La reina de la Oscuridad (42 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

—Fue una suerte que el mago nos atacara en el viaje —comentó despacio Caramon—, nos habrían matado de aparecer con nuestros dragones cobrizos en medio de esta muchedumbre.

—Sí —reconoció Tanis en actitud ausente. Había estado pensando en el viejo hechicero para, con el auxilio de sus recuerdos y las revelaciones de Tas, tratar de unir algunas piezas y descifrar el enigma. Cuanto más reflexionaba sobre Fizban más se acercaba a la verdad y, como habría dicho Flint, el conocimiento de este hecho producía temblores en su piel.

Al evocar al enano en su mente sintió una punzada de dolor, así que decidió desechar toda elucubración sobre su amigo y también sobre el anciano. Ya tenía suficientes preocupaciones con la situación presente, y estaba seguro de que ningún hechicero le ayudaría a salir del atolladero.

—Ignoro qué está sucediendo —susurró el semielfo—, pero sea lo que fuera más nos favorece que nos perjudica. ¿Recuerdas lo que comentó Elistan en una ocasión? Está escrito en los Discos de Mishakal que el Mal se vuelve sobre sí mismo. La Reina Oscura reúne a sus tropas por un motivo desconocido, quizá para asestar un golpe definitivo a Krynn del que no pueda levantarse. Sin embargo, no está todo perdido, y podemos mezclarnos fácilmente en este confuso gentío. Nadie reparará en dos miembros del ejército que regresan con un grupo de prisioneros.

—Así lo espero —apuntó Caramon con sombrío ademán.

—Roguemos para que así sea —apostilló Tanis.

El capitán de la guardia que defendía las puertas de Neraka estaba atosigado por todas partes. La Reina Oscura había convocado un consejo general por segunda vez desde el inicio de la guerra, y los Señores de los Dragones del continente de Ansalon acudían prestos a la llamada. Cuatro días atrás habían empezado a llegar a Neraka y, a partir de entonces, la vida del capitán había sido una constante pesadilla.

Los Señores de los Dragones debían entrar en la ciudad por orden de rango. Así, Ariakas sería el primero con su escolta personal, sus tropas, su guardia y sus dragones, seguido por Kitiara, la Dama Oscura, también en compañía de su cohorte de soldados, reptiles y custodios. En tercer lugar haría su aparición Lucien de Takar con su cortejo, y así sucesivamente hasta el último de la comitiva, Fewmaster Toede, del frente oriental.

Tal sistema no había sido concebido tan sólo para honrar a las más altas dignidades. Su propósito era permitir que circulasen sin obstáculos un gran número de tropas y dragones, junto con sus enseres, por un complejo que nunca fue diseñado para albergar a grandes concentraciones. Dada además la desconfianza que reinaba entre unos y otros Señores, ninguno se dejaría persuadir de entrar con un solo draconiano menos que sus colegas y este hecho contribuiría a mantener un orden perfecto. Era un buen plan y podría haber funcionado, de no plantearse un grave problema desde el principio al llegar Ariakas con dos días de retraso.

¿Lo había hecho a propósito para crear la confusión que debía derivarse de su tardanza? El capitán ni lo sabía ni osaba preguntarlo, pero tenía sus propias ideas sobre el particular. Su ausencia obligaba a los dignatarios que se presentaban antes que Ariakas a instalarse en las llanuras que circundaban el Templo hasta que él hiciera su entrada. Las consecuencias no se hicieron esperar. Los draconianos, goblins y mercenarios humanos ansiaban gozar de los placeres que ofrecía la ciudad—campamento erigida a toda prisa en el interior del recinto. Habían recorrido largas distancias y se disgustaron con razón al negárseles este disfrute.

Muchos intentaban escalar las murallas durante la noche, atraídos por las tabernas como las abejas por la miel. Se produjeron reyertas, pues cada tropa era leal a su Señor del Dragón y a ningún otro, hasta que los calabozos subterráneos del Templo se convirtieron en un alborotado hervidero. El capitán tuvo que ordenar a sus fuerzas que cada mañana arrojasen carretadas de borrachos prendidos la víspera sobre el llano, donde los recogían sus exasperados oficiales.

También estallaron conflictos entre los dragones, ya que cada cabecilla trataba de afirmar su poder sobre los otros.
Un
gran reptil verde, Cyan Bloodbane, llegó incluso a matar a un Dragón Rojo en una pelea por la posesión de un venado. Para desgracia de Cyan su oponente contaba con el favor de la misma Reina Oscura, de modo que
fue
encerrado en una cueva donde sus aullidos y los feroces golpes que daba con su cola hicieron creer a más de uno que había sobrevenido un terremoto.

El capitán apenas durmió durante dos noches. Cuando, al amanecer del tercer día, le comunicaron que al
fin
había llegado Ariakas, a punto estuvo de arrodillarse en acción de gracias y procedió de inmediato a reunir a los hombres que tenía asignados para preparar el gran desfile. Todo
fue
bien hasta que unos centenares de draconianos a a las órdenes de Toede vieron entrar en la plaza del Templo a las tropas del máximo mandatario. Bebidos e irrespetuosos con sus ineficaces cabecillas, trataron de introducirse en masa al mismo tiempo que el ejército privilegiado. Encolerizados ante semejante desacato, los capitanes de Ariakas ordenaron a sus huestes que los detuvieran por las armas. Estalló el caos.

La Reina de la Oscuridad, no menos disgustada que su secuaz, envió a sus propias tropas pertrechadas con látigos, cadenas de acero y garrotes. Acompañaban a estas patrullas algunos magos de Túnica Negra y oscuros clérigos que, respaldando con sus hechizos los contundentes trallazos de los soldados, lograron restablecer el orden. Ariakas y su cortejo entraron en el complejo del Templo con dignidad, aunque no en la perfecta formación que les correspondía.

Debía ser media tarde —el capitán había perdido la noción del tiempo y, para colmo de males, las malditas ciudadelas impedían el paso de los rayos solares— cuando se le acercó uno de los guardianes para requerir su presencia en las puertas.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el oficial clavando en el soldado una furibunda mirada con su único ojo sano, pues había perdido el otro en una batalla contra los elfos de Silvanesti—. ¿Otra refriega? Golpead a los contendientes en la cabeza y encarceladlos. Estoy harto de...

—No-no se trata de una pelea —balbuceó el guardián, un joven goblin que sentía terror por su superior humano—. Me han enviado los centinelas de la puerta. Dos oficiales solicitan permiso para entrar con unos prisioneros.

El capitán lanzó un irreprimible reniego. ¿Qué otras complicaciones le aguardaban? Casi dijo al goblin que volviera y les franquease la entrada, el lugar estaba ya atestado de esclavos y prisioneros y unos pocos más no habían de notarse. Las tropas de Kitiara estaban agrupándose en el exterior, dispuestas a hacer su entrada, y debía hallarse presente a fin de darles la bienvenida oficial.

—¿Quiénes son esos presos? —inquirió irritado mientras recogía varios pliegos de pergamino, deseoso tan sólo de alejarse para acudir puntual a la ceremonia—. ¿Draconianos ebrios? Llevadles a...

—Creo q-que deberíais venir, señor. —El goblin sudaba, despidiendo unos efluvios que no resultaban nada agradables—. S—son una pareja de humanos y un kender.

—Ya te he dicho que... —De pronto se interrumpió—. ¿Un kender? —repitió, a la vez que alzaba los ojos con interés—. ¿No les acompaña también un enano?

—No que yo sepa, señor —respondió el pobre goblin. Pero quizá me haya pasado desapercibido en medio del gentío.

—Iré contigo —resolvió el oficial y, ciñéndose la espada, siguió al goblin hacia la puerta principal del recinto.

Reinaba allí una momentánea paz. Las tropas de Ariakas estaban ya en la improvisada ciudad, y las de Kitiara se organizaban entre empellones y escaramuzas para iniciar su marcha. Era casi la hora de comenzar la ceremonia, así que el capitán se apresuró a examinar al grupo que se erguía ante él.

Dos oficiales del ejército de los Dragones, de alto rango por añadidura, escoltaban a un grupo de hoscos prisioneros. El capitán estudió a estos últimos con atención, recordando las órdenes recibidas dos días antes. Debía acechar con especial empeño la llegada de un enano que viajaba en compañía de un kender, quizá también de un dignatario elfo y una mujer de largo y argénteo cabello, en realidad un Dragón Plateado. Eran todos ellos amigos de la Princesa que tenían prisionera, y la Reina de la Oscuridad creía que intentarían rescatarla de un modo u otro.

Había un kender frente a él, pero la mujer exhibía una melena pelirroja de bucles rizados que en nada la asemejaban a un dragón. Si lo era, el capitán estaba dispuesto a comerse su metálico peto. El encorvado anciano de barba rala, por su parte, presentaba todos los rasgos de un humano y nada tenía de enano ni mucho menos de elfo. Lo cierto era que no acertaba en comprender por qué dos oficiales de elevada graduación se habían molestado en prender a tan variopinto trío.

—Decapitadles y acabad con ellos en vez de venir a molestamos —declaró el capitán con tono desdeñoso—. En estos momentos carecemos de espacio en los calabozos para alojar a nadie más. Lleváoslos.

—¡Sería una lástima desperdiciar esta oportunidad! —protestó uno de los oficiales, un hombre gigantesco con unos brazos que más parecían troncos arbóreos, antes de atenazar a la muchacha pelirroja y arrastrarla hacia sí—. ¡He oído decir que en los mercados de esclavos pagan suman suculentas por las de su especie!

—En eso tienes razón —admitió el capitán pasando revista con su ojo sano al voluptuoso cuerpo de la joven que, a su juicio, aún embellecía más la ajustada cota de malla—. Pero no sé que esperas obtener por los otros dos—. Mientras hablaba manoseó al kender, quien lanzó un grito de indignación si bien le silenció al instante uno de los guardianes presentes—. Matadles.

El fornido oficial pareció titubear ante tal arguento, o al menos así lo denotaba su nervioso pestañeo. En cambio su compañero, que había permaneció en un discreto segundo plano, dio un resuelto paso al frente y respondió por él.

—El humano es mago —dijo—. y creemos que el kender trabaja como espía. Los sorprendimos cerca del alcázar de Dargaard.

—Haber empezado por ahí en lugar de hacerme perder el tiempo. De acuerdo, entrad y ved dónde podéis encerrarles. —Hablaba de forma precipitada, pues acababan de sonar las trompetas. Debía iniciarse la ceremonia, las macizas verjas de hierro comenzaban a abrirse para dar paso a la comitiva—. Firmaré vuestros documentos, entregádmelos.

—No tenemos... —empezó a decir el oficial corpulento, pero el otro lo interrumpió para preguntar, a la vez que rebuscaba en sus bolsas:

—¿A qué documentos te refieres, a los de identificación?

—No —contestó el capitán en el límite de su paciencia—. Al permiso de vuestro comandante para ausentaros y trasladar prisioneros.

—Nadie nos dio semejantes papeles —afirmó sin inmutarse el oficial de la barba—. ¿Se trata de una nueva ordenanza?

—No, en absoluto. —El capitán les miraba ahora con desconfianza—. ¿Cómo atravesáis las líneas sin esa autorización, y cómo esperáis volver? ¿O quizá regresar no entra en vuestros planes y preferís realizar un pequeño viaje con lo que saquéis por este singular lote?

—¡No! —exclamó el individuo más fornido enrojeciendo de ira y lanzando chispas por los ojos—. El comandante olvidó esta formalidad, eso es todo. Tiene mucho en qué pensar y no parece que haya aquí mucha predisposición a resolver los problemas existentes, no sé si me comprendes. —Su mirada era de complicidad.

Las puertas se abrieron de par en par, acompañadas por un fragor de trompetas. El capitán no pudo reprimir un suspiro de angustia, pues en aquel momento tendría que estar en el centro de la entrada para recibir con todos los honores a Kitiara, y llamó en apremiante ademán a los guardines de la Reina Oscura que había apostados en los flancos de las imponentes verjas.

—Llevadles abajo —ordenó mientras recomponía su uniforme—. ¡Les mostraremos qué hacemos con los desertores!

Se alejó a toda prisa, no sin antes volver la cabeza y comprobar satisfecho que los centinelas cumplían con su deber desarmando rápida y eficazmente a los dos oficiales del ejército de los Dragones.

Caramon dirigió a Tanis una inquieta mirada cuando los draconianos lo sujetaron por los brazos y procedieron a desabrochar la hebilla de su cinto. Tika, por su parte, tenía los ojos desorbitados, pues era evidente que las cosas no se desarrollaban según lo previsto. Berem, oculto su rostro bajo unas falsas patillas, parecía presto a gritar o echar acorrer, e incluso Tasslehoff delataba un cierto aturdimiento por el repentino cambio de planes. Tanis veía que los ojos del kender escudriñaban su entorno en busca de una vía de escape.

Intentó poner en orden sus ideas. Creía haber sopesado todas las posibilidades al estudiar la forma de entrar en Neraka, pero ésta había escapado a su consideración. La idea de ser apresados como desertores no había cruzado su mente ni por un segundo y comprendió que, si los centinelas los llevaban a los calabozos, estaban perdidos sin remedio. En cuanto le quitaran el yelmo reconocerían sus rasgos de semielfo, y al examinar con mayor detenimiento a los otros no tardarían en descubrir a Berem.

Él era el peligro. Sin su presencia Caramon y los otros podrían salir bien librados. Sin él...

Las trompetas volvieron a sonar, coreadas por un ensordecedor griterío, en el instante en que un Dragón Azul traspasaba las puertas del Templo con una dignataria a su grupa. Al verla a Tanis le dio un vuelco el corazón, pero pronto su desánimo se transformó en júbilo. El gentío pronunciaba enfervorizado el nombre de Kitiara, avanzando hacia ella en tan confuso tropel que los soldados, temerosos por la seguridad de tan egregio personaje, habían desviado su atención de los prisioneros. Tanis se acercó a Tasslehoff tanto como pudo.

—Escucha —se apresuró a susurrarle en lengua elfa, con voz queda para que la batahola amortiguase sus palabras y animado por la esperanza de que Tas le comprendiera—, di a Caramon que vamos a interpretar una pequeña escena. Haga lo que haga, debe confiar en mí. Todo depende de su mutismo. ¿Entendido?

El kender miró a Tanis totalmente perplejo, pero asintió. Hacía mucho tiempo que no traducía del elfo.

No cabía sino esperar que hubiese captado sus instrucciones. Caramon no hablaba su idioma y Tanis no osaba correr el riesgo de dirigirse a él en común, aunque sofocase su voz la algazara reinante. En aquel momento uno de los centinelas le retorció el brazo para conminarle al silencio.

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