La reina de la Oscuridad (22 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

—Laurana —Flint intentaba desesperadamente traspasar aquella gélida máscara—, existe un protocolo que debe respetarse en el intercambio de prisioneros. Tienes razón, eres el general, ¡pero no estoy seguro de que hayas comprendido la importancia de tu cargo! Viviste en la corte de tu padre el tiempo suficiente para... —Acababa de cometer un grave error. Lo supo en el momento en que la frase brotó de sus labios, y gruñó para sus adentros.

—¡Ya no estoy allí! —exclamó, enfurecida, Laurana—. ¡Y en cuanto al protocolo, por lo que a mí concierne puede tragárselo el Abismo! —Poniéndose en pie fijó en Flint una indiferente mirada, como si acabaran de presentárselo. En aquel instante el enano la recordó tal como la había visto en Qualinesti la noche en que había abandonado su hogar para seguir a Tanis movida por un pueril enamoramiento.

—Gracias por traerme el mensaje, pero tengo mucho que hacer antes de que amanezca. Si profesáis algún afecto a Tanis, os ruego que volváis a vuestras habitaciones y no comentéis con nadie cuanto hemos hablado.

Tasslehoff consultó a Flint con los ojos, sinceramente alarmado. Ruborizándose, el enano se apresuró a limar asperezas como mejor pudo.

—Te ruego, Laurana, que no tomes a mal mis palabras. Si tu decisión es irrevocable, puedes contar con mi ayuda. Me he comportado como un abuelo gruñón y maniático, pero sólo porque me preocupo por ti aunque seas nuestro general. Deberías dejar que te acompañe, tal como sugiere la nota...

—¡Y yo también! —vociferó Tas indignado.

Flint le clavó una furibunda mirada, que pasó inadvertida a la muchacha. La expresión de Laurana se dulcificó al decir:

—Lamento mi rudeza y agradezco vuestro ofrecimiento. Sin embargo, creo que es preferible que vaya sola.

—No —se obstinó Flint—. Quiero a Tanis tanto como tú. Si existe la posibilidad de que esté muriendo... —se ahogó su voz y tuvo que hacer una pausa para enjugarse las lágrimas antes de tragar saliva y continuar deseo hallarme a su lado.

—Ése es también mi anhelo —farfulló el kender, ya apaciguado.

—De acuerdo —Laurana sonrió con tristeza—. No puedo reprochároslo, y sé que él se alegrará de veros.

Parecía estar totalmente convencida de su próximo encuentro con Tanis, así lo leyó el enano en sus ojos. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.

—¿Y si es una trampa, una emboscada?

La expresión de Laurana volvió a congelarse. Sus ojos se encogieron en rendijas fulgurantes, y la sugerencia de Flint se perdió en su crespa barba. Miró a Tas, quien meneó la cabeza.

El anciano hombrecillo emitió un hondo suspiro.

2

El precio del fracaso.

—¡Ahí está, señor! —dijo el dragón, un enorme monstruo rojo de refulgentes ojos negros y una envergadura de alas tan dilatada como las sombras de la noche—. El alcázar de Dargaard. Esperad, podréis verlo con total claridad a la luz de la luna... cuando salgamos del banco de nubes.

—Lo veo —respondió una voz cavernosa.

El dragón, al oír la punzante ira que festoneaba las palabras del hombre, inició su raudo descenso trazando interminables espirales mientras tanteaba las corrientes de aire entre las montañas. El animal espió con cierto nerviosismo la fortaleza rodeada por las rocosas brechas de las aserradas montañas, en busca de un lugar donde pudiera posarse suavemente. Nada bueno podía sacarse de zarandear a Ariakas.

En el extremo septentrional de las Montañas Dargaard se erguía su destino: el alcázar del mismo nombre, tan oscuro y ominoso como propagara la leyenda. En un tiempo, cuando el mundo era aún joven, el alcázar de Dargaard había engalanado los altos picos de los cerros, alzándose sus claros muros sobre el peñasco con una grácil belleza sólo comparable a los pétalos de una rosa abiertos al rocío. Pero ahora, pensó apesadumbrado Ariakas, la flor se había agostado. El Señor del Dragón no era un hombre poético, ni tampoco se dejaba influir por las imágenes que ofrecía la naturaleza vista desde el aire. Sin embargo, el castillo desmoronado, ennegrecido por el fuego, que se divisaba sobre la roca se asemejaba tanto a una rosa marchita en un socarrado arbusto que no pudo por menos que contemplar su desolado contorno. Las lóbregas celosías que se extendían entre las ruinosas torres ya no formaban el cuerpo de la flor, sino que más bien se asemejaban a la red del insecto cuya ponzoña la había matado.

El enorme Dragón Rojo trazó un último círculo. El muro sur, que rodeaba el patio, se había desplomado un millar de pies por el precipicio durante el Cataclismo, dejando paso franco a las puertas del alcázar. Lanzando un hondo suspiro de alivio el animal oteó el liso suelo de baldosas únicamente surcado por ocasiones hendiduras en la piedra y, en consecuencia, idóneo para un perfecto aterrizaje. Incluso los dragones, que apenas conocían el temor en el mundo de Krynn, preferían evitar la ira de Ariakas.

En el patio se desplegó una febril actividad, que recordaba a la de un hormiguero turbado por la repentina proximidad de una avispa. Los draconianos vociferaban y apuntaban hacia el cielo, mientras el capitán de la guardia nocturna corría entre las almenas sin cesar de asomarse al interior de la plaza. y tenían buenas razones para tal desasosiego. Una escuadra de Dragones Rojos estaba aterrizando en el patio, uno de ellos montado por un oficial cubierto en la inequívoca armadura de su rango. El capitán observó inquieto cómo el jinete saltaba de la silla antes de que se detuviera su cabalgadura. El dragón agitó furiosamente las alas para no golpear al oficial, levantando una nube de polvo a su alrededor que se confundió con la que también provocó el hombre en la iluminada noche, al atravesar con ademán resuelto el espacio que le separaba dé la puerta. El eco de sus pisadas resonó en las piedras como un tañido de muerte.

Cuando imprimió esta imagen en su mente, el capitán ahogó una exclamación; había reconocido al oficial. Dando media vuelta, con tanta premura que casi tropezó con un draconiano, recorrió la fortaleza sin cesar de lanzar imprecaciones contra éste en busca de Garibanus, comandante en funciones.

Ariakas descargó su acerado puño sobre la puerta principal del alcázar con un golpe atronador que alzó un remolino de astillas. Los draconianos corrieron a abrir y retrocedieron con abyecto servilismo cuando el Señor del Dragón irrumpió en el interior acompañado por una ráfaga de aire frío que apagó las velas e hizo oscilar las llamas de las antorchas.

Lanzando una fugaz mirada tras la brillante máscara de su yelmo, Ariakas vio un amplio vestíbulo circular cubierto por un vasto techo abovedado. Dos gigantescas escalinatas de trazo curvado se alzaban a ambos lados de la entrada, y conducían hasta un balcón que circundaba la planta superior. Al examinar su entorno sin reparar apenas en los viles draconianos, Ariakas vio aparecer a Garibanus por una puerta próxima a la parte superior de la escalera, abotonando sus calzones a la vez que se embutía una camisa por la cabeza. El capitán de la guardia permanecía tembloroso a su lado y señalaba con el índice al Señor del Dragón.

No le resultó difícil a Ariakas adivinar de qué compañía disfrutaba unos momentos antes el comandante en funciones. Aparentemente reemplazaba al perdido Bakaris en más de una faceta.

«¡De modo que es ahí donde está ella!», exclamó para sus adentros, sin poder reprimir un gesto de satisfacción. Atravesó acto seguido el vestíbulo y emprendió el ascenso de la escalera, saltando los peldaños de dos en dos mientras los draconianos se apartaban como ratas asustadas. El capitán de la guardia desapareció, y Garibanus sólo cobró la bastante compostura para dirigirse a Ariakas cuando éste había salvado la mitad de la escalada.

—S-señor —balbuceó, introduciendo el repulgo de la camisa bajo el cinto de sus calzones antes de bajar presuroso a su encuentro—. V-vuestra visita es un honor inesperado.

—No creo que
inesperado
sea la palabra —respondió el mandatario con una voz que sonaba extrañamente metálica en las profundidades de su yelmo.

—Quizá no —dijo Garibanus esbozando una débil sonrisa.

Ariakas continuó el ascenso, fija la mirada en una de las puertas del piso. Comprendiendo el destino inmediato de su señor, Garibanus se interpuso en su camino.

—Señoría —dijo en tono de disculpa—, Kitiara se está vistiendo. No tar ...

Sin despegar los labios, sin ni siquiera hacer una pausa en su resuelta marcha, Ariakas cerró su enguantada mano Y propinó un severo golpe al comandante en la caja torácica. Se produjo un sonido silbante similar al de un fuelle al expulsar el aire, sucedido por un estrépito de huesos quebrados y un seco crujido cuando la fuerza de la embestida arrojó el cuerpo del soldado contra el muro que jalonaba la escalera, situado a diez yardas de distancia. El maltrecho individuo se deslizó en silencio hasta el inicio de la escalera, el Señor del Dragón no lo advirtió. Sin volver la vista atrás culminó el ascenso, prendidos los ojos de la puerta que había llamado su atención.

Ariakas, comandante en jefe de los ejércitos de los Dragones e informador personal de la Reina de la Oscuridad era un hombre brillante, poseedor de un singular talento en los asuntos militares. Casi había obtenido el mando del continente de Ansalon y en privado empezaba a hacerse llamar « Emperador». Su reina estaba muy complacida con sus servicios, prodigándole obsequios y magnas recompensas.

Pero ahora sentía que su bello sueño de grandeza se escurría entre sus dedos como el humo de las fogatas otoñales. Le habían comunicado que sus tropas huían en desbandada de las llanuras de Solamnia abandonando la plaza de Palanthas, retirándose del alcázar de Vingaard y desbaratando sus planes de sitiar Kalaman. Los elfos se habían aliado con las fuerzas de los humanos en las Islas Ergoth. Los Enanos de las Montañas habían surgido de su sede subterránea en Thorbardin y, si los informes no mentían, se habían asociado a sus antiguos enemigos, los Enanos de las Colinas, y a un grupo de refugiados en un intento de ahuyentar de Abanasinia a los ejércitos de los Dragones. Silvanesti había recobrado la libertad, un Señor del Dragón había perdido la vida en el Muro de Hielo y, a juzgar por los rumores, los abyectos enanos gully gobernaban Pax Tharkas.

Mientras evocaba en su memoria tales eventos Ariakas encendió su ánimo hasta convertirse en una furia viviente. Pocos sobrevivían al enojo de este personaje, pero nadie lo había hecho a su furia.

El estratega heredó su elevado rango de su padre, que había sido un hechicero de reconocido ascendiente sobre la Reina de la Oscuridad. Pese a contar tan sólo cuarenta años, Ariakas ostentaba su cargo desde hacía casi veinte pues su progenitor había tenido una muerte precoz a manos de su propio hijo. En su más tierna infancia el ahora alto dignatario había visto cómo su padre asesinaba brutalmente a su madre, quien había tratado de huir con su retoño antes de que se convirtiera en un ser cruel y pervertido como su esposo.

Aunque siempre trató a su padre con aparente respeto, Ariakas no olvidó el espantoso fin de la mujer que le diese la vida. Estudió con ahínco, despertando en su vigilante predecesor un desmedido orgullo. Muchos se preguntaron si tan exaltada emoción le abandonó cuando sintió las primeras punzadas del cuchillo que clavó en su cuerpo aquel muchacho de diecinueve años para vengar su vil homicidio, con los ojos fijos, sin embargo, en el asiento honorífico que su padre ocupaba en la corte de la Reina de la Oscuridad.

Tan ominoso suceso no supuso una gran tragedia para ésta, quien no tardó en descubrir que el joven Ariakas era idóneo para reponer la pérdida de su servidor favorito. No sentía una gran inclinación hacia los usos clericales, pero sus dotes de mago le valieron el ingreso en la Orden de la Túnica Negra y las recomendaciones de los brujos perversos que lo educaron. Aunque superó las terribles Pruebas en las Torres de la Alta Hechicería, las artes arcanas no figuraba entre sus aficiones. Rara vez las practicaba, y nunca vistió los ropajes que denotaban su autoridad como conocedor de los más esotéricos ritos.

La auténtica pasión de Ariakas era la guerra. Fue él quien concibió la estrategia que permitiría a los Señores de los Dragones y sus ejércitos subyugar casi en su totalidad el continente de Ansalon. Fue él quien consiguió que apenas se tropezaran con resistencia, pues había propugnado la necesidad de actuar con rapidez para aniquilar a los divididos humanos, elfos y enanos antes de que pudieran unirse. En el próximo verano, y de acuerdo con sus previsiones, Ariakas debía gobernar Ansalon sin oposición por parte de amigos ni rivales. Los Señores de los Dragones que imponían su voluntad en otros continentes de Krynn le profesaban una envidia manifiesta... y también cierto temor. Sabían que aquella criatura ambiciosa no se conformaría con un solo reino, y lo cierto era que había puesto los ojos en el oeste, en la ribera opuesta del Mar de Sirrion.

Pero el imprevisto giro de la guerra no preconizaba ahora sino el desastre.

Al posar la mano en el picaporte del dormitorio de Kitiara, Ariakas halló la puerta atrancada. Pronunció con entero aplomo una palabra en el lenguaje de la magia y la madera estalló por los aires, en una lluvia de chispas luminosas y llamas azules que le franquearon el acceso a la alcoba con la mano cerrada sobre la empuñadura de su espada.

Kit estaba tendida en el lecho. En cuanto vio a Ariakas se levantó, a la vez que cubría su contorneado cuerpo con una bata de tonalidades argénteas. Pese a su iracundo humor, el mandatario no pudo por menos que admirar a aquella mujer que, entre sus numerosos oficiales, se había ganado su confianza más que ningún otro. Aunque su llegada la había cogido desprevenida, y sabía que su vida corría serio peligro por haberse dejado derrotar, se enfrentó a él con serenidad. Ningún destello de miedo iluminaba sus oscuros ojos, ningún susurro escapó de sus labios.

Su actitud sólo sirvió para enfurecer aún más a Ariakas, al recordarle la decepción que le había causado. Se desprendió sin pronunciar palabra de su yelmo y lo arrojó al otro lado de la estancia donde se estrelló contra una cómoda de madera labrada astillándola como si fuera de vidrio.

Cuando contempló el desnudo rostro de Ariakas, Kitiara perdió momentáneamente el control y se acurrucó en la cama sin cesar de estrujar con nerviosismo las cintas de su bata.

Pocos eran los que podían mirar el semblante de Ariakas sin amedrentarse. Era la suya una faz desprovista de toda emoción humana, e incluso su ira se manifestaba tan sólo en una ligera vibración del músculo que recorría su mandíbula. Su larga melena negra ondeaba en torno a sus lívidos rasgos, mientras que la barba de un día asumía matices azulados en su lisa piel. Y, en cuanto a sus negros ojos, eran gélidos como un lago cubierto de hielo.

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