La reina de la Oscuridad (19 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

Tras emitir unas ininteligibles imprecaciones en su lengua, Flint se desembarazó del incómodo abrazo de Tas. En ese preciso instante Khirsah se remontó en el aire, refugiándose en un banco de nubes antes de que la Escuadra Azul reaccionase a su inesperada arremetida.

Khirsah aguardó unos momentos, quizá para dar ocasión a sus zarandeados jinetes a recobrar la compostura. Flint se apresuró a sentarse en su lugar, Tas le rodeó la cintura con ambos brazos. Pensó el kender que su compañero tenía la tez cenicienta y exhibía en su rostro una expresión preocupada, pero también debía reconocer que aquella experiencia escapaba a los límites de lo normal. Antes de que acertara a preguntarle si se encontraba bien, Khirsah salió una vez más de su escudo de nubes.

Los Dragones Azules estaban debajo, con el cabecilla situado en el centro del grupo suspendido sobre sus descomunales alas. Estaba levemente herido y desconcertado; la sangre manaba por sus cuartos traseros, allí donde las garras de Khirsah habían rasgado su dura y escamosa piel. Tanto el animal como su jinete de yelmo azulado escudriñaban el cielo en busca de su atacante. De pronto el hombre extendió el índice.

Arriesgándose a volver la vista hacia atrás, Tas contempló un espléndido panorama que le dejó sin resuello. El bronce y la plata centellearon bajo el sol cuando los Dragones de Whitestone surgieron de un cúmulo cercano y descendieron vociferantes sobre la Escuadra Azul. Se rompió el círculo enemigo, pues los gigantescos animales se apresuraron a cobrar altura para evitar que sus perseguidores los embistieran por la espalda. Los enfrentamientos se sucedían y entremezclaban en medio de un fragor indescriptible. Brotaron llamas cegadoras y chisporroteantes en el instante en que un gran Dragón Broncíneo, que se debatía a la derecha del kender, emitía un grito de dolor y se desplomaba en el aire con la cabeza ardiendo. Tas vio que su jinete luchaba denodadamente para asir las riendas, abierta su boca en un alarido inaudible a causa de la velocidad con que él y su cabalgadura se zambullían hacia el suelo.

Contempló el kender cómo las tierra se acercaba también a ellos y se preguntó qué se debía sentir al estrellarse contra la hierba. Pero no duraron mucho sus cavilaciones, ya que Khirsah lo despertó con un atronador rugido.

El cabecilla azul descubrió al joven Dragón, no pudiendo sustraerse a su resonante desafío. Ignoró entonces a los otros animales que batallaban a su alrededor, para emprender el vuelo en pos del broncíneo enemigo que le citaba en un duelo a muerte.

—¡Ha llegado tu turno, enano! ¡Equilibra la lanza! —ordenó Khirsah a la vez que batía sus enormes alas para ganar altura, con la intención de facilitar sus propias maniobras; y también de dar opción su jinete para que se preparara.

—Yo me ocuparé de las riendas —ofreció Tas.

El kender no estaba seguro de haber sido oído por su compañero. El rostro de Flint presentaba una extraña rigidez, y sus movimientos eran lentos y mecánicos. Presa de una incontenible impaciencia, Tas no podía sino aferrar las riendas y observar las evoluciones de los cenicientos dedos del enano para fijar la empuñadura de la lanza debajo de su hombro y empuñarla tal como había aprendido. El insondable hombrecillo alzó la vista al frente, vacío su rostro de expresión.

Khirsah continuó elevándose, antes de equilibrarse y dar así oportunidad a Tas de examinar su entorno y preguntarse dónde estaba el enemigo. En efecto, había perdido de vista al Dragón Azul y a su jinete. Igneo Resplandor dio entonces un poderoso salto, que cortó al kender la respiración. Allí mismo estaba su rival, delante de ellos.

Vio que la azulada criatura abría su espantosa boca surcada de colmillos y, recordando las llamas cegadoras se arrebujó detrás del escudo. Como Flint permaneciera con la espalda rígida y la mirada perdida más allá de su arma protectora, fija en el dragón que les atacaba, el kender soltó el brazo de su cinto y le tiró de la barba para obligarle a ocultar la testa.

Un resplandor tan intenso como el del relámpago estalló a su alrededor, seguido por un fragor de trueno que casi dejó si conocimiento al kender y al enano. Khirsah lanzó un alarido de dolor, pero se mantuvo firme en su curso.

Ambos dragones se embistieron al unísono, y la Dragonlance apuntó al cuerpo de su víctima. Por un instante Tas no vio sino destellos rojizos y azulados, mientras el mundo daba vueltas vertiginosas. En una ocasión sus ojos se clavaron de manera siniestra, más no logró discernir la escena. Refulgían las garras de los contendientes, y resultaba difícil distinguir los alaridos de Khirsah de los gritos de su oponente. Las alas se batían confusas en el aire, a la vez que la hierba trazaba espirales más y más rápidas a medida que todo el grupo se precipitaba hacia el suelo.

«¿Por qué no suelta Igneo Resplandor al Dragón Azul?», pensó Tas en pleno delirio. De pronto, comprendió la causa: ¡Se habían enmarañado!

La Dragonlance había errado en su diana y, al rebotar contra la ósea juntura del ala rival, se había incrustado en su hombro, hallándose ahora alojada bajo coriácea piel. El herido se debatía a la desesperada para liberarse pero Khirsah, dominado por la furia del combate, lo laceró con sus garras delanteras e hincó sus afilados colmillos en su carne.

Enzarzados en tan cruenta lid, los dragones habían olvidado por completo a sus jinetes. También Tas se sentía demasiado aturdido para observar al oficial de yelmo azulado hasta que, al alzar la mirada sin saber dónde posarla, atrajo su atención aquel ser que se agarraba obstinado a su silla a escasos pies de distancia.

Una vez más se confundieron el cielo y la tierra cuando los dragones trazaron un círculo completo en el aire, aunque el súbito torbellino no impidió a Tas advertir que el yelmo azul se desprendía de la cabeza de su portador, dejando al descubierto su rubio cabello. Los ojos del individuo, libres ahora de su máscara, se mostraron fríos y brillantes, sin asomo de temor. Su penetrante mirada traspasó al desconcertado Tasslehoff.

«Ese rostro me resulta familiar», pensó el kender con una sensación de distanciamiento como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otro ser bajo su atenta observación. ¿Dónde podía haberlo visto con anterioridad? La imagen de Sturm se dibujó en su mente.

El oficial se desembarazó del arnés y se irguió sobre los estribos. Su brazo derecho colgaba laxo junto a su cadera, pero había estirado la otra mano.

De pronto el kender comprendió. Sabía perfectamente lo que se disponía a hacer su oponente, como si se hubiera dirigido a él para revelarle sus planes.

—¡Flint! —exclamó con vehemencia—. ¡Suelta la lanza ahora mismo!

Pero el enano sostenía el arma en sus inflexibles manos, perdida la mirada en el horizonte insondable. Los dragones luchaban, mordían y hundían sus garras suspendidos en el espacio, retorciéndose el azul a fin de liberarse de la lanza y zafarse así del despiadado ataque de su enemigo. Tas oyó cómo el jinete rival pronunciaba unas palabras, y al instante su animal cesó de debatirse para adoptar una actitud alerta.

Con sorprendente agilidad, el oficial saltó de una grupa a otra y rodeo el cuello de Khirsah con uno de sus brazos mientras trataba de equilibrarse. Sin apenas esfuerzo el misterioso personaje se incorporó y sujetó con sus poderosas piernas la agitada testuz de Igneo Resplandor.

El Dragón, sin embargo, hizo caso omiso del humano. Todos sus pensamientos estaban centrados en su más directo contrincante.

El oficial lanzó una fugaz mirada a los dos compañeros y comprendió que ninguno representaba una amenaza, atados como estaban a la silla... o, al menos, las tirantes correas así lo daban a entender. Desenvainó entonces su espadón e, inclinando el cuerpo hacia adelante, empezó a cercenar los arneses del Dragón Broncíneo en el lugar donde se cruzaban sobre su pecho, cerca de sus colosales alas.

—¡Flint! —suplicó Tas—. ¡Suelta la lanza! ¡Mira! —El kender zarandeó al impertérrito enano—. ¡Si ese individuo corta las correas la silla se desprenderá, arrastrando el arma y también a nosotros!

Flint volvió despacio la cabeza, despertando al fin. Con una lentitud que a Tas se le antojó agónica, su temblorosa mano empezó a manipular el mecanismo que había de liberar la lanza y deshacer el mortífero abrazo de los dragones. ¿Llegaría a tiempo?

Tas vio que la espada traspasaba el aire, casi al mismo tiempo que una de las correas del arnés se alejaba en un ominoso revoloteo. Era demasiado tarde para pensar o fraguar planes. Mientras Flint seguía forcejeando con el complicado artefacto, Tas se levantó como pudo y ciñó las riendas a su talle para, sujetándose al borde de la silla, rodear al enano hasta colocarse delante de él. Estiró entonces el cuerpo sobre el cuello del Dragón y, tras enmarañar sus piernas en la ósea crin, se arrastró resuelto a abalanzarse sobre el oficial.

El enemigo no prestaba atención a aquel par de jinetes que imaginaba atrapados en sus correas. Tan absorto estaba en su trabajo —el arnés no tenía ya apenas sujeción— que nunca supo qué le había golpeado.

Fue el cuerpo de Tasslehoff lo que descargó su peso sobre el oficial, al lanzarse contra su espalda. Sobresaltado y retorciéndose en un descontrolado afán para mantener el equilibrio, el atacado dejó caer la espada y se aferró con todas sus fuerzas a la testuz del Dragón Broncíneo. Entre gritos de furia intentó dar la vuelta, pues quería saber a toda costa quién lo había agredido. Pero, de pronto, la más negra noche nubló sus ojos, cuando unos pequeños brazos rodearon su cabeza y ensombrecieron el mundo. Aquella momentánea ceguera lo obligó a prescindir de su agarradero en el cuello del animal, empecinado como estaba en liberarse de lo que le pareció una criatura dotada de tres pares de manos y piernas, todas ellas aplastándole con incomparable tenacidad. Pero, al notar que empezaba a deslizar por el cuerpo del Dragón, se afianzó de nuevo a la crin.

—¡Flint, suelta la lanza! ¡Flint...! —Tas ya no sabía lo que decía. El suelo se elevaba a su encuentro, ahora que los debilitados dragones se desplomaban sin remisión. En su cabeza estallaron resplandores de luz blanca mientras permanecía aferrado al oficial, que no cejaba en sus forcejeos.

Resonó, de pronto, un gran estampido metálico. La lanza se soltó, y los combatientes quedaron libres.

Desplegando sus alas, Khirsah interrumpió su rauda caída y recobró el equilibrio. El cielo y la tierra asumieron una vez más sus posiciones correctas, un hecho que provocó las lágrimas de Tas.

«No me he dejado asustar», se repetía el kender entre sollozos, pero nunca nada le había parecido tan hermoso como el cielo azul... de nuevo en el lugar que le asignara la naturaleza.

—¿Estás bien, Igneo Resplandor? —preguntó el kender.

El broncíneo ser asintió, no le quedaban fuerzas para hablar.

—Tengo un prisionero —declaró, el aún confundido Tasslehoff, tomando conciencia de lo que había hecho. Soltó despacio al vencido, que meneó la cabeza entre mareado y asfixiado, antes de añadir—: No creo que pretendas escapar en estas circunstancias.

Liberada su presa, el kender culebreó por la crin en pos de los hombros del Dragón. Vio que el oficial alzaba la mirada hacia el cielo y apretaba los puños de rabia al contemplar cómo sus animales perdían terreno frente a Laurana y su ejército. Observó de un modo muy especial a la Princesa elfa, y en aquel instante Tas recordó dónde se había topado con aquel hombre en el pasado.

—Será mejor que nos devuelvas a tierra firme –ordenó el kender a Khirsah, recobrando el resuello y agitando las manos—. ¡Rápido, es urgente!

El Dragón arqueó la cabeza para mirar a sus jinetes, y Tas comprobó que tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo. Presentaba hondas quemaduras en uno de los lados de su broncínea testa, y la sangre chorreaba por su maltrecho hocico. El kender escudriñó la zona adyacente en busca del enemigo azul, pero había desaparecido sin dejar rastro.

Al posar la vista en el oficial, Tasslehoff se sintió como un héroe. Ahora comprendía la magnitud de su acción.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó lleno de júbilo, dirigiéndose a Flint—. ¡Hemos vencido a un dragón y yo he apresado a su jinete con la única ayuda de mis manos!

El enano asintió despacio, mientras el kender contemplaba cómo el suelo se aproximaba y pensaba que nunca le había parecido tan maravillosamente
terrenal
como en este momento.

Cuando Khirsah aterrizó, los soldados de a pie se congregaron en torno a ellos entre vítores y exclamaciones de júbilo. Unos cuantos se llevaron al cautivo quien, antes de alejarse, lanzo una penetrante mirada a su aprehensor. Aunque su ominosa expresión causó cierta zozobra al kender, no tardo en olvidarla para ocuparse de su compañero.

El enano se hallaba desplomado sobre la silla; con el rostro cansado y envejecido. Sus labios se habían teñido de matices violáceos.

—¿Qué te ocurre?

—Nada.

—Sin embargo, veo que te sujetas el pecho con las manos. ¿Estás herido?

—No.

—Entonces, ¿a qué viene esa postura?

—Supongo que no me dejarás tranquilo hasta que te responda —gruñó Flint—. Pues bien, la causante de mi precario estado es esa maldita lanza, aunque también le diría cuatro palabras al inventor de la chaqueta. ¡No me cabe la menor duda de que su grado de necedad sólo puede ser comparado con el tuyo! El mango de la Dragonlance se ha incrustado en mi clavícula, y supongo que las magulladuras recibidas me dolerán durante más de una semana. Por otra parte, esa historia que has forjado en tomo a tu captura es una burda patraña. ¡Ha sido un auténtico milagro que no os precipitarais ambos en el vacío! Y si te interesa mi opinión, lo has prendido por accidente. Para terminar mi discurso voy a hacerte una advertencia: ¡No volveré a montar a la grupa de uno de esos gigantescos animales en todo lo que me resta de vida!

Flint cerró la boca como si quisiera morder el aire, a la vez que clavaba en el kender una mirada tan fulminante que este último se apresuró a alejarse. Sabía que cuando el enano se dejaba dominar por el mal humor lo más prudente era apartarse de él hasta que se templaran sus ánimos. Después de comer se sentiría mejor.

Aquella noche, cuando Tasslehoff se arrebujó en el flanco de Khirsah para descansar cómodamente bajo su protección, recordó, de pronto, que algo no encajaba en la iracunda parrafada de Flint.

El enano había cubierto con sus brazos la parte izquierda de su pecho, según él a fin de aliviar el dolor producido por la lanza... ¡que permaneció a su derecha durante todo elcombate!

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