo que había supuesto. Alice tomó asiento en una butaca tan cómoda como la que tenía en su casa, salvo porque estaba equipada con un cinturón de seguridad. La azafata le mostró cómo abrocharlo y cómo abrirlo en caso de emergencia.

—¿Qué clase de emergencia? —se inquietó Alice.

—No tengo ni idea —respondió la azafata sonriendo cada vez más—, nunca he vivido ninguna. Esté tranquila, señora —le dijo—, todo va a ir bien; realizo este viaje todos los días y nunca me canso de hacerlo.

La puerta trasera se volvió a cerrar. El piloto saludó uno a uno a los pasajeros y volvió a su puesto, donde el copiloto ejecutaba la lista de verificación. Los motores petardearon, un haz de llamas iluminó cada ala y las hélices giraron con un estrépito ensordecedor; pronto, sus palas se volvieron invisibles.

Alice se hundió en su asiento y clavó las uñas en los apoyabrazos.

La carlinga vibraba, quitaron los calzos de las ruedas, el avión bordeaba ya la pista. Sentada en la segunda fila, Alice no se perdía nada de las comunicaciones entre el puesto de pilotaje y la torre de control. El radiomecánico escuchaba las instrucciones de los controladores aéreos y se las transmitía a los pilotos. Acusaba recibo de los mensajes en un inglés que Alice no lograba descifrar.

—Ese tipo tiene un acento espantoso —le dijo a Daldry—, la gente que le habla no debe de comprender nada de lo que les dice.

—Si me lo permite, lo importante es que sea buen aviador y no experto en lenguas extranjeras. Relájese y disfrute de la vista. Piense en Adrienne Bolland, vamos a volar en unas condiciones que ella nunca conoció.

—¡Así lo espero! —dijo Alice encogiéndose todavía más en su asiento.

El DC-4 se alineaba para el despegue. Los dos motores ganaban en potencia, la carlinga vibraba todavía más. El comandante soltó los frenos y el aparato cogió velocidad.

Alice había pegado la cara a la ventanilla. Pasaron las infraestructuras del aeropuerto; sintió de repente una sensación desconocida, las ruedas habían abandonado el suelo y el avión oscilaba en el aire ganando altitud lentamente. La pista se empequeñecía a ojos vistas antes de borrarse para dejar paso a la campiña inglesa. Y, mientras el avión subía a toda velocidad, las formas de las granjas que aparecían a lo lejos parecían encogerse.

—Parece magia —dijo Alice—. ¿Cree que vamos a atravesar las nubes?

—Ojalá —respondió Daldry abriendo su periódico.

A la campiña le sucedió pronto el mar. Alice hubiese querido contar las crestas de las olas que aparecían en la inmensidad azul.

El piloto anunció que se verían las costas francesas de un momento a otro.

El vuelo duró menos de dos horas. El avión se acercaba a París y la excitación de Alice aumentó cuando creyó ver la torre Eiffel a lo lejos.

La escala en Orly fue breve. Un empleado de la compañía acompañó a Alice y a Daldry por la pista hasta otro aparato. Alice no escuchaba ni una palabra de lo que le decía Daldry, no pensaba más que en una sola cosa: el próximo despegue.

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