En cuanto ella recuperó su sitio en su asiento, Daldry bostezó largo rato, se estiró agitando su brazo izquierdo, dolorido, y se interesó por la hora.
—Creo que vamos a llegar pronto —dijo Alice.
—No me he enterado del vuelo —mintió Daldry masajeándose la mano.
—¡Mire! —exclamó Alice con el rostro pegado a la ventanilla—, hay agua hasta donde alcanza la vista.
—Me imagino que contempla el mar Negro, yo no veo más que su pelo.
Alice se apartó para compartir con Daldry el paisaje que se ofrecía ante ella.
—En efecto, no vamos a tardar en aterrizar, no estaría en contra de desentumecer los brazos.
Poco rato después, Alice y Daldry se desabrochaban los cinturones. Al bajar del avión, Alice pensó en sus amigos de Londres. Se había ido hacía dos días y, sin embargo, le parecía que habían pasado semanas. Su piso le parecía muy lejos y se le encogió el corazón al pisar el suelo.
Daldry recuperó los equipajes. En el control de pasaportes, el aduanero los interrogó sobre la finalidad de la visita. Daldry se volvió hacia Alice y le respondió al oficial que habían ido a Estambul para encontrarse con el futuro esposo de Alice.
—¿Su prometido es turco? —le preguntó el aduanero al mirar de nuevo el pasaporte de Alice.
—A decir verdad, todavía no lo sabemos. Puede que lo sea, de lo único de lo que estamos seguros es de que vive en Turquía.
El aduanero titubeó.
—¿Viene a Turquía para casarse con un hombre que no conoce? —le preguntó.
Y, antes de que Alice pudiera responder, Daldry le confirmó que se trataba exactamente de eso.
—¿No existen buenos maridos en Inglaterra? —añadió el oficial.
—Sí, probablemente —replicó Daldry—, pero no el que le conviene a la señorita.
—Y usted, señor, ¿también ha venido a nuestro país para buscar una mujer?
—Por Dios, no, no soy más que el acompañante.
—Quédense aquí —dijo el aduanero, al que las palabras de Daldry habían dejado perplejo.
El hombre se alejó hacia un despacho acristalado, y Alice y Daldry lo vieron conversar con su superior.
—¿Era necesario contarle esa clase de idioteces a un aduanero? —preguntó Alice, furiosa.
—¿Qué quería que le dijera? Ésa es la finalidad de nuestro viaje, que yo sepa, y me da pánico mentir a las autoridades.
—No parecía molestarle en la expedición de pasaportes.
—Ah, sí, pero era en casa, aquí estamos en tierra extranjera y conviene comportarse como un perfecto caballero.
—Sus chiquilladas al final acabarán por traernos problemas, Daldry.
—Que no, ya verá, decir la verdad siempre compensa.
Alice vio al superior encogerse de hombros y devolverle los pasaportes al aduanero, que volvió con ellos.
—Todo está en regla —afirmó este último—, ninguna ley prohíbe venir a casarse a Turquía. Les deseo una estancia agradable entre nosotros y le deseamos que sea muy feliz, señorita. Quiera Dios que se case con un hombre honrado.
Alice le dio las gracias con una sonrisa y recuperó su pasaporte sellado.
—Y qué, ¿quién tenía razón? —fanfarroneó Daldry al salir del aeropuerto.
—Podría haberse contentado con decirle que veníamos de vacaciones.
—Con apellidos diferentes en nuestros pasaportes eso habría resultado ser una completa inconveniencia.
—Es usted exasperante, Daldry —dijo Alice subiéndose al taxi.
—En su opinión, ¿cómo es? —le preguntó Daldry a Alice tras sentarse junto a ella.
—¿El qué?
—Ese hombre misterioso que al final nos ha traído hasta aquí.
—No sea tonto, lo que he venido a buscar es un nuevo perfume… y me lo imagino colorido, sensual y al mismo tiempo ligero.
—Por el color no me preocupo, es difícil ser tan pálido como nosotros, los pobres ingleses; en lo que respecta a la ligereza…, si hace alusión a mi humor, me temo que no tengo rival; en cuanto a la sensualidad, ¡la dejaré que juzgue por sí misma! Bueno, dejo de hacerla rabiar, veo que no está de humor.
—Estoy de muy buen humor, pero hubiera preferido no pasar como una desaprovechada ante ese aduanero.
—Bueno, piense que lo he distraído de esa foto de carnet que tanto parecía preocuparle en Londres.
Alice le dio un codazo en el brazo a Daldry y se volvió hacia la ventanilla.
—¡Para que me vuelva a decir que tengo mal carácter! Usted tampoco debía de ser moco de pavo de niña.
—Puede ser, pero al menos tengo el decoro de reconocerlo.
Atravesar las afueras de Estambul puso fin a su riña. Daldry y Alice se acercaban al Cuerno de Oro. Callejuelas estrechas, casas de fachadas abigarradas escalonadas en anfiteatro, tranvías y taxis que peleaban en las principales arterias… La ciudad era un hervidero y captaba toda su atención.
—Es extraño —dijo Alice—, estamos muy lejos de Londres y, en cambio, este lugar me resulta conocido.
—Es por mi compañía —dijo Daldry para hacer rabiar a Alice.
El taxi se detuvo en la curva de una gran avenida adoquinada. El hotel Pera Palace, noble edificio de sillares, de arquitectura francesa, dominaba la calle Merutiyet en el distrito de Tepebai, en el corazón del barrio europeo. Había seis cúpulas con placas de cristal suspendidas sobre el inmenso vestíbulo; la decoración interior ecléctica combinaba con gusto
boiseries
inglesas y mosaicos orientales.
—Aquí estaba una de las habitaciones favoritas de Agatha Christie —anunció Daldry.
—Este sitio es demasiado lujoso —se quejó Alice—, podríamos habernos podido contentar con una modesta casa de huéspedes.
—El tipo de cambio de la libra turca nos es favorable —replicó Daldry—, y además tengo que tomar medidas draconianas si quiero despilfarrar mi herencia.
—En realidad, si lo he entendido bien, ha sido al envejecer cuando se ha convertido en un mocoso, Daldry.
—En justa compensación, querida, la venganza es un plato que se sirve frío, y créame si le digo que tengo mucho por lo que desquitarme de mi adolescencia. Pero basta de hablar de mí. Vamos a instalarnos en nuestras habitaciones y reencontrémonos en el bar dentro de una hora.
Y fue una hora más tarde, al esperar a Alice en el bar del hotel, cuando Daldry conoció a Can. Solo en la barra, ocupaba uno de los cuatro taburetes, mientras se dedicaba a barrer con la mirada la sala desierta.
Can debía de tener treinta años, tal vez uno o dos más. Llevaba un traje elegantemente cortado. Can tenía los ojos de color oro y arena, y la mirada viva, disimulada detrás de unas gafitas redondas.
Daldry se sentó a su lado. Le pidió un raki al camarero y se volvió discretamente hacia su vecino. Can le sonrió y le preguntó en un inglés más bien decente si su viaje había sido agradable.
—Sí, más bien rápido y confortable —respondió.
—Bienvenido a Estambul —replicó Can.
—¿Cómo sabía que soy inglés y que acabo de llegar?
—Su ropa es inglesa y no estaba por aquí ayer —respondió Can, con voz impostada.
—El hotel es agradable, ¿no cree? —añadió Daldry.
—No sabría decirle… Vivo en lo alto de la colina Beyolu, pero vengo a menudo por aquí por las noches.
—¿Negocios o placer? —preguntó Daldry.
—Y usted, ¿cómo es que ha venido a Estambul?
—Oh, yo todavía me hago esa pregunta, es una historia un poco extraña. Digamos que estamos de búsquedas.
—Aquí encontrará todo lo que quiere. Nuestra ciudad rebosa de ricuras. Cuero, caucho, algodón, lana, seda, aceites, productos del mar y de fuera… Dígame lo que busca y le pondré en contagio con los mejores comerciantes de la región.
Daldry tosió en el cuenco de la mano.
—No se trata de eso, no estoy en Estambul como comerciante. Por otra parte, no sé nada de negocios, soy pintor.
—¿Está usted artista? —preguntó Can con entusiasmo.
—¿Artista? Tal vez no llegue a tanto todavía, pero creo que tengo una buena pincelada.
—¿Y qué pinta?
—Cruces.
Y, ante la perplejidad de Can, Daldry añadió de inmediato:
—Intersecciones, si prefiere.
—No las prefiero, la verdad. Pero puedo presentarle a nuestros excepcionales cruces de Estambul si lo desee, sé unos con peatones, carretas, tranvías, automóviles,
dolmuş
[2]
y autobuses, eso como usted mire.
—¿Quién sabe? Si se tercia… Pero tampoco he venido para eso.
—¿Entonces? —susurró Can, picado por la curiosidad.
—Entonces, como le decía, es una larga historia. Y usted, ¿a qué se dedica?
—Soy guía e intérprete. El mejor de la ciudad. En cuanto le dé la espalda, el camarero le dice lo opuesto, pero únicamente porque tiene un negociete, ¿comprende? Los otros guías le pagan una comisión anónima. Conmigo, nada de propinas, tengo una moral. Un turista, o si ha venido a hacer tiendas, no puede desenvolverse aquí sin un guía y un intérprete de excelencia. Y, como ya le decía, soy…
—El mejor de Estambul —interrumpió Daldry.
—¿Mi reputación se me ha adelantado? —preguntó Can, lleno de orgullo.
—Quizá necesite sus servicios.
—Sería preferible que lo pesase. Elegir guía es una cosa importante en Estambul y no quiero que tenga remordimientos, no tengo sino clientes satisfactorios.
—¿Por qué cambiaría de idea?
—Porque luego ese maldito camarero le dirá indecencias sobre mí y a lo mejor le entran ganas de creerlo. Y, además, todavía no me ha decido qué se está rebuscando.
Daldry vio a Alice saliendo del ascensor y cruzando el vestíbulo.
—Hablaremos de ello mañana —dijo Daldry levantándose precipitadamente—. Tiene razón, lo consultaré con la almohada. Nos encontraremos aquí a la hora del desayuno, pongamos hacia las ocho, si le viene bien. No, a las ocho es un poco pronto; con el desfase horario estaré todavía en pleno sueño; pongamos a las nueve. Y, si no le molesta, preferiría que nos viésemos en otra parte, en una cafetería, por ejemplo.
Daldry hablaba cada vez más rápido a medida que Alice se aproximaba. Can le sonrió maliciosamente.
—En el pasado ya me he encontrado con algunos clientes extraños —dijo el guía—. Hay un salón de té y de bollitos muy placenteros en la calle Istikal, en el cuatrocientos sesenta y uno. Dígale al taxi que le lleve a Lebon, es un sitio
indispendiable
, todo el mundo se lo sabe. Lo esperaré allí.
—Perfecto, ahora debo dejarle, hasta mañana —dijo Daldry precipitándose hacia Alice.
Can se quedó sentado en su taburete, observando cómo Daldry guiaba a Alice hacia el comedor del hotel.
• • •
—He pensado que preferiría cenar aquí esta noche, la noto cansada después del largo viaje —dijo Daldry instalándose en la mesa.
—No, no demasiado —respondió Alice—. He dormido en el avión y, además, en Londres son dos horas antes. No consigo creer que sea ya de noche.
—Los desfases horarios son desconcertantes cuando no se tiene costumbre de viajar. Mañana necesitará levantarse a las tantas. Le propongo que quedemos hacia mediodía.
—Es muy previsor por su parte pensar en mañana, Daldry, pero la noche ni siquiera ha comenzado.
El maître les presentó las cartas: había becada en el menú y multitud de pescados del Bósforo. Alice no apreciaba demasiado la caza; dudó si pedir el
lüfer
[3]
que le aconsejaba el maître, pero Daldry les pidió cigalas. El maître dijo que las de aquella región eran excelentes.
—¿Con quién hablaba? —le preguntó Alice.
—Con el maître —respondió Daldry, sumido en la carta de vinos.
—Cuando he llegado al bar parecía estar en plena conversación con un hombre.
—Ah. ¿Él?
—Con ese «él», me imagino que se refiere a la persona con la que le he visto conversar.
—Es un guía que capta clientes vagando por el bar. Pretende ser el mejor de la ciudad…, pero su inglés es espantoso.
—¿Necesitamos un guía?
—Tal vez unos días, no es ninguna tontería tenerlo en cuenta, eso nos hará ganar tiempo. Un buen guía nos sabrá ayudar a encontrar las plantas que busca y, por qué no, nos llevará a regiones más salvajes, donde la naturaleza podría reservarnos algunas sorpresas.
—¿Lo ha contratado ya?
—Claro que no, apenas hemos cruzado unas palabras.
—Daldry, la caja del ascensor es de cristal, los he visto antes incluso de llegar a la planta baja y parecían en plena conversación.
—Intentaba venderme sus servicios, yo le escuchaba. Pero, si no le gusta, puedo pedirle al conserje que nos encuentre otro.
—No, no quiero hacerle gastar inútilmente el dinero. Estoy segura de que, con un poco de criterio, podremos desenvolvernos. Más bien deberíamos comprar una guía turística; al menos, no tendremos que darle conversación.
Las cigalas estaban a la altura de las promesas del maître.
Daldry se dejó tentar por un postre.
—Si Carol me viese en este comedor suntuoso —dijo Alice tras probar su primer café turco—, se pondría verde de envidia. En cierta forma, también le debo este viaje un poco a ella. Si no hubiese insistido en que fuese a hablar con esa vidente en Brighton, nada de todo esto habría pasado.
—Entonces, deberíamos brindar por su amiga Carol.
Daldry le pidió al sumiller que les sirviera un poco más de vino.
—Por Carol —dijo Daldry haciendo tintinear el cristal.
—Por Carol —repitió Alice.
—Y por el hombre de su vida, al que encontraremos aquí —exclamó Daldry levantando de nuevo su copa.
—Por el perfume que lo hará rico —respondió Alice antes de beber un trago de vino.
Daldry le echó una mirada a la pareja que cenaba en la mesa vecina. La mujer, con un elegante vestido negro, estaba preciosa. Daldry le encontró un parecido con Alice.
—¿Quién sabe? A lo mejor tiene familia lejana que se instaló en esta región.
—¿De qué habla?
—Hablábamos de la vidente, que yo sepa. ¿No le dijo que tenía orígenes turcos?
—Daldry, de una vez por todas, deje de pensar en esa bobada de la adivinación. Las palabras de esa mujer no tenían ningún sentido. Mis padres eran ingleses, y mis abuelos también lo eran.
—Figúrese, tengo un tío griego y una prima lejana veneciana. Y, sin embargo, toda mi familia es natural de Kent. Los matrimonios deparan muchas sorpresas cuando uno estudia su genealogía.
—Pues bien, mi genealogía es de lo más británica, y nunca he oído hablar de un abuelo que haya vivido a más de cien millas de nuestras costas. Mi tía abuela Daisy, la más lejana de mis parientes, hablo en términos de distancia geográfica, vive en la isla de Wight.