Esa tarde, la niñera le contó historias de un pasado en el que su padre era un zapatero de Estambul y su madre una mujer feliz por haber tenido dos hermosos hijos.
Cuando se separaron, Alice prometió ir a verla con frecuencia.
Le pidió a Can volver por mar; cuando el barco que los llevaba a Estambul atracaba, miró todas las
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de la orilla y sintió que la emoción se adueñaba de ella.
A la noche siguiente, bajó en medio de la oscuridad a enviarle su carta a Daldry. Éste la recibió una semana más tarde y nunca le confesó a Alice que él también, al leerla, había llorado.
De regreso a Estambul, Alice ya no tenía sino una idea en la cabeza: encontrar a su hermano. La señora Yilmaz le había confesado que se había ido al cumplir los diecisiete años a probar suerte en Estambul. Rafael la visitaba una vez al año y le escribía de vez en cuando una postal. Se había hecho pescador y pasaba en el mar la mayor parte de su vida, a bordo de grandes atuneros.
Durante el verano, todos los domingos, Alice recorrió los puertos a lo largo del Bósforo. En cuanto atracaba un barco de pesca, se precipitaba hacia el muelle y les pedía a los marinos que bajaban si conocían a un tal Rafael Kachadorian.
Pasaron julio, agosto y septiembre.
Un domingo, aprovechando una noche templada de otoño, Can invitó a Alice a cenar en el pequeño restaurante que tanto le había gustado a Daldry. En esa estación, las mesas se extendían escalonadas a lo largo de la escollera.
En mitad de su conversación, Can dejó de hablar de repente. Le cogió la mano a Alice con una infinita ternura.
—Hay un punto en el que me había equivocado, y otro en el que siempre he tenido razón —añadió.
—Te escucho —dijo Alice burlona.
—Me había equivocado: la amistad entre un hombre y una mujer puede existir de verdad. Se ha convertido en mi amiga, Alice Anusheh Pendelbury.
—¿Y en qué punto siempre has tenido razón? —preguntó Alice, con una sonrisa en los labios.
—Realmente siempre he sido el mejor guía de Estambul —respondió Can con una gran carcajada.
—¡Nunca lo he dudado! —exclamó Alice mientras se le contagiaba el ataque de risa de Can—. Pero ¿por qué me dices eso ahora?
—Porque tiene un doble masculino, está sentado dos mesas detrás de usted.
Alice dejó de reírse, se volvió y contuvo el aliento.
A su espalda, un hombre un poco más joven que ella cenaba en compañía de una mujer.
Alice arrastró su silla y se levantó. Los pocos metros por recorrer le parecían interminables. Cuando llegó ante él, pidió disculpas por interrumpir su conversación y le preguntó si se llamaba Rafael.
Las facciones del hombre se quedaron paralizadas cuando descubrió a la pálida luz de los farolillos el rostro de la extranjera que acababa de hacer esa pregunta.
Se levantó y su mirada se clavó en los ojos de Alice.
—Creo que soy su hermana —dijo con voz quebradiza—. Soy Anusheh, te he buscado por todas partes.
—Me siento a gusto en tu casa —dijo Alice acercándose a la ventana.
—Es muy pequeña, pero, desde mi cama, veo el Bósforo, y además no estoy aquí muy a menudo.
—¿Ves, Rafael? Yo no creía en el destino, ni en las pequeñas señales de la vida que supuestamente nos muestran qué camino tomar. No creía en las historias de videntes, ni en cartas que predicen el futuro, no creía en la felicidad y todavía menos en que te volvería a encontrar algún día.
Rafael se levantó y fue junto a Alice. Un carguero se metía en el estrecho.
—¿Crees que tu vidente de Brighton podría ser la hermana de Yaya?
—¿Yaya?
—Así es como llamabas a nuestra niñera de pequeña, eras incapaz de pronunciar correctamente su nombre. Para mí siempre ha sido Yaya. Me dijo que, una vez que se fue a Inglaterra, su hermana nunca había dado señales de vida. Había huido, y supongo que, de algún modo, Yaya se avergonzaba de ella. El mundo sería realmente pequeño si fuera ella de verdad.
—Era necesario que lo fuese para que te volviese a encontrar.
—¿Por qué me miras así?
—Porque me podría pasar horas enteras mirándote. Creía que estaba sola en el mundo, y te tengo a ti.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
—Instalarme definitivamente aquí. Tengo un oficio, una pasión que quizá me permita dejar algún día el restaurante de mamá Can y permitirme un alojamiento un poco más grande, y luego quiero recobrar el contacto con mis orígenes, recuperar el tiempo perdido, aprender a conocerte.
—Estoy en el mar a menudo, pero creo que me haría feliz que te quedaras.
—Y tú, Rafael, ¿nunca has tenido ganas de irte de Turquía?
—¿Para ir adónde? Es el país más bonito del mundo, y es el mío.
—Y en cuanto a la muerte de nuestros padres, ¿has sido capaz de perdonar?
—Había que hacerlo, no todos eran cómplices. Piensa en Yaya, en su familia; ellos nos salvaron. Los que me criaron eran turcos y me enseñaron a ser tolerante. El valor de un justo responde por la inhumanidad de mil culpables. Mira por esa ventana lo bonito que es Estambul.
—¿Nunca tuviste ganas de buscarme?
—Cuando era niño ignoraba que existieras. Yaya no me habló de ti hasta los dieciséis años, y lo hizo por culpa de una indiscreción de su sobrino. Aquel día me confesó que yo había tenido una hermana mayor, pero ni siquiera sabía si estabas todavía con vida. Me habló de la decisión que había tenido que tomar. No podía criarnos a ambos. No la odies por haberme escogido, la suerte de una niña en esa época era muy incierta, mientras que un chico representaba una promesa para la vejez de quien lo criaba. Dos veces al año, le envío un poco de dinero. No te abandonó porque te quisiera menos, sino porque era lo único que se podía hacer.
—Lo sé —dijo Alice mirando a su hermano—, aunque me confesó que sentía una gran inclinación por ti y que le era imposible dejarte marchar lejos de ella.
—¿De verdad te ha dicho eso Yaya?
—Te lo prometo.
—No es muy amable por la parte que te toca, pero no sería sincero si te dijera que no me halaga.
—A final de mes tendré bastante dinero para volver a Londres. No me quedaré más que unos días, el tiempo justo para empaquetar mis cosas, enviarlas, decir adiós a mis amigos y darle de una vez por todas las llaves de mi piso a mi vecino, lo cual, por cierto, le encantará.
—También podrías aprovechar para darle las gracias; si estamos juntos de nuevo es gracias a él.
—Es un tipo raro, ¿sabes? Y lo más extraño es que nunca lo dudó. No se imaginaba ni por un segundo que ese hombre al que conocería al final de este viaje sería mi hermano, pero sabía que existías.
—Creía más en la videncia que tú.
—Si quieres que te dé mi opinión, sobre todo esperaba poder instalar su caballete bajo mi lucernario. Sin embargo, reconozco que le debo mucho. Le escribiré esta noche para anunciarle que paso por Londres.
• • •
Querida Alice-Anusheh:
Sus cartas anteriores me conmocionaban, la que recibo esta noche me afecta todavía más.
Así que ha decidido proseguir con su vida en Estambul… Por Dios que echaré de menos a mi vecina, pero saber que es feliz me da una razón para serlo yo también.
Llegará, pues, a Londres a finales de mes para no pasar aquí sino unos días. Me hubiese gustado mucho volver a verla, pero la vida ha decidido otra cosa.
Me he comprometido a irme de vacaciones esa semana con una amiga y me es imposible modificar esos planes. Ha pedido ya las vacaciones en su trabajo y sabe lo difícil que es cambiar las cosas en este maldito país que es el nuestro.
No consigo hacerme a la idea de que vamos a cruzarnos. Tendría que quedarse más tiempo, pero comprendo que también tiene sus obligaciones. Mamá Can ha sido bastante amable al concederle unos días libres.
He hecho lo necesario y he quitado de su piso mi caballete, mis pinturas y mis pinceles para que se sienta en casa. Lo encontrará todo en perfecto estado. He aprovechado su ausencia para hacer reparar el bastidor del lucernario, que dejaba entrar el frío del invierno, así de mal estaba. Si hubiésemos tenido que esperar a que ese tacaño del casero lo arreglara, habríamos acabado muriéndonos de frío. Qué importa ya; cuando llegue el mes de diciembre, usted vivirá bajo latitudes más clementes que las del sur de Inglaterra.
Alice, me agradece de nuevo lo que hice por usted, pero sepa que me ha regalado el viaje más hermoso que un hombre soñaría hacer. Las semanas que pasamos juntos en Estambul me han dejado los recuerdos más bonitos de mi vida y, sea cual sea la distancia que nos separe a partir de ahora, seguirá siendo para siempre en mi corazón una amiga fiel. Espero ir a verla algún día a esa maravillosa ciudad y que encuentre tiempo para hacerme descubrir su nueva vida.
Mi querida Alice, mi fiel compañera de viaje, también espero que nuestra correspondencia continúe, aunque me imagino que será menos regular.
La echo de menos, pero ya se lo he escrito.
Un beso, dado que eso se dice entre amigos.
Su afectísimo,
DALDRY
P. D.: Es gracioso, cuando el cartero (nos hemos reconciliado en el bar) me entregaba su última carta, estaba acabando precisamente mi cuadro. Pensaba enviárselo, pero es una tontería, a partir de ahora le bastará con abrir la ventana para ver, con una hermosura que mi cuadro no puede sino reflejar pálidamente, lo que he pintado durante estos largos meses en su ausencia.
• • •
Alice volvió a cerrar la puerta de su habitación. Subió la calle con una gran maleta en una mano, y una pequeña en la otra. Cuando entró en el restaurante, la esperaban mamá Can, su marido y el mejor guía de Estambul. Mamá Can se levantó, le cogió la mano y la llevó hacia una mesa donde habían puesto cinco servicios.
—Hoy eres tú quien hace los honores de la casa —dijo ella—, he cogido un eventual durante tu ausencia, ¡y sólo durante tu ausencia! Siéntate, tienes que comer antes de hacer ese largo viaje. ¿Tu hermano no viene?
—Su barco tenía que atracar esta mañana, espero que llegue a tiempo, me ha prometido que me acompañaría al aeropuerto.
—¡Pero si la llevaba yo! —se quejó Can.
—Ahora que mi sobrino tiene coche no puedes negárselo, se sentiría terriblemente ofendido —dijo mamá Can mirando al chico.
—¡Y es casi nuevo! Sólo ha tenido dos propietarios antes que yo, y uno de ellos era un norteamericano verdaderamente meticuloso. He renunciado a los giros del señor Daldry y, desde que ya no trabajo para usted, me han contratado varios clientes que me pagan a lo grande. El mejor guía de Estambul se sentía en la obligación de llevar a sus clientes a todos los rincones de la ciudad e incluso más allá. La semana anterior llevé a una pareja a visitar el fuerte de Rumelia, que se encuentra a orillas del mar Negro, y no tardamos más que dos horas en llegar.
Alice vigilaba por el ventanal la llegada de Rafael, pero, al acabar la comida, todavía no estaba allí.
—¿Sabes? —dijo mamá Can—. Es el mar quien manda, y, si la pesca está siendo muy buena o muy mala, quizá no vuelvan hasta mañana.
—Lo sé —suspiró Alice—. De todas formas, volveré pronto.
—Hay que marcharse ya —dijo Can—; si no, va a perder el avión.
Mamá Can le dio un beso a Alice y la acompañó hasta el bonito coche de su sobrino. Su marido metió las dos maletas en el maletero. Can le abrió la puerta del pasajero.
—¿Me dejas conducir? —dijo ella.
—¿Está de broma?
—Sé conducir, ¿sabes?
—¡Éste no! —dijo Can empujando a Alice al interior.
Giró la llave en el contacto y escuchó con orgullo el ronroneo del motor.
Alice oyó gritar: «¡Anusheh!» Salió del coche, su hermano corría hacia ella.
—Lo sé —dijo instalándose en el asiento de atrás—, llego tarde, pero no es culpa mía, se ha enganchado una red. He venido del puerto tan rápido como he podido.
Can hizo patinar el embrague, y el Ford se metió en las callejuelas de Üsküdar.
Una hora más tarde llegaron al aeropuerto Atatürk. Delante del terminal, Can deseó buen viaje a Alice y la dejó en compañía de su hermano.
Alice se presentó ante el mostrador de la compañía aérea, registró una maleta y conservó la otra.
La azafata le indicó que debía ir en el acto al control de pasaportes, era la última pasajera en embarcar, no la esperaban más que a ella.
—Cuando estaba a la mar —le dijo Rafael al acompañarla a la puerta—, he reflexionado mucho sobre esa historia de la vidente. No sé si es o no la hermana de Yaya, pero, si te da tiempo, sería interesante que hablaras con ella, porque se equivocó en un punto importante.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Alice.
—Mientras la escuchabas, esa vidente te dijo que el hombre que sería el más importante en tu vida acababa de pasar por detrás de ti, ¿no?
—Sí —respondió Alice—, ésas fueron sus palabras.
—Entonces, mi querida hermana, siento decirte que ese hombre no puedo ser yo. Nunca he salido de Turquía y no estaba en Brighton el 23 de diciembre pasado.
Alice miró durante unos segundos a su hermano.
—¿Sabes de alguien que hubiese podido encontrarse detrás de ti esa noche? —preguntó Rafael.
—Quizá —respondió Alice apretando su maleta contra ella.
—Te recuerdo que vas a pasar por la aduana, ¿qué es lo que escondes en ese estuche que conservas contigo tan celosamente?
—Una trompeta.
—¿Una trompeta?
—Sí, una trompeta, y quizá también la respuesta a la pregunta que me has hecho —dijo ella sonriendo.
Alice le dio un beso a su hermano y le susurró al oído:
—Si tardo un poco, no me odies, prometo que volveré.
Londres, miércoles 31 de octubre de 1951
El taxi se detuvo al pie de la casa victoriana. Alice cogió su equipaje y subió la escalera. El rellano del último piso estaba en silencio, miró la puerta de su vecino y entró en su casa.
El piso olía a madera encerada. El taller estaba tal y como lo había dejado; en el taburete que había cerca de la cama descubrió tres tulipanes blancos en un jarrón.
Se quitó el abrigo y fue a sentarse a su mesa de trabajo. Rozó el tablero de madera y miró el cielo gris de Londres a través del lucernario.
Luego volvió cerca de su cama y abrió el estuche, donde había puesto a salvo una trompeta y un frasco de perfume cuidadosamente empaquetado que colocó delante de ella.