La química secreta de los encuentros (3 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

—Todavía faltan, como poco, tres cuartos de hora; el espectáculo ha terminado antes de lo previsto. Tenemos tiempo. Ve, ¡te invito!

—No tengo ningunas ganas de ir a escuchar los camelos de esa vieja.

—Deja a Alice tranquila —intervino Sam—, ¿no ves que le da canguelo?

—Vaya tres, me estáis empezando a enfadar, no tengo miedo, no creo ni en cartománticas ni en bolas de cristal. Y, además, ¿por qué os interesa conocer mi futuro?

—A lo mejor es que alguno de estos caballeros sueña en secreto con saber si acabarás metida en su cama… —sugirió Carol.

Anton y Eddy se volvieron estupefactos. Carol se había sonrojado y, para mantener el tipo, les dirigió una sonrisita sarcástica.

—Podrías preguntarle si vamos a perder o no nuestro tren, eso por lo menos sería una revelación interesante —añadió Sam—, y además podríamos comprobarlo rápidamente.

—Bromead tanto como queráis, yo creo en ello —continuó Anton—. Si tú vas, Alice, yo voy después.

—¿Sabéis que a veces os ponéis muy estúpidos? —dijo, abriéndose paso.

—¡Cobardica! —soltó Sam.

Alice se volvió bruscamente.

—Bueno, ya que me las veo con cuatro tontitos que quieren perder el tren, voy a ir a escuchar las necedades de esa mujer y luego nos volvemos. ¿Estáis contentos? —preguntó tendiendo la mano hacia Anton—. ¿Me das esos dos peniques o qué?

Anton rebuscó en el bolsillo y le dio las dos monedas a Alice, quien se dirigió hacia la adivina.

Alice avanzó hacia el quiosco; la vidente seguía sonriéndole. La brisa marina arreció, arañándole las mejillas y obligándola a bajar la cabeza, como si de repente alguien le hubiese prohibido sostenerle la mirada a la anciana señora. Sam tal vez tenía razón, la perspectiva de esa experiencia le molestaba más de lo que había supuesto.

La vidente le rogó a Alice que tomase asiento en un taburete. Sus ojos eran inmensos, su mirada de una profundidad abismal, y la sonrisa, que no la abandonaba nunca, cautivadora. No había ni bola de cristal ni cartas del tarot en su velador, sólo sus alargadas manos moteadas de marrón, que tendía hacia Alice. Cuando las tocó, Alice sintió que se adueñaba de ella un extraño sosiego, un bienestar que no había sentido desde hacía mucho tiempo.

—Tu rostro, hija mía, lo he visto antes —silbó la vidente.

—¡Me ha visto al pasar!

—No crees es mis dones, ¿verdad?

—Soy racional por naturaleza —respondió Alice.

—Mientes, eres una artista, una mujer autónoma y decidida, aunque es cierto que el miedo te frena.

—Pero ¿qué le ha dado hoy a todo el mundo con que tengo miedo?

—No parecías tranquila cuando venías hacia mí.

La mirada de la vidente se clavó más en la de Alice. Su rostro estaba ahora muy cerca del suyo.

—Pero ¿dónde me he cruzado antes con esa mirada?

—¿En otra vida, tal vez? —respondió Alice en tono irónico.

La vidente, confusa, se irguió repentinamente.

—Ámbar, vainilla y cuero —susurró Alice.

—¿De qué hablas?

—De su perfume, de su pasión por Oriente. Yo también percibo algunas cosas —dijo Alice aún con más insolencia.

—Tienes un don, en efecto, pero hay algo más importante todavía: llevas en ti una historia sobre la que lo ignoras todo —respondió la anciana.

—Esa sonrisa que no la abandona nunca —replicó Alice burlona—, ¿es para darles mayor confianza a sus presas?

—Sé por qué has venido a verme —dijo la vidente—, es divertido si una lo piensa.

—¿Ha oído cómo me retaban mis amigos?

—No eres de la clase de gente que acepta un reto fácilmente, y tus amigos no tienen nada que ver con nuestro encuentro.

—¿Quién entonces?

—La soledad que te persigue y te tiene en vela toda la noche.

—No veo nada divertido en todo esto. Dígame algo que me sorprenda de verdad; no es que su compañía no sea agradable, pero, bromas aparte, de verdad, no puedo dejar que se me escape el tren.

—No, de hecho, es más bien triste. Lo que es divertido, por el contrario, es que…

Su mirada se apartó de Alice para perderse a lo lejos. Alice tuvo casi una sensación de abandono.

—¿Va a decirme algo? —preguntó Alice.

—Lo que es divertido de verdad —continuó la vidente al volver en sí— es que el hombre más importante de tu vida, el que buscas desde siempre sin saber ni siquiera que existe, ese hombre acaba de pasar hace apenas unos segundos detrás de ti.

El rostro de Alice se quedó petrificado y no pudo resistir las ganas de volverse. Dio la vuelta en su taburete para ver a lo lejos a sus cuatro amigos, que le hacían señas de que había que irse.

—¿Es uno de ellos? —balbuceó Alice—. ¿Ese hombre misterioso será Eddy, Sam o Anton? ¿Ésa es su gran revelación?

—Escucha lo que te digo, Alice, y no lo que deseas oír. Te he confiado que el hombre que más te importará en la vida acaba de pasar por detrás de ti. Ahora ya no está ahí.

—Y ese príncipe azul al que conoceré en el futuro, ¿dónde se encuentra ahora?

—Paciencia, hija mía. Tendrás que conocer a seis personas antes de llegar hasta él.

—Bonito negocio, seis personas, ¿nada más?

—Sobre todo, bonito viaje… Un día lo entenderás, pero es tarde, y te he revelado lo que tenías que saber. Y dado que no te crees ni una palabra de lo que acabo de decirte, mi consulta es gratuita.

—No, prefiero pagarle.

—No seas tonta, digamos que este rato que hemos pasado juntas es una visita amistosa. Estoy contenta de haberte visto, Alice, no me lo esperaba. Eres alguien singular; bueno, lo es tu historia.

—Pero ¿qué historia?

—Ya no tenemos tiempo, y además todavía te la creerías menos. Vete, o tus amigos te van a odiar por haberles hecho perder su tren. Daos prisa, y sed prudentes, va a haber un accidente en seguida. No me mires así, lo que acabo de decirte no tiene nada que ver con la videncia, sino con el sentido común.

La vidente le ordenó a Alice que la dejara. Alice la miró unos segundos, ambas mujeres intercambiaron una última sonrisa y Alice se reunió con sus amigos.

—¡Vaya cara que tienes! ¿Qué es lo que te ha dicho? —preguntó Anton.

—Luego, ¡habéis visto qué hora es!

Y, sin esperar una respuesta, Alice se lanzó hacia el pórtico que había a la entrada de la escollera.

—Tiene razón —dijo Sam—, hay que darse mucha prisa, el tren sale dentro de menos de veinte minutos.

Se pusieron todos a correr. Al viento que soplaba en la playa se le había sumado una fina lluvia. Eddy cogió a Carol del brazo.

—Ten cuidado, las calles están resbaladizas —dijo mientras la arrastraba en su carrera.

Salieron del paseo y subieron por la calle, que estaba desierta. Las farolas de gas iluminaban débilmente la calzada. A lo lejos, se veían las luces de la estación de Brighton; les quedaban menos de diez minutos. Una carreta con un caballo apareció justo cuando Eddy cruzó la calle.

—¡Cuidado! —gritó Anton.

Alice tuvo la serenidad necesaria para agarrar a Eddy de la manga. El coche casi los derriba, y sintieron el aliento del animal que el cochero trataba desesperadamente de detener.

—¡Me has salvado la vida! —farfulló Eddy, conmocionado.

—Ya me lo agradecerás más tarde —respondió Alice—, démonos prisa.

Al llegar al andén, se pusieron a gritar en dirección al jefe de estación, que cogió su linterna y les ordenó que subiesen en el primer vagón. Los chicos ayudaron a las chicas a auparse. Anton estaba todavía en el estribo cuando el tren se puso en marcha. Eddy lo agarró del hombro y tiró de él antes de cerrar la portezuela.

—Ha faltado un segundo —suspiró Carol—. Y tú, Eddy, menudo susto me has dado, de verdad; esa carreta casi te pasa por encima.

—Me parece que Alice ha tenido todavía más miedo que tú; miradla, se ha quedado blanca como una pared —dijo Eddy.

Alice ya no decía ni una palabra. Se instaló en el asiento y observó por el cristal cómo se alejaba la ciudad. Sumida en sus pensamientos, se acordó de la vidente, de las palabras que le había dicho, y, al recordar su advertencia, se puso todavía más pálida.

—Bueno, ¿nos lo cuentas? —soltó Anton—. Después de todo, hemos estado a punto de dormir al raso por tu culpa.

—Por culpa de vuestro estúpido reto —replicó secamente Alice.

—Habéis estado hablando un buen rato, ¿te ha dicho algo sorprendente, por lo menos? —preguntó Carol.

—Nada que no supiese ya. Os lo dije, la videncia es un engañabobos. Con unas buenas dotes de observación, un mínimo de intuición y algo de convicción en la voz, se puede engañar a cualquiera y hacerle creer lo que sea.

—Pero todavía no nos has dicho lo que esa mujer te ha revelado —insistió Sam.

—Os propongo que cambiemos de tema de conversación —intervino Anton—. Hemos pasado un día fantástico, volvemos a casa, no veo ninguna razón para buscarle las cosquillas a nadie. Lo siento, Alice, no deberíamos haber insistido, no tenías ganas de ir y todos hemos sido un poco…

—Cretinos, y yo la primera —siguió Alice, mirando a Anton—. Ahora tengo una pregunta mucho más apasionante: ¿qué hacéis en Nochebuena?

Carol volvía a St Mawes, con su familia. Anton cenaba en la ciudad en casa de sus padres. Eddy le había prometido a su hermana que pasaría la noche en su casa; sus sobrinitos esperaban a Papá Noel, y su cuñado le había preguntado si quería representar el papel. Incluso había alquilado un disfraz. Era difícil escaquearse cuando su cuñado lo sacaba de apuros tan a menudo sin decirle nada a su hermana. En cuanto a Sam, su jefe lo había invitado a una fiesta a beneficio de los niños del orfanato de Westminster y tenía como misión repartir los regalos.

—¿Y tú, Alice? —preguntó Anton.

—Pues… también me han invitado a una fiesta.

—¿Dónde? —insistió Anton.

Entonces, Carol le dio un puntapié en la tibia. Sacó un paquete de galletas de dentro de su bolso diciendo que tenía una hambre canina. Les ofreció un Kit Kat a cada uno y después le lanzó una mirada fulminante a Anton, que se frotaba la pantorrilla indignado.

El tren entró en Victoria Station. El humo acre de la locomotora invadía el andén. Al pie de las grandes escaleras, el olor de la calle no era más agradable. Una niebla densa había tomado al barrio como prisionero, partículas de carbón que se consumían a lo largo del día en las chimeneas de las casas, partículas que flotaban alrededor de los faroles, cuyas bombillas de tungsteno esparcían una triste luz anaranjada en la bruma.

Los cinco camaradas acecharon la llegada del tranvía. Alice y Carol fueron las primeras en bajarse, vivían a tres calles la una de la otra.

—Por cierto —dijo Carol al despedirse de Alice en la puerta de su edificio—, si cambias de opinión y renuncias a tu fiesta, podrías venirte a pasar la Navidad a St Mawes; mamá está loca por conocerte. Le hablo a menudo de ti en mis cartas y tu oficio la intriga mucho.

—¿Sabes una cosa? No sé muy bien cómo hablar de mi oficio —le dijo Alice a Carol después de agradecerle la invitación.

A continuación, le dio un beso a su amiga y desapareció por el hueco de la escalera.

En ese momento oyó encima los pasos de su vecino, que volvía a su casa. Se detuvo para no cruzárselo en el rellano, no estaba de humor para discutir.

• • •

Hacía casi tanto frío en su apartamento como en las calles de Londres. Alice se quedó con el abrigo sobre los hombros y los mitones en las manos. Llenó el hervidor, lo dejó sobre el hornillo, cogió un tarro de té de la estantería de madera y no encontró más que tres briznas olvidadas. Se dirigió a la mesa de su taller y abrió el cajón de un joyerito que contenía pétalos de rosas secos. Desmenuzó unos pocos en la tetera y vertió el agua hirviente, se puso cómoda en su cama y retomó el libro que había dejado en la víspera.

De repente, la habitación quedó sumida en la oscuridad.

Alice se encaramó a su cama y miró por el lucernario. El barrio estaba por completo a oscuras. Los cortes de corriente, frecuentes, duraban al menos hasta el amanecer. Alice se puso a buscar una vela; al lado del lavabo, un pequeño montículo de cera marrón le recordó que había utilizado la última la semana anterior.

Trató en vano de volver a encender la corta mecha; la llama vaciló, crepitó y acabó apagándose.

Aquella noche, Alice quería escribir, poner sobre el papel unas notas de agua salada, de madera de viejos tiovivos, de barandillas corroídas por las salpicaduras. Aquella noche, sumida en la noche cerrada, Alice no conciliaría el sueño. Se acercó a la puerta, dudó y, suspirando, se resignó a cruzar el rellano para pedirle una vez más ayuda a su vecino.

Daldry abrió la puerta, vela en mano. Llevaba un pantalón de pijama y un jersey de cuello de cisne bajo una bata de seda de color azul marino. La luz de la vela teñía de un color extraño su rostro.

—La esperaba, señorita Pendelbury.

—¿Me esperaba? —respondió sorprendida.

—Desde que han cortado la corriente. No duermo con bata, como podrá imaginar. Tenga, ¡he aquí lo que me iba a pedir! —dijo, sacando una vela de su bolsillo—. Es esto lo que ha venido a buscar, ¿no es así?

—Lo siento, señor Daldry —dijo agachando la cabeza—, de verdad, me acordaré de comprar.

—Ya no me lo creo, señorita.

—Puede llamarme Alice, ¿sabe?

—Buenas noches, señorita Alice.

Daldry cerró la puerta, Alice volvió a su casa. Pero, un instante después, oyó que llamaban a la puerta. Alice abrió y vio que Daldry se encontraba delante de ella, sosteniendo una caja de cerillas en la mano.

—Me imagino que tampoco tiene de esto. Las velas son mucho más útiles encendidas. No me mire así, no soy adivino. La última vez tampoco tenía cerillas y, como la verdad es que quiero acostarme, he preferido adelantarme.

Alice se guardó mucho de confesarle a su vecino que había rascado su última cerilla para prepararse una infusión. Daldry encendió la mecha y pareció satisfecho cuando la llama penetró en la cera.

—¿Le he dicho algo que le haya molestado? —preguntó Daldry.

—¿Por qué dice eso? —respondió Alice.

—Se le ha ensombrecido el rostro de repente.

—Estamos en la penumbra, señor Daldry.

—Si tengo que llamarla Alice, tendrá que llamarme a mí también por mi nombre: Ethan.

—Muy bien, le llamaré Ethan —contestó Alice, sonriendo a su vecino.

—Pero, diga lo que diga, parece, como poco, contrariada.

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