La química secreta de los encuentros (29 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

ALICE

P. D.: Perdóneme por esa confusión de nombres, estaba distraída. Anton es un viejo amigo a quien escribo a veces. Ya que hablamos de amigos, ¿le gustó la película que fue a ver con Carol?

Querida Alice:

(Aunque Anusheh sea un nombre muy bonito.)

Creo que ese viejo maestro la ha confundido con otra niñita que debía de frecuentar ese colegio. No debería dejarse atormentar más por historias surgidas de la memoria de un hombre que ya no está en sus cabales.

La buena noticia es que ha encontrado el centro en el que estaba escolarizada durante los dos años de su infancia pasados en Estambul. A partir de ahora tiene la prueba de que sus padres, incluso en tiempos difíciles, no habían descuidado sus estudios. ¿Qué más necesita buscar?

Al haber reflexionado sobre sus preguntas sin respuesta, les he encontrado una lógica implacable. Durante la guerra y en su situación (¿debo recordarle la singular ayuda que les prestaron a los habitantes de Beyolu, lo que no carecía de peligro?), es probable que sus padres hubiesen preferido que pasase sus días en otro barrio. Y, dado que trabajaban ambos en la facultad, también es probable que hubieran recurrido a una niñera. He aquí la razón por la que el señor Zemirli no tuviese ningún recuerdo de usted. Cuando iba a buscar sus medicamentos, usted estaba en clase o confiada a esa señora Yilmaz. El misterio está resuelto, y puede volver con serenidad a sus obras que, espero, avancen a pasos agigantados.

Por mi parte, el cuadro progresa, no tan rápido como desearía, pero creo que me las apaño bastante bien. En fin, es lo que me digo cada tarde al dejar su piso y pienso todo lo contrario al volver al día siguiente. Qué quiere, es la dura vida de un pintor, ilusiones y desilusiones, uno cree dominar su tema, pero son esos malditos pinceles los que te dominan y hacen lo que les da la gana. Aunque no sean los únicos en este caso…

Por cierto, ya que su correspondencia me da a entender que añora cada vez menos Londres, como a menudo me sucede que vuelvo a pensar en ese excelente raki que bebía en Estambul en su compañía, me pongo a soñar algunas noches con la idea de una cena en el restaurante de mamá Can; me gustaría poder hacerle algún día una visita, aunque sé que es imposible, trabajo mucho últimamente.

Su afectísimo,

DALDRY

P. D.: ¿Ha vuelto a ir de picnic a la isla de los Príncipes? ¿Merece la isla su nombre? ¿La ha cruzado?

Querido Daldry:

Me reprochará el retraso de esta carta, pero no me odie, he trabajado sin pausa estas tres últimas semanas.

He hecho grandes progresos, y no solamente en el idioma turco. El artesano de Cihangir y yo nos acercamos a algo tangible. Ayer, por primera vez, obtuvimos un acorde maravilloso. La primavera tiene mucho que ver. Si supiera, Daldry, cómo ha cambiado Estambul desde la llegada del buen tiempo. Can me ha llevado este último fin de semana a visitar el campo de alrededor y he encontrado allí aromas increíbles. Las afueras de la ciudad están ahora cubiertas de rosas, las variedades se cuentan por centenares. Los melocotoneros y los albaricoqueros están en plena floración, los ciclamores de las orillas del Bósforo han adquirido un color púrpura.

Can me dice que pronto será el turno de las retamas rebosantes de oro, de los geranios, de las buganvillas, de las hortensias y de tantas otras flores. He descubierto el paraíso terrestre de los perfumistas, y soy la más afortunada de ellos por estar aquí instalada. Me preguntaba por la isla de los Príncipes: resplandece bajo su vegetación abundante. Y la colina de Üsküdar, donde vivo, no se queda atrás. Al final de mi turno vamos muy a menudo con Can a tomar algo a los cafecitos asentados en el corazón de los jardines ocultos de Estambul.

Dentro de un mes, cuando el calor sea más intenso, iremos a la playa a bañarnos. ¿Ve? Estoy tan feliz de estar aquí que me vuelvo hasta impaciente. La primavera no está sino a mitad de carrera, y ya espero inquieta la llegada del verano.

Querido Daldry, nunca sabré cómo agradecerle que me haya permitido conocer esta existencia que me embriaga. Me gustan las horas pasadas junto al artesano de Cihangir, mi trabajo en el restaurante de mamá Can, que se ha convertido casi en alguien de mi familia para mí —tan cariñosa se muestra—, y la suavidad de las noches de Estambul cuando vuelvo a casa es una maravilla.

Me gustaría tanto que me hiciera una visita, aunque fuera una semanita, para compartir con usted todas estas bellezas que he descubierto.

Es tarde, la ciudad por fin duerme, voy a hacer lo mismo.

Le mando un beso, y le escribiré en cuanto me sea posible.

Su amiga,

ALICE

P. D.: Dígale a Carol que la echo de menos, me haría feliz recibir noticias suyas.

Capítulo 13

Alice se detuvo camino del restaurante para enviar su carta a Daldry. Al entrar en la sala oyó un vivo altercado entre mamá Can y su sobrino. Pero, en cuanto se acercó a la trascocina, mamá Can se calló y miró mal a Can para que se callara también, lo que no se le escapó en absoluto a Alice.

—¿Qué pasa? —preguntó poniéndose su delantal.

—Nada —protestó Can, cuya mirada decía todo lo contrario.

—Pero si ambos parecen muy enfadados —dijo Alice.

—Una tía debería tener derecho a reñir a su sobrino sin que éste levante la mirada al cielo y le falte al respeto —respondió mamá Can alzando la voz.

Can salió del restaurante dando un portazo sin siquiera despedirse de Alice.

—Parece grave —añadió ella al acercarse a la cocina, donde el marido de mamá Can se atareaba.

Se volvió hacia ella con una espátula en la mano y le hizo probar su guiso.

—Está delicioso —dijo Alice.

El cocinero se secó las manos en el delantal y se dirigió sin decir una palabra hacia el cobertizo para fumarse allí un cigarrillo. Le echó una mirada de exasperación a su mujer antes de cerrar a su vez de un portazo.

—Buen ambiente —dijo Alice.

—Esos dos se han aliado contra mí —refunfuñó mamá Can—. El día que me muera, los clientes me seguirán al cementerio antes de permitir que les sirvan esos dos cabezones.

—Si me dijera lo que pasa, quizá podría ponerme de su parte; con un dos contra dos, el partido estaría más igualado.

—El cretino de mi sobrino es demasiado buen profesor y tú aprendes demasiado rápido nuestra lengua. Can debería meterse en sus asuntos y tú deberías hacer lo mismo. Vete, pues, al comedor en lugar de quedarte ahí plantada; ¿ves algún cliente en esta cocina? No, pues largo, esperan que los sirvan, ¡y ni se te ocurra dar un portazo!

Alice no se lo hizo repetir. Dejó en el primer estante que estaba a mano la pila de platos que el pinche acababa de secar, y se volvió libreta en mano hacia el comedor, que comenzaba a llenarse.

Apenas se cerró la puerta de la cocina, se oyó a mamá Can gritarle a su marido que apagase el cigarrillo y que volviese en el acto a su cocina.

La noche continuó sin más contratiempos, pero, cada vez que Alice pasaba por la cocina, constataba que mamá Can y su marido no se dirigían la palabra.

Los lunes por la noche, el turno de Alice nunca acababa muy tarde, los últimos clientes abandonaban el restaurante alrededor de las once. Terminó de ordenar el comedor, se desató el delantal, se despidió del pinche, del marido de mamá Can, quien masculló un confuso adiós, y por fin de ella, quien la miró salir poniéndole cara rara.

Can la esperaba fuera, sentado en un murete.

—Pero ¿adónde has ido? Te has escapado a la francesa. ¿Y qué es lo que le has hecho a tu tía para ponerla en ese estado? Por culpa de tus tonterías hemos pasado todos una noche horrorosa, estaba de un humor de perros.

—Mi tía es mucho más terca que un perro, nos hemos peleado, eso es todo, mañana irá todo mejor.

—¿Y puedo saber por qué os habéis peleado? Después de todo, soy yo quien ha pagado los platos rotos.

—Si se lo digo, se enfadará mucho más y el turno de mañana será peor que el de esta noche.

—¿Por qué? —preguntó Alice—. ¿Me concierne en algo?

—No puedo decir nada. Bueno, ya hemos cotilleado bastante, la acompaño, es tarde.

—¿Sabes, Can? Soy una persona adulta y no tienes la obligación de escoltarme todas las noches hasta mi casa. En estos meses he tenido tiempo para aprenderme el camino. La casa donde vivo no se mueve nunca del final de la calle.

—No está bien burlarse de mí, me pagan por encargarme de usted, sólo hago mi trabajo, como usted en el restaurante.

—¿Cómo que te pagan?

—El señor Daldry continúa enviándome un giro cada semana.

Alice miró durante un buen rato a Can y se fue sin decir nada. El guía le dio alcance.

—También lo hago por amistad.

—No me digas que es por amistad, porque te pagan —dijo acelerando el paso.

—Las dos cosas no son incompatibles, y por la noche las calles no son tan seguras como cree. Estambul es una gran ciudad.

—Pero Üsküdar es un pueblo donde todo el mundo se conoce, me lo has repetido cien veces. Ahora déjame en paz, conozco mi camino.

—Está bien —suspiró Can—, le escribiré a Daldry para decirle que ya no quiero su dinero, ¿le parece bien así?

—Lo que me habría parecido bien es que me hubieses dicho mucho antes que te seguía pagando por ocuparte de mí. Intenté dejarle claro que ya no quería su ayuda, pero constato que no hace más que lo que le da la gana, una vez más, y eso me pone furiosa.

—¿Por qué el hecho de que alguien la ayude la pone furiosa? Es absurdo.

—Porque no le he pedido nada, y no necesito la ayuda de nadie.

—Eso es todavía más absurdo, todos necesitamos a alguien en la vida, nadie puede hacer grandes cosas solo.

—Bueno, ¡pues yo sí!

—Bueno, ¡pues usted tampoco! ¿Lograría poner a punto su perfume sin la ayuda del artesano de Cihangir? ¿Habría encontrado su taller si yo no la hubiese llevado? ¿Habría conocido al cónsul, al señor Zemirli y al maestro de escuela?

—No exageres, no tienes nada que ver con lo del maestro de escuela.

—¿Y quién decidió ir por la callejuela que pasaba por delante de su casa? ¿Quién?

Alice se paró y se encaró con Can.

—Eres de una mala fe increíble. De acuerdo, sin ti no habría conocido ni al cónsul, ni al señor Zemirli, no trabajaría en el restaurante de tu tía, no viviría en Üsküdar y probablemente me habría ido de Estambul. Es a ti a quien le debo todo eso, ¿estás satisfecho?

—¡Y no habría pasado ante el callejón donde se encontraba ese colegio!

—Te he pedido disculpas, no nos vamos a pasar con esto toda la noche.

—No he debido de captar en qué momento se ha disculpado. Y no habría conocido a ninguna de esas personas, ni habría encontrado un empleo en el restaurante de mi tía, ni habría ocupado la habitación que le alquila, si el señor Daldry no me hubiese contratado. Podría extender sus disculpas y agradecérselo a él también, al menos con el pensamiento. Estoy seguro de que le llegarían de una forma u otra.

—Lo hago en cada carta que le escribo, «señor doy lecciones de moral», quizá dices eso únicamente para que no le prohíba en mi próxima carta mandarte tus giros.

—Si después de todos los favores que le he hecho quiere usted hacer que pierda mi empleo, es asunto suyo.

—Eso es justo lo que decía, eres de una mala fe increíble.

—Y usted tan terca como mi tía.

—Vale, Can, ya he tenido mi ración de discusiones por esta noche, por todo el mes, mejor dicho.

—Vamos a tomarnos un té y hagamos las paces.

Alice se dejó guiar a un café cuya terraza, todavía muy frecuentada, ocupaba el final de un callejón.

Can les pidió dos rakis. Alice prefería el té que le había prometido, pero el guía no quiso escucharla.

—El señor Daldry no le tenía miedo a beber.

—¿A ti te parece valiente cogerse un ciego?

—No lo sé, nunca me he hecho esa pregunta.

—Bueno, pues deberías; la ebriedad es una cobardía estúpida. Ahora que hemos brindado con raki para darte gusto, vas a decirme qué tiene que ver conmigo esa discusión con tu tía.

Can dudó si responder, pero la insistencia de Alice venció sus últimas reticencias.

—Es por toda esa gente que le he hecho conocer. El cónsul, el señor Zemirli, el maestro, aunque le he jurado a mi tía que en éste no he tenido nada que ver y que habíamos pasado por delante de su casa por casualidad.

—¿Qué es lo que te reprocha?

—Meterme en lo que no me importa.

—¿Por qué le disgusta eso?

—Dice que cuando nos ocupamos demasiado de la vida de los demás, incluso cuando creemos que hacemos bien, acabamos por no traerles más que problemas.

—Bueno, pues iré a tranquilizar a mamá Can mañana mismo y le explicaré que no me has traído más que alegrías.

—No puede decirle tal cosa a mi tía, sabría que se lo he dicho yo y se pondría furiosa conmigo. Y más teniendo en cuenta que no es completamente verdad. Si no le hubiese presentado al señor Zemirli, no habría estado tan triste cuando se murió; y si no la hubiese llevado a esa callejuela, no se habría sentido desamparada ante ese viejo profesor. Nunca la había visto en semejante estado.

—¡Tienes que decidirte de una vez por todas! O son tus talentos de guía los que nos condujeron a ese colegio, o es una casualidad y no tienes nada que ver.

—Digamos que es un poco las dos cosas: la casualidad hizo que se quemase el
konak
, y yo la llevé a la callejuela. La casualidad y yo éramos socios en este asunto.

Alice apartó su vaso vacío, Can volvió a llenarlo de inmediato.

—Esto me recuerda a mis buenas noches con el señor Daldry —dijo el guía.

—¿Podrías olvidarte de Daldry cinco minutos?

—No, no creo —respondió Can después de reflexionar.

—¿Cómo habéis llegado a discutir así?

—Por la cocina.

—No te preguntaba dónde había comenzado, sino cómo.

—Ah, eso no puedo decírselo, mamá Can me ha hecho prometerlo.

—Bueno, pues te libero de tu promesa. Una mujer puede levantar la promesa que un hombre le ha hecho a otra mujer a condición de que ellas se lleven bien y que eso no cause ningún perjuicio ni a una ni a otra. ¿No lo sabías?

—¿Se lo acaba de inventar?

—Ahora mismo.

—Eso es lo que yo pensaba.

—Can, dime por qué habéis hablado de mí.

—¿Qué bien puede hacerle eso?

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