ALICE
Alice:
El cartero me ha entregado esta mañana su carta; entregado es mucho decir, prácticamente me la ha tirado a la cara. El hombre estaba de muy mal humor, desde hace dos semanas ni siquiera me dirige la palabra. Es cierto que me preocupaba no tener noticias suyas, tenía miedo de que le hubiese pasado algo y criticaba cada día al servicio de correos por ello. Fui, pues, varias veces a la oficina para comprobar si sus cartas se habían extraviado en alguna parte. Tuve, y le juro que esta vez no fue culpa mía, un pequeño altercado con el empleado, todo porque no toleró que cuestionase la probidad de sus servicios. ¡Como si el correo de su majestad no conociese nunca pérdidas o retrasos! Y eso fue lo que le sugerí al cartero, quien se lo tomó a mal. Esa gente de uniforme son de una susceptibilidad que roza lo ridículo.
Por su culpa, ahora voy a tener que ir a pedirles disculpas. Se lo ruego, si sus horarios la absorben hasta el punto de que no encuentra ningún momento que dedicarme, tómese al menos unos minutos para escribirme que no ha tenido tiempo de escribirme. Unas palabras bastarán para acallar una preocupación inútil. Comprenda que me siento responsable de su presencia en Estambul y, por tanto, de que esté sana y salva.
Leo con placer en sus palabras que su complicidad con Can no deja de crecer, puesto que come en su compañía cada día, y por añadidura en un cementerio, lo que de todas formas me parece un lugar muy extraño para alimentarse, pero, en fin, puesto que eso la hace feliz, no tengo nada que decir.
Estoy intrigado por sus obras. Si de verdad quiere recrear la ilusión del polvo, es inútil quedarse en Estambul. Vuelva a su casa lo antes posible; constatará que, en su apartamento, el polvo lo es todo menos una ilusión.
Quiere que le dé noticias mías… Como usted, me esmero en el trabajo y el puente Gálata empieza a tomar forma bajo mis pinceles. Estos últimos días me he puesto a hacer bocetos de los personajes que pintaré en él, y además trabajo en los detalles de las casas de Üsküdar.
He ido a la biblioteca, donde he encontrado antiguos grabados que reproducen las hermosas perspectivas de la orilla asiática del Bósforo; me serán muy útiles. Cada día, cuando se acerca el mediodía, dejo mi apartamento para ir a comer al final de nuestra calle, conoce el sitio, es inútil describírselo. ¿Recuerda a la viuda que se encontraba sola en una mesa detrás de nosotros el día en que estuvimos allí juntos? Tengo una buena noticia, creo que ha terminado su luto y que ha conocido a alguien. Ayer, un hombre de su edad, hecho un auténtico fantoche, pero con cara de tipo simpático, entró con ella y los vi desayunar juntos. Espero que su historia les dure. Nada prohíbe enamorarse sea cual sea la edad, ¿no?
A primera hora de la tarde, me fui a su casa, hice un poco de limpieza y pinté hasta la tarde. La luz que cae de su lucernario es casi una iluminación para mí, nunca he trabajado tan bien.
Los sábados voy a pasear a Hyde Park. Como los fines de semana acostumbra a llover, nunca me cruzo con nadie, y eso me encanta.
A propósito de personas que me cruzo, me encontré a una de sus amigas en la calle a comienzos de semana. Una tal Carol se me presentó espontáneamente. Su rostro me vino a la memoria cuando evocó esa noche en que irrumpí en su casa. Aprovecho para decirle que lamento haberme comportado de esa manera. No fue para reprochármelo para lo que me abordó su amiga, sino porque sabía que habíamos viajado juntos y había esperado por un instante que usted estuviese de vuelta. Le dije que no pasaba nada y nos fuimos a tomarnos un té, durante el cual me permití darle noticias suyas. Por supuesto, no tuve tiempo de contárselo todo, debía empezar su turno en el hospital; es enfermera, y yo un estúpido por decírselo, puesto que es una de sus mejores amigas, pero me horrorizan los tachones. Carol se mostró fascinada por el relato de nuestros días en Estambul, y le prometí cenar con ella la semana que viene para contarle más cosas. No se preocupe, no es para nada una molestia, su amiga es encantadora.
Y ya está, Alice, como constatará al leer estas pocas líneas, mi vida es mucho menos exótica que la suya, pero, como usted, soy feliz.
Su amigo,
DALDRY
P. D.: En su última carta, al hablar otra vez de ese querido Can, escribe: «Viene a buscarme por las mañanas a la puerta de casa.» ¿Insinúa que Estambul se ha convertido en «su casa»?
Anton:
Comienzo esta carta con una noticia triste. El señor Zemirli falleció en su casa el domingo pasado, su cocinera lo encontró por la mañana, estaba echado en su sillón.
Can y yo decidimos ir a sus exequias. Pensaba que seríamos pocos y que dos almas no estarían de más para poblar el cortejo. Pero en aquel pequeño cementerio éramos un centenar apretujándonos para acompañar al señor Zemirli hasta su tumba. Por lo visto, ese hombre se había convertido en la memoria de todo un barrio; a pesar de su minusvalía, el joven Ogüz que pretendía domar los tranvías habría conseguido tener una vida plena, los que se encontraban allí daban testimonio de ello compartiendo risas y emociones en torno a su recuerdo. En el transcurso de la ceremonia, un hombre no dejaba de mirarme. No sé qué le dio a Can, pero insistió tanto en que lo conociera que fuimos los tres a tomar un té en una pastelería de Beyolu. El hombre es un sobrino del difunto, parecía estar muy apenado. La coincidencia es perturbadora, pues ambos nos habíamos visto antes, es el propietario de la tienda de instrumentos de música donde compré una trompeta. Pero ya he hablado bastante de mí. ¿Así que ha conocido a Carol? Me alegro mucho, tiene un corazón de oro y ha encontrado un trabajo que lo acompaña. Espero que haya pasado un rato agradable en su compañía. El domingo próximo, si el tiempo lo permite (se ha moderado mucho en los últimos días), iré de picnic con Can y el sobrino del señor Zemirli a la isla de los Príncipes; ya le hablé de ello en una carta anterior. Mamá Can me ha impuesto un día de descanso a la semana, así que obedezco.
Estoy contenta de leer que progresa en su pintura y que disfruta trabajando bajo mi lucernario. Al final me gusta imaginarlo en mi casa, pinceles en mano, y espero que cada tarde, al marcharse, esparza un poco de sus colores y de su locura para alegrar la vivienda (tómese esto como un cumplido que se dice entre amigos).
A menudo quiero escribirle, pero el cansancio es tal que renuncio a ello con la misma frecuencia. Por cierto, termino esta carta demasiado corta, en la que quisiera poder contarle todavía mil cosas, porque se me cierran los ojos. Sepa que soy fiel a su amistad y que le envío cada noche desde mi ventana de Üsküdar mis mejores deseos antes de acostarme.
Un beso,
ALICE
P. D.: He decidido aprender turco, y me gusta mucho. Can me está enseñando y progreso con una facilidad que le desconcierta, me dice que hablo casi sin acento y que está muy orgulloso de mí. Espero que usted también lo esté.
¡Mi querida Suzie!
No se haga la sorprendida… Bien que usted me ha rebautizado como Anton cuando mi nombre es Ethan y siempre me escribe «Querido Daldry».
¿Quién es ese Anton en el que estaba pensando al escribirme su última carta, que acusaba casi tanto retraso como la anterior?
Si no tuviera un horror reverencial a los tachones, tacharía todo lo que acabo de escribir y que seguro que le hace pensar que estoy de mal humor. No es mentira, no estoy satisfecho con mi trabajo desde hace varios días. Las casas de Üsküdar y, en particular, aquella en la que vive me están costando Dios y ayuda. Comprenda que, desde el puente Gálata en el que nos encontrábamos, parecían minúsculas, y ahora que sé que vive allí me gustaría hacerlas inmensas y reconocibles para que pudiese identificar la suya.
Me he percatado de que en su última carta no habla en absoluto de sus obras. No es el socio el que se preocupa, sino el amigo el que es curioso. ¿Cómo lo lleva? ¿Ha conseguido recrear esa ilusión a polvo o desea que le envíe un paquetito con un poco?
Mi viejo Austin ha muerto. Es mucho menos triste que el fallecimiento del señor Zemirli, pero lo conocía desde hacía más tiempo que a él y, al dejarlo en el garaje, no le oculto que tenía el corazón en un puño. Lo positivo del asunto es que voy a poder despilfarrar un poco más de esa herencia, ya que ha renunciado a ayudarme a ello, y que iré la semana que viene a comprarme un automóvil completamente nuevo. Espero (si es que vuelve algún día) tener el placer de dejárselo conducir. Como parece que su estancia se prolonga, he decidido pagarle el alquiler a nuestro casero común. Sea tan amable, por una vez, de no llevarme la contraria; es completamente normal que lo pague yo, puesto que soy el único que utiliza su piso.
Espero que su paseo por la isla de los Príncipes le haya procurado todos los placeres que esperaba. A propósito de salidas dominicales, este fin de semana me dejo llevar por su amiga Carol al cine. Es una idea muy original esta que ha tenido, ya que yo no voy nunca.
No puedo darle el título de la película que veremos, pues es una sorpresa. Le contaré lo sucedido en una próxima carta.
Le envío mis mejores deseos, desde su apartamento, que dejo para volver a mi casa a dormir.
Hasta pronto, querida Alice. Echo de menos nuestras cenas de Estambul, y sus relatos sobre el restaurante de mamá Can y de su marido cocinero me han dado apetito.
DALDRY
P. D.: Estoy encantado de que se le dé tan bien el turco. Sin embargo, si Can es su único maestro en la materia, le recomiendo vivamente que compruebe en un buen diccionario las traducciones que le propone.
No es más que una sugerencia, por supuesto…
Daldry:
Vuelvo en este mismo momento del restaurante y le escribo en una noche en la que ya no lograré conciliar el sueño. Hoy me ha pasado algo muy perturbador.
Como cada mañana, Can ha venido a buscarme. Bajábamos de los altos de Üsküdar en dirección al Bósforo. En el transcurso de la noche anterior, había ardido un
konak
, y la fachada de la antigua casa se había desplomado en medio de la calle que tomamos normalmente, así que hemos tenido que bordear el siniestro. Al estar las calles vecinas llenas de escombros, hemos dado una gran vuelta.
¿No le dije en una de mis cartas que bastaba con un olor para recobrar la memoria de un lugar desaparecido? Al bordear una verja de hierro, por donde trepaba un rosal, me he detenido; un perfume me era extrañamente familiar, una mezcla de tilo y rosas silvestres. Hemos empujado la verja y hemos descubierto al final de un callejón sin salida una casa olvidada del tiempo, olvidada de todo.
Hemos avanzado por el patio, un anciano cuidaba con esmero la vegetación que renacía con la primavera. He reconocido de inmediato los aromas de las rosas, el olor de la grava, de las paredes calizas, de un banco de piedra bajo el follaje de un tilo y ese lugar ha resurgido de mi memoria. He vuelto a ver ese patio cuando estaba poblado de niños, he reconocido la puerta azul en lo alto de los escalones de la escalinata, esas imágenes olvidadas se me han aparecido como el transcurso de un sueño.
El anciano se nos ha aproximado y me ha preguntado qué buscábamos. Lo he interrogado a fin de saber si había habido un colegio en ese lugar.
«Sí —me ha confiado, emocionado—, un colegio minúsculo, pero se ha convertido desde hace mucho tiempo en la morada de un único habitante que hace las veces de jardinero.»
Ese anciano me ha informado de que, a principios de siglo, él era un joven maestro; el colegio pertenecía a su padre, que era el director. Cerrado en 1923, con la revolución, no volvió a abrir nunca sus puertas.
Se ha puesto las gafas, se me ha acercado mucho y me ha mirado con tal intensidad que me he sentido casi incómoda. Ha dejado su rastrillo y me ha dicho:
«Te reconozco, eres la pequeña Anusheh.»
Al principio creía que no estaba en sus cabales, pero he recordado que ambos habíamos pensado lo mismo de ese pobre señor Zemirli, así que, deshaciéndome de mis prejuicios, le he respondido que se engañaba, que me llamaba Alice.
Ha pretendido acordarse muy bien de mí. «Esa mirada de niñita perdida, nunca la he podido olvidar», ha dicho, y nos ha invitado a tomarnos un té en su casa. Apenas nos hemos instalado en su salón, me ha cogido de la mano y ha suspirado: «Mi pobre Anusheh, me entristece tanto lo de tus padres.»
¿Cómo podía saber que mis padres habían perecido en los bombardeos de Londres? He visto crecer su confusión cuando le he hecho la pregunta.
«¿Tus padres lograron huir a Inglaterra? Qué dices, Anusheh, es imposible.»
Sus palabras no tenían ningún sentido, pero ha continuado:
«Mi padre conoció bien al tuyo. Aquella barbarie de los jóvenes locos de la época, ¡qué tragedia! Nunca supimos lo que le pasó a tu madre. ¿Sabes? No eras la única en estar en peligro. Nos obligaron a cerrar para que lo olvidásemos todo.»
No comprendía nada de su relato y todavía no comprendo lo que ese hombre me contaba, Daldry, pero su voz, tan sincera, me perdía.
«Eras una niña estudiosa, inteligente, aunque nunca hablabas. Imposible oír el más mínimo sonido de tu garganta. Eso desesperaba a tu mamá. Casi no se puede creer lo que te pareces a ella. Al verte hace un momento en el callejón, al principio creí verla a ella, pero era imposible, por supuesto, fue hace mucho tiempo. A veces te acompañaba, por la mañana, tan contenta de que pudieses estudiar aquí. Mi padre era el único que te había aceptado en un colegio, los otros se negaban por culpa de tu obstinación a permanecer en silencio.»
He acosado a ese hombre a preguntas; ¿por qué insinuaba que mi madre había conocido un destino distinto al de mi padre cuando los había visto desaparecer juntos bajo las bombas?
Me ha mirado desconsolado y me ha dicho:
«¿Sabes? Tu niñera siguió viviendo mucho tiempo en los altos de Üsküdar, me la encontraba a veces al ir al mercado, pero hace tiempo que no me la cruzo. Ahora quizá esté muerta.»
Le he preguntado de qué niñera hablaba.
«¿Tampoco te acuerdas de la señora Yilmaz? ¿Con lo que ella te quería… Le debes mucho.»
Esa incapacidad para recobrar la memoria de esos años pasados en Estambul me ha hecho rabiar, y esa frustración ha ido empeorando desde que he oído las palabras nebulosas de ese anciano maestro de colegio que me llama por otro nombre que no es el mío.
Nos ha hecho visitar su casa y me ha enseñado el aula donde estudiaba. Se ha convertido en un saloncito de lectura. Ha querido saber qué hacía ahora, si estaba casada, si tenía hijos. Le he hablado de mi oficio y apenas se ha sorprendido de que haya elegido este camino. Y ha añadido:
«La mayoría de los niños, cuando se les confía un objeto, se lo lleva a la boca para probarlo; tú lo olías, era tu forma, muy particular, de aceptarlo o de rechazarlo.»
Y luego nos ha acompañado hasta la verja del final del callejón, y al rozar el gran tilo que vierte su sombra sobre la mitad del patio he percibido de nuevo esos aromas y he comprendido definitivamente que no era la primera vez que me encontraba allí.
Can me dice que seguramente había frecuentado ese colegio, que el anciano maestro no conserva toda su memoria y me confunde con otra niña, que mezcla sus recuerdos al igual que yo mis perfumes. Me dice que, después de haberme acordado de ciertas cosas, otros recuerdos volverán a surgir quizá, que hay que ser paciente y confiar en el destino. Si ese
konak
no se hubiese quemado, nunca habríamos pasado delante de la verja de ese antiguo colegio. Aunque sé que no tiene otra intención que calmarme, Can no se equivoca del todo.
Daldry, muchísimas preguntas sin respuesta se agolpan en mi cabeza. ¿Por qué ese maestro me ha llamado Anusheh, cuál es esa barbarie que evoca? Mis padres siguieron unidos hasta en la muerte; ¿por qué él da a entender lo contrario? Parecía tan seguro de sí y tan triste ante mi ignorancia.
Le pido perdón por haberle escrito estas palabras que no tienen ningún sentido; sin embargo, es lo que he oído hoy.
Mañana volveré al taller de Cihangir; después de todo, me he enterado de lo esencial. Viví aquí dos años y, por una razón que ignoro, mis padres me enviaron al colegio del otro lado del Bósforo, en un callejón perdido de Üsküdar, acompañada quizá por una niñera que se llamaba señora Yilmaz.
Espero que por su parte se encuentre bien, que, al progresar su cuadro, aumente el placer que siente ante su caballete. Para ayudarlo, sepa que mi casa tiene tres pisos, que sus paredes son de color rosa pálido, y sus contraventanas, blancas.
Un beso,